El sí de las niñas (7 page)

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Authors: Leandro Fernández de Moratín

DON DIEGO- Sí.

SIMÓN.— ¿Qué querrá decir esto?

DON DIEGO- Calla.

DOÑA FRANCISCA
(Se asoma a la ventana. RITA se queda detrás de ella. Los puntos suspensivos indican las interrupciones más o menos largas.)
.— Yo soy… Y ¿qué había de pensar viendo lo que usted acaba de hacer?… ¿Qué fuga es ésta?… Rita
(Apartándose de la ventana, y vuelve después a asomarse.)
amiga, por Dios, ten cuidado, y si oyeres algún rumor, al instante avísame… ¿Para siempre? ¡Triste de mí!… Bien está, tírela usted… Pero yo no acabo de entender… ¡Ay, Don Félix! Nunca le he visto a usted tan tímido…
(Tiran desde adentro una carta que cae por la ventana del teatro. DOÑA FRANCISCA la busca, y no hallándola vuelve a asomarse.)
No, no la he cogido; pero aquí está sin duda… ¿Y no he de saber yo hasta que llegue el día los motivos que tiene usted para dejarme muriendo?… Sí, yo quiero saberlo de boca de usted. Su Paquita de usted se lo manda… Y ¿cómo le parece a usted que estará el mío?… No me cabe en el pecho… Diga usted.
(SIMÓN se adelanta un poco, tropieza con la jaula y la deja caer.)

RITA.— Señorita, vamos de aquí… Presto, que hay gente.

DOÑA FRANCISCA.— ¡Infeliz de mí!… Guíame.

RITA.— Vamos.
(Al retirarse tropieza con SIMÓN. Las dos se van al cuarto de DOÑA FRANCISCA.)
¡Ay!

DOÑA FRANCISCA.— ¡Muerta voy!

Escena III

DON DIEGO, SIMÓN

DON DIEGO.— ¿Qué grito fue ése?

SIMÓN.— Una de las fantasmas, que al retirarse tropezó conmigo.

DON DIEGO.— Acércate a esa ventana, y mira si hallas en el suelo un papel… ¡Buenos estamos!

SIMÓN
(Tentando por el suelo, cerca de la ventana.)
—No encuentro nada, señor.

DON DIEGO.— Búscale bien, que por ahí ha de estar.

SIMÓN.— ¿Le tiraron desde la calle?

DON DIEGO.— Sí… ¿Qué amante es éste?.. ¡Y dieciséis años y criada en un convento! Acabó ya toda mi ilusión.

SIMÓN.— Aquí está.
(Halla la carta, y se la da a DON DIEGO.)

DON DIEGO.— Vete abajo, y enciende una luz… En la caballeriza o en la cocina.. Por ahí habrá algún farol… Y vuelve con ella al instante.
(Vase SIMÓN por la puerta del foro.)

Escena IV

DON DIEGO

DON DIEGO.— ¿Y a quién debo culpar?
(Apoyándose en el respaldo de una silla.)
¿Es ella la delincuente, o su madre, o sus tías, o yo?… ¿Sobre quién… sobre quién ha de caer esta cólera, que por más que lo procuro no la sé reprimir?… ¡La naturaleza la hizo tan amable a mis ojos!… ¡Qué esperanzas tan halagüeñas concebí! ¡Qué felicidades me prometía!… ¡Celos!… ¿Yo?… ¡En qué edad tengo celos!… Vergüenza es… Pero esta inquietud que yo siento, esta indignación, estos deseos de venganza, ¿de qué provienen? ¿Cómo he de llamarlos? Otra vez parece que…
(Advirtiendo que suena el ruido en la puerta del cuarto de DOÑA FRANCISCA, se retira a un extremo del teatro.)
Sí.

Escena V

RITA, DON DIEGO, SIMÓN

RITA.— Ya se han ido…
(Observa, escucha, asómase después a la ventana y busca la carta por el suelo.)
¡Válgame Dios!… El papel estará muy bien escrito, pero el señor Don Félix es un grandísimo picarón… ¡Pobrecita de mi alma!… Se muere sin remedio… Nada, ni perros parecen por la calle… ¡Ojalá no los hubiéramos conocido! ¿Y este maldito papel?… Pues buena la hiciéramos si no pareciese… ¿Qué dirá?… Mentiras, mentiras y todo mentira.

