El sí de las niñas (2 page)

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Authors: Leandro Fernández de Moratín

DON DIEGO.— Sí señor; todo es verdad; pero no viene a cuento. Yo soy el que me caso.

SIMÓN.— Si está usted bien seguro de que ella le quiere, si no le asusta la diferencia de la edad, si su elección es libre…

DON DIEGO.— Pues ¿no ha de serlo?… Doña Irene la escribió con anticipación sobre el particular. Hemos ido allá, me ha visto, la han informado de cuanto ha querido saber, y ha respondido que está bien, que admite gustosa el partido que se le propone… Y ya ves tú con qué agrado me trata, y qué expresiones me hace tan cariñosas y tan sencillas… Mira, Simón, si los matrimonios muy desiguales tienen por lo común desgraciada resulta, consiste en que alguna de las partes procede sin libertad, en que hay violencia, seducción, engaño, amenazas, tiranía doméstica… Pero aquí no hay nada de eso. ¿Y qué sacarían con engañarme? Ya ves tú la religiosa de Guadalajara si es mujer de juicio; ésta de Alcalá, aunque no la conozco, sé que es una señora de excelentes prendas; mira tú si Doña Irene querrá el bien de su hija; pues todas ellas me han dado cuantas seguridades puedo apetecer… La criada, que la ha servido en Madrid y más de cuatro años en el convento, se hace lenguas de ella; y sobre todo me ha informado de que jamás observó en esta criatura la más remota inclinación a ninguno de los pocos hombres que ha podido ver en aquel encierro. Bordar, coser, leer libros devotos, oír misa y correr por la huerta detrás de las mariposas, y echar agua en los agujeros de las hormigas, éstas han sido su ocupación y sus diversiones… ¿Qué dices?

SIMÓN.— Yo nada, señor.

DON DIEGO.— Y no pienses tú que, a pesar de tantas seguridades, no aprovecho las ocasiones que se presentan para ir ganando su amistad y su confianza, y lograr que se explique conmigo en absoluta libertad… Bien que aún hay tiempo… Sólo que aquella Doña Irene siempre la interrumpe; todo se lo habla… Y es muy buena mujer, buena…

SIMÓN.— En fin, señor, yo desearé que salga como usted apetece.

DON DIEGO.— Sí; yo espero en Dios que no ha de salir mal. Aunque el novio no es muy de tu gusto… ¡Y qué fuera de tiempo me recomendabas al tal sobrinito! ¿Sabes tú lo enfadado que estoy con él?

SIMÓN.— Pues ¿qué ha hecho?

DON DIEGO.— Una de las suyas… Y hasta pocos días ha no lo he sabido. El año pasado, ya lo viste, estuvo dos meses en Madrid… Y me costó buen dinero la tal visita… En fin, es mi sobrino, bien dado está; pero voy al asunto. Ya te acuerdas de que a muy pocos días de haber salido de Madrid recibí la noticia de su llegada.

SIMÓN.— Sí, señor.

DON DIEGO.— Y que siguió escribiéndome, aunque algo perezoso, siempre con la data de Zaragoza.

SIMÓN.— Así es la verdad.

DON DIEGO.— Pues el pícaro no estaba allí cuando me escribía las tales cartas.

SIMÓN.— ¿Qué dice usted?

DON DIEGO.— Sí, señor. El día tres de julio salió de mi casa, y a fines de septiembre aún no había llegado a sus pabellones… ¿No te parece que para ir por la posta hizo muy buena diligencia?

SIMÓN.— Tal vez se pondría malo en el camino, y por no darle a usted pesadumbre…

DON DIEGO.— Nada de eso. Amores del señor oficial y devaneos que le traen loco… Por ahí en esas ciudades puede que… ¿Quién sabe? Si encuentra un par de ojos negros, ya es hombre perdido… ¡No permita Dios que me le engañe alguna bribona de estas que truecan el honor por el matrimonio!

SIMÓN.— ¡Oh!, no hay que temer… Y si tropieza con alguna fullera de amor, buenas cartas ha de tener para que le engañe.

DON DIEGO.— Me parece que están ahí… Sí. Busca al mayoral, y dile que venga, para quedar de acuerdo en la hora a que deberemos salir mañana.

SIMÓN.— Bien está.

