El sí de las niñas (4 page)

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Authors: Leandro Fernández de Moratín

DOÑA FRANCISCA.— Como estaba usted acabando su carta, mamá, por no estorbarla me he venido aquí, que está mucho más fresco.

DOÑA IRENE.— Pero aquella muchacha, ¿qué hace que no trae una luz? Para cualquiera cosa se está un año… Y yo tengo un genio como una pólvora…
(Siéntase.)
Sea todo por Dios… ¿Y Don Diego? ¿No ha venido?

DOÑA FRANCISCA.— Me parece que no.

DOÑA IRENE.— Pues cuenta, niña, con lo que te he dicho ya. Y mira que no gusto de repetir una cosa dos veces. Este caballero está sentido, y con muchísima razón.

DOÑA FRANCISCA.— Bien: sí, señora; ya lo sé. No me riña usted más.

DOÑA IRENE.— No es esto reñirte, hija mía; esto es aconsejarte. Porque como tú no tienes conocimiento para considerar el bien que se nos ha entrado por las puertas… Y lo atrasada que me coge, que yo no sé lo que hubiera sido de tu pobre madre… Siempre cayendo y levantando… Médicos, botica… Que se dejaba pedir aquel caribe de Don Bruno
(Dios le haya coronado de gloria)
los veinte y los treinta reales por cada papelillo de píldoras de coloquíntida y asafétida… Mira que un casamiento como el que vas a hacer, muy pocas le consiguen. Bien que a las oraciones de tus tías, que son unas bienaventuradas, debemos agradecer esta fortuna, y no a tus méritos ni a mi diligencia… ¿Qué dices?

DOÑA FRANCISCA.— Yo, nada, mamá.

DOÑA IRENE.— Pues nunca dices nada. ¡Válgame Dios, señor!… En hablándote de esto no te ocurre nada que decir.

Escena III

RITA, DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA

Sale RITA por la puerta del foro con luces y las pone encima de la mesa.

DOÑA IRENE.— Vaya, mujer, yo pensé que en toda la noche no venías.

RITA.— Señora, he tardado porque han tenido que ir a comprar las velas. Como el tufo del velón la hace a usted tanto daño…

DOÑA IRENE.— Seguro que me hace muchísimo mal, con esta jaqueca que padezco… Los parches de alcanfor al cabo tuve que quitármelos; ¡si no me sirvieron de nada! Con las obleas me parece que me va mejor… Mira, deja una luz ahí, y llévate la otra a mi cuarto, y corre la cortina, no se me llene todo de mosquitos.

RITA.— Muy bien.
(Toma una luz y hace que se va.)

DOÑA FRANCISCA
(Aparte, a RITA.)
—¿No ha venido?

RITA.— Vendrá.

DOÑA IRENE.— Oyes, aquella carta que está sobre la mesa, dásela al mozo de la posada para que la lleve al instante al correo…
(Vase RITA al cuarto de DOÑA IRENE.)
Y tu, niña, ¿qué has de cenar? Porque será menester recogernos presto para salir mañana de madrugada.

DOÑA FRANCISCA.— Como las monjas me hicieron merendar…

DOÑA IRENE.— Con todo eso… Siquiera unas sopas del puchero para el abrigo del estómago…
(Sale RITA con una carta en la mano, y hasta el fin de la escena hace que se va y vuelve, según lo indica el diálogo.)
Mira, has de calentar el caldo que apartamos al medio día, y haznos un par de tazas de sopas, y tráetelas luego que estén.

RITA.— ¿Y nada más?

DOÑA IRENE.— No, nada más… ¡Ah!, y házmelas bien caldositas.

RITA.— Sí, ya lo sé.

DOÑA IRENE - Rita.

RITA
(Aparte.)
—Otra. ¿Qué manda usted?

DOÑA IRENE.— Encarga mucho al mozo que lleve la carta al instante… Pero no, señor; mejor es… No quiero que la lleve él, que son unos borrachones, que no se les puede… Has de decir a Simón que digo yo que me haga el gusto de echarla en el correo. ¿Lo entiendes?

RITA.— Sí, señora.

DOÑA IRENE.— ¡Ah!, mira.

RITA
(Aparte.)
.— Otra.