SIMÓN.— Ya tenemos luz.
(Sale con luz. RITA se sorprende.)

RITA.— ¡Perdida soy!

DON DIEGO
(Acercándose.)
.— ¡Rita! ¿Pues tú aquí?

RITA.— Sí, señor; porque…

DON DIEGO.— ¿Qué buscas a estas horas?

RITA.— Buscaba… Yo le diré a usted… Porque oímos un ruido tan grande…

SIMÓN.— ¿Sí, eh?

RITA.— Cierto… Un ruido y… mire usted
(Alza la jaula que está en el suelo.)
era la jaula del tordo… Pues la jaula era, no tiene duda… ¡Válgate Dios! ¿Si habrá muerto?… No, vivo está, vaya… Algún gato habrá sido. Preciso.

SIMÓN.— Sí, algún gato.

RITA.— ¡Pobre animal! ¡Y que asustadillo se conoce que está todavía!

SIMÓN.— Y con mucha razón… ¿No te parece, si le hubiera pillado el gato?…

RITA.— Se le hubiera comido.
(Cuelga la jaula de un clavo que habrá en la pared.)

SIMÓN.— Y sin pebre… Ni plumas hubiera dejado.

DON DIEGO.— Tráeme esa luz.

RITA.— ¡Ah! Deje usted, encenderemos ésta
(Enciende la vela que está sobre la mesa.)
, que ya lo que no se ha dormido…

DON DIEGO.— Y Doña Paquita, ¿duerme?

RITA.— Sí, señor.

SIMÓN.— Pues mucho es que con el ruido del tordo…

DIEGO.— Vamos.
(Se entra en su cuarto. SIMÓN va con él, llevándose una de las luces.)

Escena VI

DOÑA FRANCISCA, RITA

DOÑA FRANCISCA
(Saliendo de su cuarto.)
.— ¿Ha parecido el papel?

RITA.— No, señora.

DOÑA FRANCISCA.— ¿Y estaban aquí los dos cuando tú saliste?

RITA.— Yo no lo sé. Lo cierto es que el criado sacó una luz, y me hallé de repente, como por máquina, entre él y su amo, sin poder escapar ni saber qué disculpa darles.
(Coge la luz y vuelve a buscar la carta, cerca de la ventana.)

DOÑA FRANCISCA.— Ellos eran, sin duda… Aquí estarían cuando yo hablé desde la ventana… ¿Y ese papel?

RITA.— Yo no lo encuentro, señorita.

DOÑA FRANCISCA.— Le tendrán ellos, no te canses… Si es lo único que faltaba a mi desdicha… No le busques. Ellos le tienen.

RITA.— A lo menos por aquí…

DOÑA FRANCISCA.— ¡Yo estoy loca!
(Siéntase.)

RITA.— Sin haberse explicado este hombre, ni decir siquiera…

DOÑA FRANCISCA.— Cuando iba a hacerlo, me avisaste, y fue preciso retirarnos… Pero ¿sabes tú con qué temor me habló, qué agitación mostraba? Me dijo que en aquella carta vería yo los motivos justos que le precisaban a volverse; que la había escrito para dejársela a persona fiel que la pusiera en mis manos, suponiendo que el verme sería imposible. Todo engaños, Rita, de un hombre aleve que prometió lo que no pensaba cumplir… Vino, halló un competidor, y diría: Pues yo ¿para qué he de molestar a nadie ni hacerme ahora defensor de una mujer?… ¡Hay tantas mujeres!… Cásenla… Yo nada pierdo… Primero es mi tranquilidad que la vida de esa infeliz… ¡Dios mío, perdón!… ¡Perdón de haberle querido tanto!

RITA.— ¡Ay, señorita!
(Mirando hacia el cuarto de DON DIEGO.)
Que parece que salen ya.

DOÑA FRANCISCA.— No importa, déjame.

RITA.— Pero si Don Diego la ve a usted de esa manera…

DOÑA FRANCISCA.— Si todo se ha perdido ya, ¿qué puedo temer?… ¿Y piensas tú que tengo alientos para levantarme?… Que vengan, nada importa.

