Los seres humanos han invadido las profundidades. En 1949 un batiscafo —buque capaz de maniobrar muy por debajo de la superficie de los océanos—, ya había penetrado 1,4 Km por debajo de la superficie del océano.
El 14 de enero de 1960, sin embargo, Jacques Piccard y Don Walsh llevaron un batiscafo hasta el fondo de la Fosa de las Marianas, sumergiéndose 11 kilómetros por debajo de la superficie del océano hasta la parte más profunda de la sima.
En 1949, como había ocurrido a través de toda la historia humana, los terrestres sólo podían ver una cara de la Luna, un lado que carecía de aire, de agua, que no sufría cambios y estaba lleno de cráteres.
Podíamos soñar, sin embargo, acerca del otro lado oculto. Tal vez, por alguna razón, era algo menos prohibido. Aunque no hubiera, en general, ¿podían existir suficientes cantidades de agua y de aire en la sombra de los cráteres o debajo de la superficie de la Luna, en el otro lado, que sirviesen como soporte a una vida primitiva? Se habían aprovechado esas nociones en algunos ocasionales relatos de ciencia ficción.
Sin embargo, en 1959, una sonda, «Luna 3», envió, por primera vez, fotografías de la cara oculta de la Luna. Otras sondas efectuaron lo mismo. Llegado el momento, unas sondas que orbitaron la Luna enviaron fotografías detalladas de cada parte del astro, y se pudo efectuar un mapa de nuestro satélite tan detallado como pudieran serlo los de la Tierra.
De este modo, se descubrió que la parte oculta de la Luna era, exactamente, igual que la cara visible: carecía de aire, de agua, de actividad y estaba llena de cráteres. La única diferencia radicaba en que la otra cara de la Luna, al igual que Mercurio, no poseía los «maria» que aparecen en el lado visible de la Luna.
El 20 de julio de 1969, el primer pie humano pisó la Luna y, unos cuantos días después, las primeras rocas lunares fueron traídas a la Tierra. Se han aportado muchas más desde entonces, y la evidencia parece indicar que no sólo no existe agua en la Luna, sino que no ha parecido haberla desde los primeros días del Sistema solar.
En realidad, la Luna está sembrada de fragmentos vítreos, que parecen indicar que se ha visto expuesta en el pasado a un calor mucho mayor que al que se halla sometida hoy. Tal vez hubiera, originariamente, una órbita elíptica que le llevase mucho más cerca del Sol, en el perihelio, de lo que ocurre ahora, y quizá fue entonces capturada por la Tierra.
Si alguna vez se consiguen muestras de piedras de Mercurio, será interesante compararlas con las que poseemos procedentes de la Luna.
En 1949 aún era posible creer que Marte estaba cubierto por una intrincada red de canales, que demostrasen la presencia no sólo de vida, sino de una vida inteligente y de una elevada, aunque decadente, civilización. En realidad, esto se había convertido, virtualmente, en un dogma de la ficción científica.
En realidad, Marte era más pequeño que la Tierra, tenía una atmósfera más tenue y una cantidad mucho menor de agua, y era mucho más frío, pero poseía un día de una duración igual a los muertos, y un eje inclinado como el terrestre, por lo que tiene unas estaciones parecidas a las de la Tierra, apareciendo, además, unos visibles casquetes de hielo.
La primera grieta en esta descripción se produjo el 14 de julio de 1965, cuando la sonda «Mariner 4» pasó ante Marte y mandó veinte fotografías del planeta.
No aparecían canales. Lo que mostraban era más bien cráteres, con un gran parecido a los de la Luna, y el estado de su edad aparente mostraba que se había producido una pequeña erosión, y que, de todos modos, no parecía haber mucho aire o agua en Marte.
En 1967, los «Mariner» 6 y 7 pasaron ante Marte y mostraron que la atmósfera era más tenue, más seca y más fría incluso que las más pesimistas estimaciones previas al envío de las sondas. Posiblemente, no podía existir ninguna forma de vida avanzada en Marte, y mucho menos una vida inteligente con gran habilidad para la ingeniería. Los canales vistos por unos cuantos astrónomos eran, aparentemente, ilusiones ópticas.
En 1971, la sonda «Mariner 9» entró en órbita alrededor de Marte, y toda la superficie marciana pudo fotografiarse con detalle. Aunque no existían canales, había unos enormes volcanes; uno de ellos, el Monte Olimpo, era mucho mayor que cualquier otro de la Tierra. Otra observación fue la de Valles Marineris, un cañón que dejó tan pequeño el Gran Cañón del Colorado terrestre, que lo convirtió en la incisión producida por un mondadientes. También existían ciertas señales que tenían exactamente el aspecto de lechos secos de ríos.
Por lo menos, parecía haber cierta vida geológica en Marte. ¿Habría también vida biológica? ¿Aunque sólo fuese microscópica?