DOÑA IRENE.— Bien que ahora no corre prisa… Es menester que luego me saques de ahí al tordo y colgarle por aquí, de modo que no se caiga y se me lastime…
(Vase RITA por la puerta del foro.)
¡Qué noche tan mala me dio!… ¡Pues no se estuvo el animal toda la noche de Dios rezando el Gloria Patri y la oración del Santo Sudario!… Ello, por otra parte, edificaba, cierto. Pero cuando se trata de dormir…

Escena IV

DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA

DOÑA IRENE.— Pues mucho será que Don Diego no haya tenido algún encuentro por ahí, y eso le detenga. Cierto que es un señor muy mirado, muy puntual… ¡Tan buen cristiano! ¡Tan atento! ¡Tan bien hablado! ¡Y con que garbo y generosidad se porta!… Ya se ve, un sujeto de bienes y posibles… ¡Y qué casa tiene! Como un ascua de oro la tiene… Es mucho aquello. ¡Qué ropa blanca! ¡Que batería de cocina! ¡Y qué despensa, llena de cuanto Dios crió!… Pero tú no parece que atiendes a lo que estoy diciendo.

DOÑA FRANCISCA.— Sí, señora, bien lo oigo; pero no la quería interrumpir a usted.

DOÑA IRENE.— Allí estarás, hija mía, como el pez en el agua; pajaritas del aire que apetecieras las tendrías, porque como él te quiere tanto, y es un caballero tan de bien y tan temeroso de Dios… Pero mira, Francisquita, que me cansa de veras el que siempre que te hablo de esto hayas dado en la flor de no responderme palabra… ¡Pues no es cosa particular, señor!

DOÑA FRANCISCA.— Mamá, no se enfade usted.

DOÑA IRENE.— No es buen empeño de… ¿Y te parece a ti que no sé yo muy bien de dónde viene todo eso?… ¿No ves que conozco las locuras que se te han metido en esa cabeza de chorlito?… ¡Perdóneme Dios!

DOÑA FRANCISCA.— Pero… Pues ¿qué sabe usted?

DOÑA IRENE.— ¿Me quieres engañar a mí, eh? ¡Ay, hija! He vivido mucho, y tengo yo mucha trastienda y mucha penetración para que tú me engañes.

DOÑA FRANCISCA
(Aparte.)
.—¡Perdida soy!

DOÑA IRENE.— Sin contar con su madre… Como si tal madre no tuviera… Yo te aseguro que aunque no hubiera sido con esta ocasión, de todos modos era ya necesario sacarte del convento. Aunque hubiera tenido que ir a pie y sola por ese camino, te hubiera sacado de allí… ¡Mire usted qué juicio de niña éste! Que porque ha vivido un poco de tiempo entre monjas, ya se la puso en la cabeza el ser ella monja también… Ni qué entiende ella de eso, ni qué… En todos los estados se sirve a Dios, Frasquita; pero el complacer a su madre, asistirla, acompañarla y ser el consuelo de sus trabajos, ésa es la primera obligación de una hija obediente… Y sépalo usted, si no lo sabe.

DOÑA FRANCISCA.— Es verdad, mamá… Pero yo nunca he pensado abandonarla a usted.

DOÑA IRENE.— Sí, que no sé yo…

DOÑA FRANCISCA.— No, señora. Créame usted. La Paquita nunca se apartará de su madre, ni la dará disgustos.

DOÑA IRENE.— Mira si es cierto lo que dices.

DOÑA FRANCISCA.— Sí, señora; que yo no sé mentir.

DOÑA IRENE.— Pues, hija, ya sabes lo que te he dicho. Ya ves lo que pierdes, y la pesadumbre que me darás si no te portas en todo como corresponde… Cuidado con ello.

DOÑA FRANCISCA
(Aparte.)
—¡Pobre de mí!

Escena V

DON DIEGO, DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA

Sale DON DIEGO por la puerta del foro y deja sobre la mesa sombrero y bastón.

DOÑA IRENE.— Pues ¿cómo tan tarde?

DON DIEGO.— Apenas salí tropecé con el rector de Málaga Padre Guardián de San Diego y el doctor Padilla, y hasta que me han hartado bien de chocolate y bollos no me han querido soltar…
(Siéntase junto a DOÑA IRENE.)
Y a todo esto, ¿cómo va?

