El Sol brilla luminoso (15 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Divulgación científica

Naturalmente, un aumento de 0,01 de segundo por año es muy grande en comparación con lo que, realmente, ocurre. A la actual proporción en que se incrementa el día terrestre, el error acumulado, en el transcurso de un centenar de años, es sólo de treinta y tres segundos, y esto no es suficiente para servir de ayuda. Ello significa que debemos emplear unos intervalos de tiempo mayores.

Consideremos ese eclipse de Sol que tiene lugar. No sucede una vez al año al segundo, sino que ocurre de una forma en que, si damos por sentado que la duración del día es constante, podemos calcular hacia atrás y decidir, exactamente, cuándo un eclipse tuvo lugar a lo largo de cierto recorrido de la superficie de la Tierra en, digamos, el año 585 a.C.

Si la duración del día no es constante, entonces el eclipse ocurrirá a una hora diferente, y el error acumulado, no en un siglo sino en veinticinco siglos, será lo suficientemente amplio como para ser detectado.

Puede argüirse que los pueblos antiguos tenían, únicamente, métodos muy primitivos para medir el tiempo, y que su concepto global de la medición del tiempo era diferente de la nuestra. Por ello, sería arriesgado reducirlo todo a lo que cuentan respecto del momento de los eclipses.

No obstante, no es sólo el tiempo lo que cuenta. Un eclipse del Sol puede ser visto, únicamente, desde una pequeña zona de la Tierra, señalada por una línea tal vez de 160 Km de longitud todo lo más. Si, por ejemplo, un eclipse tuvo lugar sólo una hora después del tiempo calculado, la Tierra giraría en ese intervalo 40°, el eclipse sería visto 1.200 Km más lejos al Oeste de lo que nuestros cálculos habrían indicado.

Aunque no creamos por completo en lo que los pueblos antiguos pudieran decir acerca del momento de un eclipse, podemos estar seguros de que dieron noticia del
lugar
del eclipse, y que eso nos dirá lo que queremos saber. A través de sus informes, conocemos la cantidad de error acumulado y, a partir de ello, la proporción de retraso del día. Ésa es la forma en que sabemos que el día terrestre está aumentando a la proporción de un segundo cada 62.500 años; y decrece en esa proporción, si imaginamos el tiempo calculado hacia atrás y contemplando al pasado.

El determinar los errores acumulados es una forma de medir la proporción de retraso del día. Sería más interesante, no obstante, proceder de una forma más directa y medir la actual duración de un día antiguo, y mostrar así que tenía menos de veinticuatro horas.

¿Cómo hacerlo, de todos modos? En un cambio de 0,0016 de segundo por siglo (aumentando a medida que nos dirigimos hacia el futuro, decreciendo a medida que retrocedemos en el pasado), nos llevaría mucho tiempo encontrar un día con una diferencia en duración mostrada por una medición directa.

El día es ahora, exactamente, de veinticuatro horas de duración, u 86.400 segundos. En la época en que se construyó la Gran Pirámide, hace unos cuarenta y cinco siglos, el día duraba 86.399,93 segundos. No hay forma de saberlo por medio de una evidencia directa, es decir que los faraones estaban viviendo en unos días que eran 7/100 de segundo más cortos que los actuales. En lo que se refiere a la medición de los días de los tiempos prehistóricos, ello quedaría, ciertamente, fuera de la cuestión.

Y, sin embargo, no es así. Puede hacerse. No son sólo los seres humanos los que guardan registros, sino que son, únicamente, los que lo hacen de una forma deliberada.

Los corales, aparentemente, crecen más de prisa en verano que en invierno. Sus esqueletos alternan regiones de crecimiento más rápido y más lento, y, por ello, muestran unas marcas anuales que pueden contarse. También crecen más de prisa por el día que por la noche, y forman menores marcas diarias que se sobreponen a las más grandes anuales. Naturalmente, forman unas 365 ondulaciones en un año.

Imaginemos ahora que retrocedemos en el tiempo, y estudiemos los corales de la forma en que lo hacemos. La duración del año seguiría incambiable a medida que retrocediésemos hacia el pasado. (Existen factores que originarían el cambio, pero los mismos son mucho más pequeños que las variaciones en la duración del día, de tal modo que no cometeremos ningún error serio si consideramos la duración del año como constante.) La duración de los días se iría haciendo cada vez menor, sin embargo, y habría, pues, días más cortos en el año. Eso significa que los corales deberían mostrar más marcas diarias sobrepuestas a la marca anual.

Dando por sentado un acortamiento del día de, por ejemplo, 0,0016 de segundo por siglo, a medida que retrocedemos en el tiempo, y dando por supuesto que esa proporción sea constante, el día debería tener 6.400 segundos (1,78 horas) menos hace 400 millones de años respecto de la duración actual. El día en ese período habría sido, pues, de 22,22 horas de duración, y en aquella época habría habido 394,5 de tales días en un año.

