El sol sangriento (27 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Hastur alzó una mano y dijo:

—Conozco de memoria esa vieja canción. Antes de tener minas, deben tener maquinaria; pero alguien debe extraer los materiales necesarios para hacer la maquinaria. No somos una civilización mecanizada, Valdrin…

—¡Cierto, y es una lástima!

—¿Es verdaderamente una lástima? El pueblo de Darkover está contento en sus granjas, en el campo y en las ciudades. Tenemos las industrias que necesitamos: lecherías, quesos, grano y tejidos. Se hace papel y cartón, se procesan nueces y cereales…

—¡Que se transportan a lomo de caballo!

—Y no tenemos hombres —agregó Hastur— que se esclavicen para construir caminos y mantenerlos en condiciones para el paso de monstruosos vehículos robot, que desarrollan velocidad como para romperte el cuello y que pudren nuestro aire limpio con sus combustibles químicos…

—Tenemos derecho a tener industrias y riqueza…

—¿Y fábricas? ¿Y riquezas ganadas obligando a los hombres a trabajar en condiciones inhumanas para construir cosas que los hombres no necesitan ni desean de verdad? ¿Y trabajo realizado por medio de máquinas automáticas, que no dejan a los hombres nada que hacer, salvo embotar sus sentidos con diversiones baratas y el trabajo de reparar las máquinas? ¿Y minas, y gente apiñada en las ciudades para construir y reparar esas máquinas, sin tiempo de cultivar ni preparar el alimento que necesitan? ¿Para que la alimentación se convierta en otra empresa monstruosa y los hijos de un hombre se conviertan en una desgracia en vez de en una dicha?

La voz de Valdrin sonó calmada y teñida de desprecio:

—Tú eres un romántico, señor, pero tu tendenciosa descripción no convencerá a esos hombres que quieren algo mejor que sufrir hambre en sus tierras cada año, para morir en un año malo. No puedes retenernos para siempre dentro de una cultura primitiva, señor.

—Entonces, ¿de verdad queréis convertiros en una réplica del Imperio terrano?

—No en eso —dijo Valdrin—. No en lo que piensas. Podemos tomar lo que necesitamos del sistema terrano sin corrompernos con él.

—Ésa es una ilusión —replicó Hastur, esbozando una sonrisa— que ha seducido a muchos pueblos y mundos, mi buen hombre. ¿Crees que podemos combatir a los terranos en su propio terreno? No, amigo. El mundo que acepta las cosas buenas del Imperio terrano —y no me engaño, sé que hay muchos— también debe aceptar lo malo que hay en él. Sin embargo, tal vez tengas razón. No podemos obstaculizar eternamente el camino y conservar a nuestro pueblo bueno y simple, una sociedad agrícola en una era interestelar. Es posible que tu acusación sea justa. Alguna vez fuimos más poderosos que ahora; es verdad que acabamos de emerger de una Edad Oscura. Pero no es verdad que debamos seguir el estilo de Terra. ¿Y si los antiguos poderes regresaran? ¿Y si el Comyn pudiera hacer otra vez todas las cosas que, según dice la leyenda, podía hacer antes? ¿Y si las fuentes de energía volvieran a estar disponibles, sin esa interminable búsqueda de combustibles, sin los males que azotaron nuestra tierra en los años anteriores al Pacto?

—¿Y si el asno de Durraman volara? —preguntó Valdrin—. Es un buen sueño, pero no ha existido una Celadora competente, por no hablar de un círculo plenamente cualificado, desde hace años.

—Pero existe ahora. —Hastur se volvió con un gesto—. Un círculo Comyn competente y dispuesto a demostrar sus poderes. Sólo pido esto: que te mantengas lejos de los terranos y de sus métodos deshumanizantes y ruinosos. ¡No aceptes que sus técnicos y sus ingenieros destruyan nuestras tierras! ¡Y si vamos a comerciar con Terra, hagámoslo como iguales, no como protegidos pobres a los que se ayuda a salir de la barbarie! Nuestro mundo es antiguo, más antiguo que los sueños de Terra y más orgulloso. ¡No nos avergüences de este modo!

Les había tocado el orgullo y el patriotismo. Kerwin vio que esto había prendido en los ojos de los miembros de la delegación, aunque Valdrin todavía parecía escéptico.

—¿El círculo de la Torre puede hacerlo?

—Podemos —dijo Rannirl—. Yo soy el técnico. Tenemos la habilidad y sabemos cómo usarla. ¿Qué es lo que necesitáis?

—Hemos estado tratando con un grupo de ingenieros terranos para que nos hagan una investigación de los recursos naturales de los Dominios —explicó Valdrin—. Nuestra mayor necesidad son los metales: estaño, cobre, plata, hierro, tungsteno. Después, combustibles, azufre, hidrocarbonos, productos químicos… Nos prometieron un inventario completo, localizar con sus equipos de reconocimiento todos los principales depósitos accesibles de recursos naturales para la minería…

Rannirl alzó una mano.

—Y descubrir al mismo tiempo dónde están —le espetó— ¡y desparramar por todo Darkover sus máquinas infernales, en vez de quedarse respetuosamente encerrados en sus Ciudades Comerciales!

