El Sistema (51 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

Durante mucho tiempo, el ejercer la profesión de arquitecto o abogado representaba ostentar, dentro de la jerarquía social, una posición de mayor preeminencia que el ser dueño de un determinado negocio o empresa y, desde luego, mucho más que el ejercicio de determinados oficios, algunos de los cuales parece que pretendían atribuirse en exclusiva a la clase «proletaria».

Tengo que reconocer que en nuestra sociedad todavía subsisten parcialmente estas ideas, pero, ciertamente, cada vez con menos fuerza. Hace algunos meses, la prensa publicaba una noticia en la que se decía que muchas personas se habían presentado a una oposición para alcanzar una plaza en el Ayuntamiento de Madrid. El puesto de trabajo era colaborar en la recogida de basuras. El hecho indica la necesidad de búsqueda de un puesto de trabajo. Pero había otro dato que me parece significativo: entre los aspirantes existían algunos con títulos universitarios superiores. No estoy aludiendo al fenómeno de la frustración que se deriva del hecho de haber cursado unos estudios superiores y comprobar cómo la sociedad es incapaz de ofrecer un puesto adecuado a tal formación. Por supuesto que eso es un problema y, además, importante. Mi reflexión ahora camina en la dirección de poner de manifiesto cómo el fenómeno de la «clasificación social de oficios» está sufriendo, por la fuerza de los hechos, una desnaturalización muy importante.

Muchas personas que, disponiendo de estudios universitarios superiores, quieren dedicarse al ejercicio de determinadas profesiones liberales, tradicionalmente patrimonio de la aristocracia privada de poder público y de la burguesía, encuentran serias dificultades para conseguirlo. Por el contrario, algunos oficios determinados, que eran «ajenos» a las pretensiones de reconocimiento social de esa burguesía, alcanzan un grado de desarrollo notable. Si entendemos que la retribución económica puede ser un parámetro para medir el grado de aportación a la sociedad, llegaremos a la conclusión de que, en muchos casos, se produce mayor «retribución» en oficios que, como decía, eran ajenos a las pretensiones de reconocimiento social propias de la burguesía.

Al margen de que el desarrollo de estas dos ideas —propietarios y no propietarios y alteración de los patrones del reconocimiento social— exigiría un análisis de mucha mayor profundidad, lo cierto es que, al menos en mi experiencia, se perciben con la suficiente nitidez como para darnos cuenta de que algo está sucediendo en la sociedad española. La sociedad se uniformiza, se eliminan las características diferenciales entre las clases.

Todavía podríamos dar un paso más en el razonamiento para comprobar el profundo cambio con el que nos enfrentamos. Anteriormente sosteníamos que la razón de fondo de la segunda de las revoluciones residía en la eliminación del derecho de propiedad, puesto que era —en la concepción marxista— el resultado de acumular la plusvalía generada por el trabajo individual. Mediante este mecanismo, el propietario se apropiaba de la plusvalía generada por el proletario, convirtiéndola en derecho de propiedad. Pues bien, uno de los problemas de mayor envergadura que vive la sociedad española actual es la carencia de puestos de trabajo. Anteriormente expuse que, en alguna medida, la incapacidad de crear empleo estable en la economía española deriva de la inexistencia de una «clase» empresarial potente capaz de implementar proyectos rentables en un entorno de competencia internacional. Dicha carencia no solo crea una situación de desamparo social en el presente, sino que abre profundos interrogantes respecto de las generaciones futuras.

Las protestas sociales por el mantenimiento de puestos de trabajo se convierten en una constante que, desgraciadamente, aumenta en términos de violencia. Pero analicémoslas dentro del hilo argumental que estoy siguiendo en estas páginas. Hace algunos años, de lo que se trataba era de evitar que el «propietario» pudiera apropiarse de la «plusvalía» generada por el «proletario», para lo que se diseñó el principio de la propiedad pública de los medios de producción. Hoy, la demanda social es por el mantenimiento de la empresa, por la continuidad de los puestos de trabajo en el seno de la misma. Si siguiéramos la dialéctica anterior, podríamos traducir el hecho en la siguiente clave: se demanda que se mantenga el propietario, aun sabiendo que la estructura significa apropiación de plusvalía. Podríamos decir que se está pidiendo —siguiendo la terminología marxista— que sigan apropiándose de su «plusvalía». Hasta este punto han cambiado las cosas: la historia parece, ahora, escribirse justo al contrario que años atrás.