Escena VII

DON DIEGO, SIMÓN, DOÑA FRANCISCA, RITA

SIMÓN.— Voy enterado, no es menester más.

DON DIEGO.— Mira, y haz que ensillen inmediatamente al Moro, mientras tú vas allá. Si han salido, vuelves, montas a caballo y en una buena carrera que des, los alcanzas… ¿Los dos aquí, eh? Conque, vete, no se pierda tiempo.
(Después de hablar los dos, junto al cuarto de DON DIEGO, se va SIMÓN por la puerta del foro.)

SIMÓN.— Voy allá.

DON DIEGO.— Mucho se madruga, Doña Paquita.

DOÑA FRANCISCA.— Sí, señor.

DON DIEGO.— ¿Ha llamado ya Doña Irene?

DOÑA FRANCISCA.— No, señor…
(A RITA.)
Mejor es que vayas allá, por si ha despertado y se quiere vestir.
(RITA se va al cuarto de DOÑA IRENE.)

Escena VIII

DON DIEGO, DOÑA FRANCISCA

DON DIEGO.— ¿Usted no habrá dormido bien esta noche?

DOÑA FRANCISCA.— No, señor. ¿Y usted?

DON DIEGO.— Tampoco.

DOÑA FRANCISCA.— Ha hecho demasiado calor.

DON DIEGO.— ¿Está usted desazonada?

DOÑA FRANCISCA.— Alguna cosa.

DON DIEGO.— ¿Qué siente usted?
(Siéntase junto a DOÑA FRANCISCA.)

DOÑA FRANCISCA.— No es nada… Así un poco de… Nada… no tengo nada.

DON DIEGO.— Algo será, porque la veo a usted muy abatida, llorosa, inquieta… ¿Qué tiene usted, Paquita? ¿No sabe usted que la quiero tanto?

DOÑA FRANCISCA.— Sí, señor.

DON DIEGO.— Pues ¿por qué no hace usted más confianza de mí? ¿Piensa usted que no tendré yo mucho gusto en hallar ocasiones de complacerla?

DOÑA FRANCISCA- Ya lo sé.

DON DIEGO.— ¿Pues cómo, sabiendo que tiene usted un amigo, no desahoga con él su corazón?

DOÑA FRANCISCA.— Porque eso mismo me obliga a callar.

DON DIEGO.— Eso quiere decir que tal vez soy yo la causa de su pesadumbre de usted.

DOÑA FRANCISCA.— No, señor; usted en nada me ha ofendido… No es de usted de quien yo me debo quejar.

DON DIEGO.— Pues ¿de quién, hija mía?… Venga usted acá…
(Acércase más.)
Hablemos siquiera una vez sin rodeos ni disimulación… Dígame usted: ¿no es cierto que usted mira con algo de repugnancia este casamiento que se la propone? ¿Cuánto va que si la dejasen a usted entera libertad para la elección no se casaría conmigo?

DOÑA FRANCISCA.— Ni con otro.

DON DIEGO.— ¿Será posible que usted no conozca otro más amable que yo, que la quiera bien, y que la corresponda como usted merece?

DOÑA FRANCISCA.— No, señor; no, señor.

DON DIEGO.— Mírelo usted bien.

DOÑA FRANCISCA.— ¿No le digo a usted que no?

DON DIEGO.— ¿Y he de creer, por dicha, que conserve usted tal inclinación al retiro en que se ha criado, que prefiera la austeridad del convento a una vida más… ?

DOÑA FRANCISCA.— Tampoco; no señor… Nunca he pensado así.

DON DIEGO.— No tengo empeño de saber más… Pero de todo lo que acabo de oír resulta una gravísima contradicción. Usted no se halla inclinada al estado religioso, según parece. Usted me asegura que no tiene queja ninguna de mí, que está persuadida de lo mucho que la estimo, que no piensa casarse con otro, ni debo recelar que nadie dispute su mano… Pues ¿qué llanto es ése? ¿De dónde nace esa tristeza profunda, que en tan poco tiempo ha alterado su semblante de usted, en términos que apenas le reconozco? ¿Son éstas las señales de quererme exclusivamente a mí, de casarse gustosa conmigo dentro de pocos días? ¿Se anuncian así la alegría y el amor?
(Vase iluminando lentamente la escena, suponiendo que viene la luz del día.)