En 1976, las sondas «Viking» 1 y 2 aterrizaron con suavidad en la superficie marciana e hicieron pruebas con el suelo en busca de vida microscópica. Los resultados fueron similares a los que se hubiesen esperado de haber vida presente, pero no se halló absolutamente nada respecto de cómo detectar compuestos orgánicos.
Mis relatos
David Starr: Space Ranger
y
The Martian way
quedaron, en parte, anticuados a causa de todos estos descubrimientos.
En 1949 los satélites marcianos formaban unos apagados puntitos de luz y nada más. Eran pequeños, pero eso era todo cuanto podíamos decir.
Algunas de las últimas sondas a Marte tomaron las primeras fotografías de cerca de los satélites. Constituían unos cuerpos irregulares que tenían aspecto de patata, incluso con ojos. El diámetro mayor era de 28 Km para Fobos, y 16 Km para Deimos. Ambos se hallaban completamente cubiertos de cráteres. Fobos presentaba, además, estriaciones, y Deimos tenía sus cráteres sepultados en polvo.
Los satélites eran oscuros mientras que Marte era rojizo. Muy probablemente, Fobos y Deimos constituían unos asteroides capturados de la clase denominada «condritas carbonáceas». Los mismos contienen grandes cantidades de agua y compuestos orgánicos, por lo que los pequeños satélites de Marte pueden demostrar ser de mayor interés, una vez se llegue a ellos, de la misma superficie de Marte.
En 1949, los asteroides se consideraban confinados, en su inmensa mayoría, al cinturón de asteroides, y constituía un dogma de la ciencia ficción que la región estaba sembrada de restos y que resultaba, virtualmente, infranqueable. Mi primer relato publicado,
Marooned off Vesta,
trataba de una nave que se había destrozado en el cinturón de asteroides, tras una colisión con los restos planetarios.
Naturalmente, existían ocasionales excepciones. Unos cuantos asteroides (que «rozaban la Tierra») llegaban tan cerca como hasta Marte y, en 1948, se había descubierto Ícaro. Se aproximaba más al Sol que el mismo Mercurio. Asimismo, por lo menos se sabía que un asteroide, Hidalgo, retrocedía hasta tan lejos como la órbita de Saturno.
En el transcurso de los siguientes treinta años, no obstante, se descubrieron muchos más asteroide s que penetraban en las regiones interiores del Sistema planetario. Toda una clase de «objetos Apolo» se sabe hoy que se aproximan más al Sol que Venus y, en 1978, se descubrió un asteroide con una órbita que, en cada punto, está más cercano al Sol que la órbita de la Tierra.
En 1977, Charles Kowall, al estudiar placas fotográficas en busca de distantes cometas, halló un objeto que parecía moverse de una forma inusualmente lenta para un asteroide. Descubrió que era un objeto del tamaño de un asteroide, pero con una órbita que, en su punto más cercano, se hallaba tan alejada del Sol como Saturno, y que, en su lugar más alejado, se retiraba a la distancia de la órbita de Urano. Le llamó Quirón.
Resulta claro que los asteroides tienen una forma de penetrar más en el Sistema solar de lo que se había pensado en 1949. Además, el cinturón de asteroides en sí era menos peligroso de lo que se creía. Las sondas han pasado a través de ellos sin ningún problema y sin señales de una desacostumbrada concentración de materia.
En 1949 se sabía que Júpiter era un gigante que tenía fajas de colores, desde el naranja al castaño, y que poseía impurezas de amoníaco y de metano en una atmósfera formada, principalmente, por hidrógeno y helio. No se conocía nada más que esto acerca de su constitución.
En los relatos de ciencia ficción, se suponía que, bajo una profunda y densa atmósfera, existía una superficie sólida. Yo me aproveché de esta creencia para mi relato
Victory unintentional.
En 1955 se detectó una radiación activa de microondas en Júpiter y, el 3 de diciembre de 1973, una sonda, «Pioneer 10», pasó rozando la superficie de Júpiter. Descubrió que este planeta poseía una magnetosfera (cinturón de partículas cargadas eléctricamente en el exterior de su atmósfera), que era, a un tiempo, más voluminosa y más densamente cargada de lo que ocurre en la Tierra.
La magnetosfera resultaba mortífera, y lo suficientemente grande como para envolver a los mayores satélites de Júpiter, que no podían alcanzarse más que por medio de sondas sin tripulación humana.
Además, parecía que cabía dejar de lado el presumir que existía un núcleo sólido. Júpiter sería, esencialmente, una bola de hidrógeno líquido al rojo, con un centro que podía hallarse comprimido en forma de sólido «hidrógeno metálico».
El 5 de marzo de 1979 la sonda «Voyager 1» realizó una aproximación considerable a Júpiter y mandó unas fotografías que mostraban una increíble actividad: una atmósfera hirviente y retorcida en unas inimaginables tormentas: Una fotografía muestra lo que parece ser un tenue anillo de restos que rodean a Júpiter.