Pero no solo demandan que se mantenga el proceso de apropiación de la «plusvalía» sino que, incluso, están dispuestos a incrementarla. Son muchas las personas que estarían en condiciones de ofrecer una reducción de sus niveles salariales con tal de mantener los puestos de trabajo. Esto, en términos marxistas, significaría que están dispuestos a aumentar la plusvalía del propietario a condición de conservar el mecanismo que teóricamente la produce: el trabajo individual. Es posible que a algunos lectores estas reflexiones les parezcan excesivamente crudas, pero, en mi opinión, son reales. Creo firmemente que detrás de esta demanda se esconde el fracaso del modelo creado en torno a la propiedad pública de los medios de producción social. Alguien podría razonar que no se trata de defender el proceso de apropiación capitalista, sino de algo más simple: del mantenimiento de niveles de subsistencia para el empleo. Es lo mismo. Una vez aceptado el principio de economía de mercado, el razonamiento anterior, aunque aparente ser crudo, creo que es sustancialmente correcto.

Por consiguiente, hemos llegado a una sociedad en la que, básicamente, han desaparecido los atributos históricos que permitían conceptuarla como una sociedad de clases rígidas y cerradas. Pero si hemos dicho que el Estado dimana de la sociedad y que el poder real en el seno del Estado se ejerce por la clase social dominante, deberíamos preguntarnos ahora: en esta sociedad sin perfiles nítidos de distintas clases, ¿quién ejerce el poder en el seno del Estado? Aristóteles demandaba el poder para los aristócratas; Platón para sus filósofos; la revolución liberal pretendió atribuir el poder del Estado a la burguesía emergente, y la proletaria a los «no propietarios». Ahora, en estas nuevas condiciones, si la sociedad, como digo, no tiene perfiles nítidos de jerarquización clasista, ¿quién ejerce el poder? ¿Quién representa los intereses de esa nueva sociedad? La respuesta es la siguiente: los políticos, que, curiosamente, constituyen una nueva clase social que ha ido surgiendo y consolidándose durante todo este siglo
XX
.

Víctor Pérez Díaz, en su obra
El retorno de la sociedad civil,
escribe las siguientes palabras: «Porque la clave última de la solución de los problemas del crecimiento económico y de la integración social, de la creación cultural y de la calidad de la democracia liberal, estriba en la respuesta de los agentes sociales y en la firmeza del retorno de la sociedad civil, que no es sino la expresión del grado de su capacidad de autorresponsabilidad y autogobierno. Y de esto justamente depende la realización de la utopía de una comunidad de individuos libres». Estas palabras me parecen extraordinariamente importantes: el grado de autorresponsabilidad y autogobierno.

Decía en la Introducción que a mi llegada a la presidencia de Banesto mantenía intactas todas mis inquietudes intelectuales, que se correspondían con un desconocimiento del funcionamiento real de los mecanismos de poder en el seno de la sociedad española. En los años en los que he ejercido la presidencia de Banesto he reflexionado de forma progresiva acerca de esta idea: la construcción de una nueva clase que detenta el poder del Estado sin conexión directa con la sociedad. Era algo que penetraba poco a poco en mi esquema mental, fruto de la experiencia que proporciona el haber participado de un poder económico que, por razones que no hacen al caso, tenía, además, una presencia en «lo público» muy significativa.

¿Puede hablarse técnicamente de la aparición de la clase política en el seno de la sociedad española? Desde luego es una expresión al uso y por ello la utilizo. Pero, ante todo, me parece claro que el atributo de «clase» implica un cierto tinte de corte endogámico. ¿Existe tal endogamia entre los políticos actuales?

«ACUSACIONES» SOBRE MI DESEO DE DEDICARME A LA POLÍTICA

Razonemos. Es posible que el lector sepa que se me acusaba de querer dedicarme a la política. ¿Quién efectuaba las acusaciones? Si fueran los accionistas de Banesto, el asunto tendría cierto sentido puesto que podrían razonar que quien ostenta la presidencia de un banco tiene perfecto derecho, si quiere, a dedicarse a la política, pero para ello debe abandonar la máxima responsabilidad de esa institución financiera. No estoy absolutamente de acuerdo con esta idea, pero admitámosla por el momento. De la misma manera, los empleados de la institución financiera de que se trate podrían pensar de idéntica forma. Pero lo cierto es que nunca recibí esa acusación ni de los accionistas de Banesto ni de sus empleados.

Eran los políticos quienes me «acusaban» de querer dedicarme a la política. Observe el lector: la palabra «acusación» tiene, obviamente, un tinte negativo. Se «acusa» a alguien de querer hacer algo peyorativo, negativo. Por tanto, ¿no es extraño que sea un «político» quien me «acuse» de querer dedicarme a la «política»? ¿Tiene sentido que alguien «acuse» a otro de intentar dedicarse, precisamente, a lo que constituye el oficio del «acusador»? Yo, sinceramente, creo que no. Lo que ocurre es que detrás de esa «acusación» se localiza el primero de los síntomas de la pretensión endogámica de los políticos.