DON DIEGO.— Ya te he dicho que no quiero que esto se trasluzca, ni… ¿Estamos?

SIMÓN.— No haya miedo que a nadie lo cuente.

(SIMÓN se va por la puerta del foro. Salen por la misma las tres mujeres con mantillas y basquiñas. RITA deja un pañuelo atado sobre la mesa, y recoge las mantillas y las dobla.)

Escena II

DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA, RITA, DON DIEGO

DOÑA FRANCISCA.— Ya estamos acá.

DOÑA IRENE.— ¡Ay!, ¡qué escalera!

DON DIEGO.— Muy bien venidas, señoras.

DOÑA IRENE.— ¿Conque usted, a lo que parece, no ha salido?
(Se sientan DOÑA IRENE y DON DIEGO.)

DON DIEGO.— No, señora. Luego, más tarde, daré una vueltecita por ahí… He leído un rato. Traté de dormir, pero en esta posada no se duerme.

DOÑA FRANCISCA.— Es verdad que no… ¡Y qué mosquitos! Mala peste en ellos. Anoche no me dejaron parar… Pero mire usted, mire usted
(Desata el pañuelo y manifiesta algunas cosas de las que indica el diálogo.)
cuántas cosillas traigo. Rosarios de nácar, cruces de ciprés, la regla de San Benito, una pililla de cristal… Mire usted qué bonita. Y dos corazones de talco… ¡Qué sé yo cuánto viene aquí!… ¡Ay!, y una campanilla de barro bendito para los truenos… ¡Tantas cosas!

DOÑA IRENE.— Chucherías que la han dado las madres. Locas estaban con ella.

DOÑA FRANCISCA.— ¡Cómo me quieren todas! Y mi tía, mi pobre tía, lloraba tanto… Es ya muy viejecita.

DOÑA IRENE.— Ha sentido mucho no conocer a usted.

DOÑA FRANCISCA.— Sí, es verdad. Decía: ¿por qué no ha venido aquel señor?

DOÑA IRENE.— El padre capellán y el rector de los Verdes nos han venido acompañando hasta la puerta.

DOÑA FRANCISCA.— Toma
(Vuelve a atar el pañuelo y se le da a RITA, la cual se va con él y con las mantillas al cuarto de DOÑA IRENE.)
, guárdamelo todo allí, en la escusabaraja. Mira, llévalo así de las puntas… ¡Válgate Dios! ¡Eh! ¡Ya se ha roto la santa Gertrudis de alcorza!

RITA.— No importa; yo me la comeré.

Escena III

DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA, DON DIEGO

DOÑA FRANCISCA.— ¿Nos vamos adentro, mamá, o nos quedamos aquí?

DOÑA IRENE.— Ahora, niña, que quiero descansar un rato.

DON DIEGO.— Hoy se ha dejado sentir el calor en forma.

DOÑA IRENE.— ¡Y qué fresco tienen aquel locutorio! Vaya, está hecho un cielo…
(Siéntase DOÑA FRANCISCA junto a su madre.)

DOÑA FRANCISCA.— Pues con todo, aquella monja tan gorda que se llama la madre Angustias, bien sudaba… ¡Ay, cómo sudaba la pobre mujer!

DOÑA IRENE.— Mi hermana es la que sigue siempre bastante delicada. Ha padecido mucho este invierno… Pero, vaya, no sabía qué hacerse con su sobrina la buena señora… Está muy contenta de nuestra elección.

DON DIEGO.— Yo celebro que sea tan a gusto de aquellas personas a quienes debe usted particulares obligaciones.

DOÑA IRENE.— Sí, Trinidad está muy contenta; y en cuanto a Circuncisión, ya lo ha visto usted. La ha costado mucho despegarse de ella; pero ha conocido que siendo para su bienestar, es necesario pasar por todo… Ya se acuerda usted de lo expresiva que estuvo, y…

DON DIEGO.— Es verdad. Sólo falta que la parte interesada tenga la misma satisfacción que manifiestan cuantos la quieren bien.

DOÑA IRENE.— Es hija obediente, y no se apartará jamás de lo que determine su madre.

DON DIEGO.— Todo eso es cierto; pero…

DOÑA IRENE.— Es de buena sangre, y ha de pensar bien, y ha de proceder con el honor que la corresponde.