DOÑA IRENE.— Muy bien.

DON DIEGO.— ¿Y Doña Paquita?

DOÑA IRENE.— Doña Paquita siempre acordándose de sus monjas. Ya la digo que es tiempo de mudar de bisiesto, y pensar sólo en dar gusto a su madre y obedecerla.

DON DIEGO.— ¡Qué diantre! ¿Conque tanto se acuerda de…?

DOÑA IRENE.— ¿Qué se admira usted? Son niñas… No saben lo que quieren, ni lo que aborrecen… En una edad, así, tan…

DON DIEGO.— No; poco a poco, eso no. Precisamente en esa edad son las pasiones algo más enérgicas y decisivas que en la nuestra, y por cuanto la razón se halla todavía imperfecta y débil, los ímpetus del corazón son mucho más violentos…
(Asiendo de una mano a DOÑA FRANCISCA, la hace sentar inmediata a él.)
Pero de veras, Doña Paquita, ¿se volvería usted al convento de buena gana?… La verdad.

DOÑA IRENE.— Pero si ella no…

DON DIEGO.— Déjela usted, señora; que ella responderá.

DOÑA FRANCISCA.— Bien sabe usted lo que acabo de decirla… No permita Dios que yo la dé que sentir.

DON DIEGO.— Pero eso lo dice usted tan afligida y…

DOÑA IRENE.— Si es natural, señor. ¿No ve usted que…?

DON DIEGO.— Calle usted, por Dios, Doña Irene, y no me diga usted a mí lo que es natural. Lo que es natural es que la chica esté llena de miedo, y no se atreva a decir una palabra que se oponga a lo que su madre quiere que diga… Pero si esto hubiese, por vida mía, que estábamos lucidos.

DOÑA FRANCISCA.— No, señor; lo que dice su merced, eso digo yo; lo mismo. Porque en todo lo que me mande la obedeceré.

DON DIEGO.— ¡Mandar, hija mía!. En estas materias tan delicadas los padres que tienen juicio no mandan. Insinúan, proponen, aconsejan; eso sí, todo eso sí; ¡pero mandar!… ¿Y quién ha de evitar después las resultas funestas de lo que mandaron?… Pues, ¿cuántas veces vemos matrimonios infelices, uniones monstruosas, verificadas solamente porque un padre tonto se metió a mandar lo que no debiera?… ¿Cuántas veces una desdichada mujer halla anticipada la muerte en el encierro de un claustro, porque su madre o su tío se empeñaron en regalar a Dios lo que Dios no quería? ¡Eh! No, señor; eso no va bien… Mire usted, Doña Paquita, yo no soy de aquellos hombres que se disimulan los defectos. Yo sé que ni mi figura ni mi edad son para enamorar perdidamente a nadie; pero tampoco he creído imposible que una muchacha de juicio y bien criada llegase a quererme con aquel amor tranquilo y constante que tanto se parece a la amistad, y es el único que puede hacer los matrimonios felices. Para conseguirlo no he ido a buscar ninguna hija de familia de estas que viven en una decente libertad… Decente, que yo no culpo lo que no se opone al ejercicio de la virtud. Pero ¿cuál sería entre todas ellas la que no estuviese ya prevenida en favor de otro amante más apetecible que yo? Y en Madrid, figúrese usted en un Madrid… Lleno de estas ideas me pareció que tal vez hallaría en usted todo cuanto deseaba.

DOÑA IRENE.— Y puede usted creer, señor Don Diego, que…

DON DIEGO.— Voy a acabar señora; déjeme usted acabar. Yo me hago cargo, querida Paquita, de lo que habrán influido en una niña tan bien inclinada como usted las santas costumbres que ha visto practicar en aquel inocente asilo de la devoción y la virtud; pero si a pesar de todo esto la imaginación acalorada, las circunstancias imprevistas, la hubiesen hecho elegir sujeto más digno, sepa usted que yo no quiero nada con violencia. Yo soy ingenuo; mi corazón y mi lengua no se contradicen jamás. Esto mismo la pido a usted, Paquita: sinceridad. El cariño que a usted la tengo no la debe hacer infeliz… Su madre de usted no es capaz de querer una injusticia, y sabe muy bien que a nadie se le hace dichoso por fuerza. Si usted no halla en mí prendas que la inclinen, si siente algún otro cuidadillo en su corazón, créame usted, la menor disimulación en esto nos daría a todos muchísimo que sentir.