El razonamiento es del siguiente tenor: que cada uno se dedique a su oficio. Por tanto, nosotros, los políticos, al nuestro. Pero que nadie intente venir a formar parte de nuestro «gremio», puesto que eso es una pretensión ilegítima y si alguien se atreve le «acusaremos» de intentar hacerlo. El planteamiento gremial no puede ser más claro. En la Edad Media, los «gremios» eran los que atribuían a un sujeto la posibilidad de ejercer el oficio de que se tratara. En la Edad Contemporánea, en los confines del siglo
XX
, después de dos revoluciones como las descritas, los «políticos» parecen querer implantar una estructura gremial de tal manera que ellos son quienes atribuyen a una persona el derecho y la posibilidad de dedicarse a la política. Claro, que como toda generalización, esta afirmación es excesiva. Es seguro que muchos políticos no participan de esta pretensión de endogamia, pero la imagen que se transmite al exterior puede quedar distorsionada por el comportamiento de algunos.

Pero, al margen de ese tono acusatorio, ¿existía o no en mí una voluntad de dedicarme a la política? Durante años, tomando como inicio el momento en que accedí a la presidencia de Banesto, ha sido una constante de los comentaristas afirmar que en el fondo de todos mis movimientos se escondía una finalidad ulterior: dedicarme a la política. He dejado constancia en páginas anteriores de cómo el Seminario de Moscú, la reunión en el Vaticano sobre «Ética y capitalismo», mi viaje a Israel acerca de la Conferencia de Paz y muchos otros ejemplos que podían ser reproducidos ahora se interpretaban siempre en clave de ulteriores finalidades políticas. De nada servían mis desmentidos, repetidos en distintas ocasiones. Al contrario, cada vez que los formulaba comprendía que, en el fondo, solo servían para acentuar la afirmación de que iba a entrar en política. Creo que, incluso en la sociedad, eran muchas las personas que manifestaban su convicción al respecto.

Obviamente, no me parece oportuno desvelar quiénes y en cuántas ocasiones me insistieron en este punto. Se trata de personas que están actualmente ocupando puestos importantes, en la sociedad y en la propia clase política, y, por tanto, es obligada la discreción al respecto, sobre todo en los momentos actuales. Lo que sí es cierto es que, en muchas ocasiones, personas muy destacadas de la sociedad española —en su sentido más amplio— razonaron conmigo acerca de lo ineludible de mi conversión en político.

Yo entendía esta situación como una manifestación de esa tradición autoritaria a la que tantas veces me he referido: dado que la «política» es superior a cualquier otra actividad, dado que el poder político es el único poder real, parecía obvio que mis «ambiciones» no podían detenerse en un banco, sino que tenían que ir más allá, y este «más allá» solo podía ser el ejercicio de la política. La teoría de que un día u otro el «banco se me quedaría pequeño» estaba generalizada en muchos de los protagonistas de la sociedad española.

Pero, independientemente de lo anterior, lo cierto es que el problema no solo venía de mis actividades, de mis pronunciamientos sobre política económica o sobre cualquier otro tema de interés general para la sociedad española. El problema radicaba en el convencimiento, extendido entre la «clase dominante», de que en el Partido Popular no había una verdadera alternativa. Es decir, una especie de sensación de vacío ha dominado el mapa político en estos años en los que he ejercido la presidencia de Banesto. Por ello, ante ese convencimiento, recibía proposiciones desde muchos ángulos —alguno de los cuales sorprendería al lector— apelando a la «necesidad» de «dar el paso», de saltar a la política. Insisto en que no quiero dar nombres porque sería violar el principio de la discreción. Si estas páginas hubieran visto la luz dentro de algunos años, cuando los protagonistas de la sociedad española hubieran cambiado, no tendría reparo en hacerlo. Pero en estos momentos no me parece correcto.

De lo que sí estoy seguro es de que esta convicción existía en determinadas personas de la cúpula directiva del Partido Popular. No quiero decir que motivara preocupación, pero sí, al menos, atención. Son muchas las personas que me han transmitido datos acerca de esta situación que iba degenerando, poco a poco, en un cierto grado de hostilidad que, en mi opinión, no estaba en absoluto justificado. Y en el tercer trimestre de 1993 las presiones habían aumentado de una forma muy considerable.

El origen radica en el fracaso del Partido Popular en las elecciones del 6 de junio de 1993. No desvelo ningún secreto si digo que en determinadas cúpulas financieras y en algunos sectores del empresariado español se daba por descontada la victoria del Partido Popular. También en algunos medios periodísticos. Y era lógico. En la situación de crisis económica, con un Partido Socialista dividido, con el coste que supuso el asunto Filesa, se daban las condiciones óptimas para un triunfo electoral. Incluso el desastre sufrido por los socialistas franceses debería haber tenido algún efecto simpático en nuestro país. Recuerdo que en un solemne acto público poco antes de las elecciones, uno de los dirigentes del Partido Popular —cuya capacidad personal me parece de lo mejor de dicho partido— me comentó que tenían necesidad de ganar, puesto que de otra manera deberían abandonar la dirección del partido.

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