DON DIEGO.— Sí, ya estoy; pero ¿no pudiera, sin faltar a su honor ni a su sangre… ?

DOÑA FRANCISCA.— ¿Me voy, mamá?
(Se levanta y vuelve a sentarse.)

DOÑA IRENE.— No pudiera, no señor. Una niña educada, hija de buenos padres, no puede menos de conducirse en todas ocasiones como es conveniente y debido. Un vivo retrato es la chica, ahí donde usted la ve, de su abuela que Dios perdone, Doña Jerónima de Peralta… En casa tengo el cuadro, ya le habrá usted visto. Y le hicieron, según me contaba su merced para enviárselo a su tío carnal el padre fray Serapión de San Juan Crisóstomo, electo obispo de Mechoacán.

DON DIEGO.— Ya.

DOÑA IRENE.— Y murió en el mar el buen religioso, que fue un quebranto para toda la familia… Hoy es, y todavía estamos sintiendo su muerte; particularmente mi primo Don Cucufate, regidor perpetuo de Zamora, no puede oír hablar de Su Ilustrísima sin deshacerse en lágrimas.

DOÑA FRANCISCA.— ¡Válgate Dios, qué moscas tan…!

DOÑA IRENE.— Pues murió en olor de santidad.

DON DIEGO.— Eso bueno es.

DOÑA IRENE.— Sí señor; pero como la familia ha venido tan a menos… ¿Qué quiere usted? Donde no hay facultades… Bien que por lo que pueda tronar, ya se le está escribiendo la vida; y ¿quién sabe que el día de mañana no se imprima, con el favor de Dios?

DON DIEGO.— Sí, pues ya se ve. Todo se imprime.

DOÑA IRENE.— Lo cierto es que el autor, que es sobrino de mi hermano político el canónigo de Castrojeriz, no la deja de la mano; y a la hora de ésta lleva ya escritos nueve tomos en folio, que comprenden los nueve años primeros de la vida del santo obispo.

DON DIEGO.— ¿Conque para cada año un tomo?

DOÑA IRENE.— Sí, señor; ese plan se ha propuesto.

DON DIEGO.— ¿Y de qué edad murió el venerable?

DOÑA IRENE.— De ochenta y dos años, tres meses y catorce días.

DOÑA FRANCISCA.— ¿Me voy, mamá?

DOÑA IRENE.— Anda, vete. ¡Válgate Dios, qué prisa tienes!

DOÑA FRANCISCA.— ¿Quiere usted
(Se levanta, y después de hacer una graciosa cortesía a DON DIEGO, da un beso a DOÑA IRENE, y se va al cuarto de ésta.)
que le haga una cortesía a la francesa, señor Don Diego?

DON DIEGO.— Sí, hija mía. A ver.

DOÑA FRANCISCA.— Mire usted, así.

DON DIEGO.— ¡Graciosa niña! ¡Viva la Paquita, viva!

DOÑA FRANCISCA.— Para usted una cortesía, y para mi mamá un beso.

Escena IV

DOÑA IRENE, DON DIEGO

DOÑA IRENE.— Es muy gitana, y muy mona, mucho.

DON DIEGO.— Tiene un donaire natural que arrebata.

DOÑA IRENE.— ¿Qué quiere usted? Criada sin artificio ni embelecos de mundo, contenta de verse otra vez al lado de su madre, y mucho más de considerar tan inmediata su colocación, no es maravilla que cuanto hace y dice sea una gracia, y máxime a los ojos de usted, que tanto se ha empeñado en favorecerla.

DON DIEGO.— Quisiera sólo que se explicase libremente acerca de nuestra proyectada unión, y…

DOÑA IRENE.— Oiría usted lo mismo que le he dicho ya.

DON DIEGO.— Sí, no lo dudo; pero el saber que la merezco alguna inclinación, oyéndoselo decir con aquella boquilla tan graciosa que tiene, sería para mí una satisfacción imponderable.

DOÑA IRENE.— No tenga usted sobre ese particular la más leve desconfianza; pero hágase usted cargo de que a una niña no la es lícito decir con ingenuidad lo que siente. Mal parecería, señor Don Diego, que una doncella de vergüenza y criada como Dios manda, se atreviese a decirle a un hombre: yo le quiero a usted.