DOÑA IRENE.— ¿Puedo hablar ya, señor?

DON DIEGO.— Ella, ella debe hablar, y sin apuntador y sin intérprete.

DOÑA IRENE.— Cuando yo se lo mande.

DON DIEGO.— Pues ya puede usted mandárselo, porque a ella la toca responder… Con ella he de casarme, con usted no.

DOÑA IRENE.— Yo creo, señor Don Diego, que ni con ella ni conmigo. ¿En qué concepto nos tiene usted?… Bien dice su padrino, y bien claro me lo escribió pocos días ha, cuando le di parte de este casamiento. Que aunque no la ha vuelto a ver desde que la tuvo en la pila, la quiere muchísimo; y a cuantos pasan por el Burgo de Osma les pregunta cómo está, y continuamente nos envía memorias con el ordinario.

DON DIEGO.— Y bien, señora, ¿qué escribió el padrino?… O, por mejor decir, ¿qué tiene que ver nada de eso con lo que estamos hablando?

DOÑA IRENE.— Sí señor que tiene que ver; sí señor. Y aunque yo lo diga, le aseguro a usted que ni un padre de Atocha hubiera puesto una carta mejor que la que él me envió sobre el matrimonio de la niña… Y no es ningún catedrático, ni bachiller, ni nada de eso, sino un cualquiera, como quien dice, un hombre de capa y espada, con un empleíllo infeliz en el ramo del viento, que apenas le da para comer… Pero es muy ladino, y sabe de todo, y tiene una labia y escribe que da gusto… Cuasi toda la carta venía en latín, no le parezca a usted, y muy buenos consejos que me daba en ella… Que no es posible sino que adivinase lo que nos está sucediendo.

DON DIEGO.— Pero, señora, si no sucede nada, ni hay cosa que a usted la deba disgustar.

DOÑA IRENE.— Pues ¿no quiere usted que me disguste oyéndole hablar de mi hija en términos que…? ¡Ella otros amores ni otros cuidados!… Pues si tal hubiera… ¡Válgame Dios!…, la mataba a golpes, mire usted… Respóndele, una vez que quiere que hables, y que yo no chiste. Cuéntale los novios que dejaste en Madrid cuando tenías doce años, y los que has adquirido en el convento al lado de aquella santa mujer. Díselo para que se tranquilice, y…

DON DIEGO.— Yo, señora, estoy más tranquilo que usted.

DOÑA IRENE.— Respóndele.

DOÑA FRANCISCA.— Yo no sé qué decir. Si ustedes se enfadan…

DON DIEGO.— No, hija mía; esto es dar alguna expresión a lo que se dice; pero enfadarnos no, por cierto. Doña Irene sabe lo que yo la estimo.

DOÑA IRENE.— Sí, señor, que lo sé, y estoy sumamente agradecida a los favores que usted nos hace… Por eso mismo…

DON DIEGO.— No se hable de agradecimiento; cuanto yo puedo hacer, todo es poco… Quiero sólo que Doña Paquita esté contenta.

DOÑA IRENE.— ¿Pues no ha de estarlo? Responde.

DOÑA FRANCISCA.— Sí, señor, que lo estoy.

DON DIEGO.— Y que la mudanza de estado que se la previene no la cueste el menor sentimiento.

DOÑA IRENE.— No, señor, todo al contrario… Boda más a gusto de todos no se pudiera imaginar.

DON DIEGO.— En esa inteligencia, puedo asegurarla que no tendrá motivos de arrepentirse después. En nuestra compañía vivirá querida y adorada, y espero que a fuerza de beneficios he de merecer su estimación y su amistad.

DOÑA FRANCISCA.— Gracias, señor don Diego… ¡A una huérfana, pobre, desvalida como yo!…

DON DIEGO.— Pero de prendas tan estimables que la hacen a usted digna todavía de mayor fortuna.

DOÑA IRENE.— Ven aquí, ven… Ven aquí, Paquita.

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