DOÑA FRANCISCA.— Y ¿qué motivos le he dado a usted para tales desconfianzas?

DON DIEGO.— ¿Pues qué? Si yo prescindo de estas consideraciones, si apresuro las diligencias de nuestra unión, si su madre de usted sigue aprobándola y llega el caso de…

DOÑA FRANCISCA.— Haré lo que mi madre me manda, y me casaré con usted.

DON DIEGO.— ¿Y después, Paquita?

DOÑA FRANCISCA.— Después… y mientras me dure la vida, seré mujer de bien.

DON DIEGO.— Eso no lo puedo yo dudar… Pero si usted me considera como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y su amigo, dígame usted: estos títulos ¿no me dan algún derecho para merecer de usted mayor confianza? ¿No he de lograr que usted me diga la causa de su dolor? Y no para satisfacer una impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en su consuelo, en mejorar su suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.

DOÑA FRANCISCA.— ¡Dichas para mí!… Ya se acabaron.

DON DIEGO.— ¿Por qué?

DOÑA FRANCISCA.— Nunca diré por qué.

DON DIEGO.— Pero ¡qué obstinado, qué imprudente silencio!… Cuando usted misma debe presumir que no estoy ignorante de lo que hay.

DOÑA FRANCISCA.— Si usted lo ignora, señor Don Diego, por Dios no finja que lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me lo pregunte.

DON DIEGO.— Bien está. Una vez que no hay nada que decir, que esa aflicción y esas lágrimas son voluntarias, hoy llegaremos a Madrid, y dentro de ocho días será usted mi mujer.

DOÑA FRANCISCA.— Y daré gusto a mi madre.

DON DIEGO.— Y vivirá usted infeliz.

DOÑA FRANCISCA- Ya lo sé.

DON DIEGO.— Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo mandan, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo.

DOÑA FRANCISCA.— Es verdad… Todo eso es cierto… Eso exigen de nosotras, eso aprendemos en la escuela que se nos da… Pero el motivo de mi aflicción es mucho mas grande.

DON DIEGO.— Sea cual fuere, hija mía, es menester que usted se anime… Si la ve a usted su madre de esa manera, ¿qué ha de decir?… Mire usted que ya parece que se ha levantado.

DOÑA FRANCISCA.— ¡Dios mío!

DON DIEGO.— Sí, Paquita; conviene mucho que usted vuelva un poco sobre sí… No abandonarse tanto… Confianza en Dios… Vamos, que no siempre nuestras desgracias son tan grandes como la imaginación las pinta… ¡Mire usted qué desorden éste! ¡Qué agitación! ¡Qué lágrimas! Vaya, ¿me da usted palabra de presentarse así…, con cierta serenidad y…? ¿Eh?

DOÑA FRANCISCA.— Y usted, señor… Bien sabe usted el genio de mi madre. Si usted no me defiende, ¿a quién he de volver los ojos? ¿Quién tendrá compasión de esta desdichada?

DON DIEGO.— Su buen amigo de usted… Yo… ¿Cómo es posible que yo la abandonase… ¡criatura!…, en la situación dolorosa en que la veo?
(Asiéndola de las manos.)

DOÑA FRANCISCA - ¿De veras?

DON DIEGO.— Mal conoce usted mi corazón.

DOÑA FRANCISCA.— Bien le conozco.
(Quiere arrodillarse; DON DIEGO se lo estorba, y ambos se levantan.)

DON DIEGO.— ¿Qué hace usted, niña?

DOÑA FRANCISCA.— Yo no sé… ¡Qué poco merece toda esa bondad una mujer tan ingrata para con usted!… No, ingrata no; infeliz… ¡Ay, qué infeliz soy, señor Don Diego!

DON DIEGO.— Yo bien sé que usted agradece como puede el amor que la tengo… Lo demás todo ha sido… ¿qué se yo?…, una equivocación mía, y no otra cosa… Pero usted, ¡inocente! usted no ha tenido la culpa.

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