DON DIEGO.— Bien; si fuese un hombre a quien hallara por casualidad en la calle y le espetara ese favor de buenas a primeras, cierto que la doncella haría muy mal; pero a un hombre con quien ha de casarse dentro de pocos días, ya pudiera decirle alguna cosa que… Además, que hay ciertos modos de explicarse…

DOÑA IRENE.— Conmigo usa de más franqueza. A cada instante hablamos de usted, y en todo manifiesta el particular cariño que a usted le tiene… ¡Con qué juicio hablaba ayer noche, después que usted se fue a recoger! No sé lo que hubiera dado porque hubiese podido oírla.

DON DIEGO.— ¿Y qué? ¿Hablaba de mí?

DOÑA IRENE.— Y qué bien piensa acerca de lo preferible que es para una criatura de sus años un marido de cierta edad, experimentado, maduro y de conducta…

DON DIEGO.— ¡Calle! ¿Eso decía?

DOÑA IRENE.— No; esto se lo decía yo, y me escuchaba con una atención como si fuera una mujer de cuarenta años, lo mismo… ¡Buenas cosas la dije! Y ella, que tiene mucha penetración, aunque me esté mal el decirlo… ¿Pues no da lástima, señor, el ver cómo se hacen los matrimonios hoy en el día? Casan a una muchacha de quince años con un arrapiezo de dieciocho, a una de diecisiete con otro de veintidós: ella niña, sin juicio ni experiencia, y él niño también, sin asomo de cordura ni conocimiento de lo que es mundo. Pues, señor
(que es lo que yo digo)
, ¿quién ha de gobernar la casa? ¿Quién ha de mandar a los criados? ¿Quién ha de enseñar y corregir a los hijos? Porque sucede también que estos atolondrados de chicos suelen plagarse de criaturas en un instante, que da compasión.

DON DIEGO.— Cierto que es un dolor el ver rodeados de hijos a muchos que carecen del talento, de la experiencia y de la virtud que son necesarias para dirigir su educación.

DOÑA IRENE.— Lo que sé decirle a usted es que aún no había cumplido los diecinueve años cuando me casé de primeras nupcias con mi difunto Don Epifanio, que esté en el cielo. Y era un hombre que, mejorando lo presente, no es posible hallarle de más respeto, más caballeresco… Y, al mismo tiempo, más divertido y decidor. Pues, para servir a usted, ya tenía los cincuenta y seis, muy largos de talle, cuando se casó conmigo.

DON DIEGO.— Buena edad… No era un niño; pero…

DOÑA IRENE.— Pues a eso voy… Ni a mí podía convenirme en aquel entonces un boquirrubio con los cascos a la jineta… No señor… Y no es decir tampoco que estuviese achacoso ni quebrantado de salud, nada de eso. Sanito estaba, gracias a Dios, como una manzana; ni en su vida conoció otro mal, sino una especie de alferecía que le amagaba de cuando en cuando. Pero luego que nos casamos, dio en darle tan a menudo y tan de recio, que a los siete meses me hallé viuda y encinta de una criatura que nació después, y al cabo y al fin se me murió de alfombrilla.

DON DIEGO.— ¡Oiga!… Mire usted si dejó sucesión el bueno de Don Epifanio.

DOÑA IRENE.— Sí, señor; ¿pues por qué no?

DON DIEGO.— Lo digo porque luego saltan con… Bien que si uno hubiera de hacer caso… ¿Y fue niño, o niña?

DOÑA IRENE.— Un niño muy hermoso. Como una plata era el angelito.

DON DIEGO.— Cierto que es consuelo tener, así, una criatura y…

DOÑA IRENE.— ¡Ay, señor! Dan malos ratos, pero ¿qué importa? Es mucho gusto, mucho.

DON DIEGO.— Ya lo creo.

DOÑA IRENE.— Sí señor.

DON DIEGO.— Ya se ve que será una delicia y…

DOÑA IRENE.— ¿Pues no ha de ser?

DON DIEGO.— … un embeleso el verlos juguetear y reír, y acariciarlos, y merecer sus fiestecillas inocentes.

DOÑA IRENE.— ¡Hijos de mi vida! Veintidós he tenido en los tres matrimonios que llevo hasta ahora, de los cuales sólo esta niña me ha venido a quedar; pero le aseguro a usted que…

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