En 1963, el paleontólogo norteamericano John West Wells, de la Universidad de Cornell, estudió ciertos corales fósiles del Devónico medio, fósiles que se estimó que tenían unos 400 millones de años de antigüedad.

Dichos fósiles mostraban unas 400 marcas por año, lo cual indicaba que el día era de 21,9 horas de duración. Teniendo en cuenta la natural incertidumbre en la edad de los fósiles, se trata de una estimación bastante aceptable.
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A continuación, divirtámonos un poco planteando otra pregunta. La Tierra llegó a su actual forma, más o menos, hace unos 4,6 mil millones de años. Teniendo esto en cuenta, a medida que retrocedemos en el pasado, el día se acorta en una proporción constante de 0,0016 de segundo cada siglo. En ese caso, ¿qué duración tenía el día cuando la Tierra se formó por vez primera?

Bajo las mencionadas condiciones, el día original era de 73.600 segundos (o 20,4 horas) más breve que en la actualidad. En otras palabras, el día original, cuando la Tierra estaba recién formada, tenía 3,6 horas de duración.

¿Verdad que esto suena absolutamente imposible?
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En ese caso, compararemos la Tierra con Júpiter. Júpiter tiene 318 veces la masa de la Tierra, y esta masa es, en promedio, considerablemente más rápida en el eje de rotación, dado que Júpiter es un cuerpo mayor. Ambos factores contribuyen a una más importante inercia angular de rotación para Júpiter, unas 70.000 veces mayor que la de la Tierra.

Además, Júpiter tiene cuatro satélites, dos de los cuales, de forma clara, poseen una masa mayor que nuestra Luna. Cada uno de ellos ejerce un efecto de mareas sobre Júpiter, que se incrementa por el hecho de que el mayor diámetro de Júpiter produce una superior caída del empuje gravitatorio.

Haciendo unos rápidos cálculos, que tomen en consideración la masa y la distancia de los satélites mayores de Júpiter, así como el diámetro de Júpiter en comparación con el de la Tierra, opino que el efecto de las mareas de los cuatro satélites sobre Júpiter es unas 1.800 veces mayor que el de la Luna sobre la Tierra.

Y, sin embargo, considerando la enorme inercia angular de Júpiter, opino también que el efecto retardador de los satélites sobre la rotación de Júpiter, y el consiguiente acortamiento de su día, es sólo una cuadragésima parte del efecto de retardo de la Luna sobre la Tierra.

Consiguiente mente, en los 4,6 miles de millones de años transcurridos desde la formación del Sistema solar, el día de Júpiter se ha retardado sólo 30 minutos, o 0,5 horas. Dado que el día de Júpiter es ahora de 9,92 horas de duración, debió tener 9,42 horas en el momento de la formación del planeta.

Aún así, el día terrestre en la época de la formación fue sólo de 3,6 horas de duración, según mis cálculos, es decir, sólo dos quintos del día de Júpiter en el momento de su constitución. ¿Es esto razonable?

No olvidemos la diferencia de tamaño entre los planetas. La circunferencia de Júpiter es de 449.000 Km, mientras que la de la Tierra es de 40.077. Si Júpiter giraba en 9,42 horas al principio, un objeto en su ecuador se movería a una velocidad de 13,25 Km/s. Si la Tierra daba la vuelta en 3,6 horas en el inicio, un objeto en su ecuador se movería a una velocidad de 3,1 Km/s.

Como ven, en términos de velocidad ecuatorial, la Tierra tendría un giro de menos de una cuarta parte respecto del Júpiter primitivo. En realidad, la Tierra primitiva giraría, por lo menos, a una cuarta parte con relación a Júpiter.

La Tierra no giraría tan rápidamente al principio, pues existía el peligro de que se hiciese pedazos. La velocidad de escape de la Tierra es de 11,3 Km/s. La Tierra hubiera tenido que girar en, aproximadamente, una hora para que su velocidad ecuatorial alcanzase dicha velocidad de escape.

Así, pues, la Tierra nació girando muy de prisa, y se ha debido a la influencia de las mareas de la Luna el que ahora la duración de un día de nuestro viaje, de amanecer a amanecer, sea casi siete veces mayor respecto a la velocidad originaria.

Supongamos que consideramos a continuación la Luna. La velocidad para salirse de la Luna es de 2,4 Km/s. ¿Cuán de prisa tendría que girar la Luna a fin de que los objetos en su ecuador alcanzasen una velocidad de escape y saliesen volando?

La circunferencia de la Luna es de 10.920 Km, y efectuaría una revolución completa en 1,26 horas antes de que comenzase a perder material en el ecuador. Supongamos, sólo para divertimos, que cuando se formó, hace 4,6 mil millones de años, giraba con un índice de rotación sólo un poco por encima de las 1,26 horas, lo suficiente para mantenerse unida.

Imaginemos asimismo que la Luna estuviese entonces ubicaba donde se encuentra ahora, y que se viese sujeta a la influencia de las mareas por parte de la Tierra.