En 1949 los cuatro satélites mayores de Júpiter, Ío, Europa, Ganímedes y Calisto, sólo se conocían como unos puntitos de luz. Sus tamaños se estimaban de la forma siguiente: Ío del tamaño de la Luna, Europa un poco más pequeño, Ganímedes y Calisto considerablemente mayores. No se conocía nada acerca de sus superficies, aunque se suponía que eran pequeñas versiones de Marte. En ciencia ficción, la vida se situaba, con frecuencia, en sus superficies. Yo lo hice así en algunos relatos, como
The Callistan menace
y
Christmas on Ganymede.
Una vez se descubrieron los cráteres de Mercurio y de Marte, comenzó a darse por supuesto que los satélites de Júpiter eran también cuerpos sin aire, sin vida y sembrados de cráteres.
La sonda «Voyager 1» tomó las primeras buenas fotografías de los satélites. Ganímedes y Calisto estaban también llenos de cráteres. Éstos resultaban someros, puesto que dichos satélites se hallaban formados, en su mayor parte, por hielo, y la superficie no poseía la suficiente dureza mecánica para mantener unos cráteres de altas paredes y profundidades centrales.
La gran sorpresa radicó en que Ío y Europa carecían de cráteres.
Europa parecía estar marcado por unas fisuras alargadas y rectas, algo parecido a los canales marcianos como portadores de vida, excepto que, probablemente, se trataba de unas incisiones en la corteza helada. El hielo, presumiblemente, rellena y tapa los cráteres que se formen.
La auténtica sorpresa la constituyó Ío. Las fotos de Ío mostraban que existían volcanes en actividad, que expelían hacia arriba nubes de polvo y de gases. La superficie del satélite debía de estar constituida por capas de lava sulfúrica, lo cual explicaría su color rojizo-amarillento y la neblina de sodio alrededor y a través de su órbita. Era esta lava la que llenaba y borraba todos los cráteres que se formaban.
Un pequeño satélite, Amaltea, se encuentra en el interior de la órbita de Ío. Es alargado, con su prolongado eje señalando hacia Júpiter, como si unos efectos de marea pudiesen separarlo. El anillo de Júpiter se encuentra dentro de la órbita de Amaltea.
En 1949 sólo se conocían pequeños satélites que rodeaban a Júpiter más allá de la órbita de Calisto. Desde entonces, su número ha aumentado hasta ocho, posiblemente incluso nueve.
Las sondas no han llegado aún a Saturno, por lo que nuestros conocimientos del planeta son, aproximadamente, los mismos que en 1949, excepto que podemos suponer que lo que hemos aprendido acerca de Júpiter es también valedero para Saturno.
[17]
En 1949 el número de satélites conocidos que rodeaban a Saturno era de nueve, como había sucedido ya durante medio siglo. En 1967, sin embargo, Audouin Dolfuss descubrió un décimo satélite, al que llamó Jano. Gira en torno de Saturno de una forma más cercana que cualquier otro satélite, y su órbita se halla, exactamente, fuera de los magníficos anillos de Saturno. (Yo no mencioné a Jano, como es natural, en mi libro
Lucky Starr and the Rings of Saturn.
[18]
No se han efectuado asombrosos descubrimientos en el mismo Urano desde 1949, pero, en 1977, James L. Elliot y otros, que estaban investigando un ocultamiento de una estrella por ese planeta, descubrieron que la estrella llevaba a cabo una pauta de apagamiento e iluminaciones antes de que el borde de Urano se moviese delante de la estrella, y la misma pauta a la inversa, una vez que el borde opuesto de Urano hubiese pasado más allá.
Aparentemente, Urano tenía anillos, unos anillos más tenues y oscuros, no visibles a la inspección ordinaria dada la gran distancia a que se encuentra el planeta. Esto, y el incluso aún más reciente descubrimiento de un anillo en torno de Júpiter, hace parecer ahora que los planetas con anillos pueden ser algo corriente, y que cualquier gran planeta muy alejado de su estrella debe tenerlos. La cosa más notable respecto de Saturno no es que posea anillos, sino que sean tan voluminosos y brillantes.
Nada significativo ha llegado a nuestro conocimiento acerca de Neptuno, más allá de lo conocido en 1949.
En 1949 Plutón era conocido sólo como un puntito de luz. Se pensaba que pudiera ser tan grande y macizo como la propia Tierra.
En 1955, a partir de unas pequeñas pero regulares iluminaciones y apagamientos, se descubrió que tenía un período de rotación de 6,4 días terrestres. No obstante, la estimación acerca de su tamaño disminuyó hasta que, en los años 1970, se ha hallado a pensar que posee el tamaño y la masa de Marte.
El 22 de junio de 1978, W. Christy, al examinar fotografías de Plutón, se percató de un abultamiento visible en un lado. Volvió a examinar otras fotografías y, finalmente, decidió que Plutón tenía un satélite, al que llamó Caronte. Plutón y Caronte giraban uno en torno del otro en 6,4 días, cada uno de ellos presentando sólo una cara al otro.