La Tierra tiene ochenta y una veces la masa de la Luna, por lo que, a igualdad de las demás condiciones, poseería una fuerza productora de mareas ochenta y una veces superior. Sin embargo, la Luna es menor en tamaño que la Tierra, y por ello posee un impulso gravitacional más pequeño dada su menor anchura. Esto tiende a hacer negativas alguna de las ventajas de la masa de la Tierra. Incluso así, los efectos de mareas de la Tierra sobre la Luna, son 32,5 veces mayores que los de la Luna sobre la Tierra.

Además, el almacenamiento de inercia angular de la Luna (si girase en 1,26 horas), sería sólo una trigésimo tercera parte de la cantidad poseída por la Tierra en ese mismo instante. Por consiguiente, opino que la Luna se estaría retardando en una proporción 1.000 veces superior que la de la Tierra exactamente en este instante. Esto daría un retardo con un índice anual de 0,016 de segundo.

El actual período sideral de rotación de la Luna es de 27,32 días, o 2.360.450 segundos; y si la rotación primordial hubiese sido de 1,26 horas, esto daría un total de 4.536 segundos. Tomando desde el período posterior al más al más antiguo, con un índice de incremento de 0,016 de segundo anual (que es el que doy por sentado que se mantendría constante de un año a otro), se necesitarían 150 millones de años, es decir sólo una trigésima parte de la duración vital de la Luna.

En otras palabras, mientras transcurrió el tiempo geológico, el período de rotación de la Luna se ha retardado con rapidez hasta su valor presente.

¿Por qué su rotación continuó disminuyendo, para que ahora su período de rotación fuese mucho más extenso que el de 27,32 días?

Pues bien, la magia de los 27,32 días es que resulta exactamente igual a la duración del tiempo que emplea la Luna en girar en torno de la Tierra, y dado que la Luna rotase y girase en la misma duración de tiempo, en ese caso siempre presenta la misma cara a la Tierra, por lo que los abultamientos de la marea se hallan congelados en su lugar, con uno directamente enfrentando a la Tierra y el otro encarado en la dirección opuesta. La Luna ya no giraría a través de los abultamientos, y por lo tanto ya no habría un más prolongado efecto retardador de las mareas a causa de la acción de la Tierra sobre el mismo. Una vez alcanza un período de rotación igual a su período de revolución, queda «encallado» gravitacionalmente, y su período de rotación ya no cambia, excepto por otras causas que actúan con mayor lentitud.

Como pueden ver, el efecto gravitacional funciona para bloquear a cualquier cuerpo pequeño que gire en torno de otro cuerpo mayor, puesto que el cuerpo menor no es demasiado pequeño (cuanto menor sea el cuerpo, más pequeño el efecto de las mareas sobre el mismo), dado que no se encuentra lo suficientemente alejado del cuerpo mayor (los efectos de las mareas decrecen según el cubo de la distancia que los separa).

En la actualidad, sabemos que los dos satélites de Marte están gravitacionalmente trabados, y que presentan sólo un lado hacia Marte, y estamos completamente seguros de que ello es también cierto respecto de los cinco satélites más cercanos a Júpiter.

Antaño se creía que Mercurio estaba, gravitacionalmente, trabado respecto del Sol, y que presentaba sólo una cara a su luminaria. Sin embargo, el efecto de las mareas sobre Mercurio es sólo, aproximadamente, una novena parte que el de la Luna y, al parecer, no es lo suficiente para cumplir dicha tarea (a causa de la inusualmente órbita elíptica de Mercurio aumentan tal vez las dificultades). En cualquier caso, Mercurio gira en sólo las dos terceras partes del período de su revolución.

Esto es también una forma de trabamiento gravitacional y se consigue cierta estabilidad. La rotación equivale a las dos terceras partes de la revolución, y no es tan estable como la revolución, pero el efecto de las mareas del Sol, aparentemente, no es lo suficientemente grande para trabar a Mercurio desde su menor nivel de estabilidad a otro mayor.

Pero ahora quiero volver a la pregunta de cuál es la disminución de la inercia angular de rotación de la Tierra y de la Luna, cada una de las cuales retarda la rotación de la otra. Esta inercia angular debe de ser transferida… Pero, ¿adónde?

Este asunto será tratado en el capítulo siguiente.

IX. LA INCONSTANTE LUNA

Cuando yo tenía veinte años me enamoré por vez primera. Constituyó el amor de más camaradería, débil e inofensivo que puedan imaginar, pero sólo tenía veinte años y estaba más bien atrasado para mi edad.
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De cualquier forma, llevé al objeto de mi adoración al parque de atracciones, donde había toda clase de atrevidos artefactos, y me detuve delante de la montaña rusa.

Nunca había viajado en una montaña rusa, pero sabía, con exactitud, de qué se trataba…, en teoría. Había escuchado los agudos gritos de las muchachas, que llenaban el aire mientras el vehículo se abalanzaba hacia abajo, y el modo en que cada joven se aferraba, con calculada proximidad, al acompañante masculino que iba junto a ella, también había sido observado por mí.

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