—¡Yo lamento eso tanto como tú! —exclamó Valdrin—. No amo especialmente al Imperio, pero si la alternativa es volver a caer en el primitivismo…

—Hay otra alternativa —dijo Rannirl—. Nosotros podemos hacer esa investigación… y también la extracción de metales, si quieres. Y podemos hacerlo más rápido que los terranos.

Kerwin exhaló un suspiro profundo. Tendría que haberlo supuesto. Si un cristal matriz podía impulsar una aeronave, ¿cuáles serían los límites de su poder?

¡Dios, qué idea! Y que los ingenieros terranos se quedaran fuera de los Dominios…

Hasta ese momento, Kerwin no había advertido la intensidad de sus sentimientos al respecto. Volvieron a su mente los años pasados en Terra, las sucias ciudades industrializadas, los hombres que vivían para las maquinarias, su desconcierto cuando llegó a Thendara y descubrió que la Ciudad Comercial era tan sólo un rinconcito del Imperio. Con el apasionado amor que un exilado siente por su hogar, comprendió el sueño de Hastur: conservar Darkover tal como era, mantenerlo fuera del Imperio.

—Suena bien, señores —admitió Valdrin—, pero el Comyn no ha sido tan fuerte durante siglos, tal vez nunca… Mi tatarabuelo solía contar historias de edificios construidos por medio del poder de las matrices, de caminos que se abrían y de cosas por el estilo, ¡pero en mi época un hombre sólo consigue el hierro suficiente para herrar a su caballo!

—Suena bien, sí —dijo otro de los hombres—, pero creo que lo más probable es que el Comyn esté tratando de demorarnos hasta que los terranos pierdan interés y se marchen a otro lado. Creo que deberíamos hacer un acuerdo con los terranos.

—Lord Hastur —exigió Valdrin—, necesitamos algo más que vagas palabras acerca de los antiguos poderes del Comyn y de los círculos de Torre. ¿Cuánto tiempo les llevaría hacer ese reconocimiento para nosotros?

Rannirl miró a Hastur, como pidiéndole permiso para hablar.

—¿Cuánto tiempo les llevaría a los terranos? —preguntó.

—Nos han prometido hacerlo en medio año.

Rannirl miró a Elorie y a Kennard. Kerwin sintió que los tres compartían un intercambio del que él estaba excluido.

—Medio año, ¿eh? ¿Qué te parecerían cuarenta días? —ofreció Rannirl.

—Con una condición —intervino Auster apasionadamente—. ¡Que, si lo hacemos, abandonarás toda idea de pactar con los ingenieros terranos!

—Eso parece justo —habló Elorie por vez primera. Kerwin advirtió cómo se hacía silencio en la habitación ante la voz de la Celadora—. Si te probamos que podemos hacer más que los ingenieros terranos, ¿aceptarás la guía del Concejo? Nuestro único deseo es que Darkover continúe siendo Darkover, no una réplica del Imperio terrano… ¡ni una imitación de tercera categoría! Si tenemos éxito, aceptaréis que el Concejo del Comyn y Arilinn os guíen en todos los aspectos.

—Eso suena bastante justo, mi señora —dijo Valdrin—. Pero sólo lo será si funciona en ambos sentidos. Si no puedes cumplir, ¿aceptará el Concejo del Comyn retirar sus objeciones y nos permitirá tratar con los terranos sin interferencias?

—Yo sólo puedo hablar en nombre de Arilinn, no en el del Concejo del Comyn —respondió Elorie.

Hastur se puso de pie. Con su voz tranquila y sonora que solía llenar la cámara del Concejo, dijo:

—Por la palabra de un Hastur, así será.

Kerwin miró a Taniquel y vio la consternación reflejada en los ojos de la joven. La palabra de un Hastur era proverbial. Ahora todo estaba en sus manos. ¿Podrían hacer lo que Rannirl había asegurado, aquello por lo que Hastur había comprometido su palabra? Todo el futuro de Darkover, su dirección, dependía del éxito o el fracaso de ellos. Y ese éxito o fracaso dependía de él, de Jeff Kerwin, del «bárbaro de Elorie», ¡del miembro más reciente del círculo, del eslabón más débil de la cadena! Era una responsabilidad paralizante. Kerwin estaba aterrorizado por lo que implicaba.

Como las formalidades de la despedida eran interminables, Kerwin se marchó sigilosamente a mitad de ellas sin ser visto, recorrió el patio y traspuso una vez más la centelleante bruma del Velo.

Era una carga demasiado pesada de llevar que el éxito o el fracaso dependieran sólo de él. ¡Y él que había creído que tendría más tiempo para aprender! Recordó la agonía de los primeros contactos telepáticos y sintió un miedo horrible. Fue a su habitación y se echó sobre la cama, en silenciosa desesperación. ¡No era justo exigirle tanto, tan pronto! ¡Era demasiado pretender que todo el destino de Darkover, del Darkover que él conocía y amaba, dependiera de sus poderes apenas probados!

El espectral perfume que flotaba en la habitación se tornó más intenso; en un relámpago de remoto reconocimiento, penetró en un lugar cerrado de su memoria.

Cleindori. Mi madre, que rompió los votos hechos al Comyn por un terrano… ¿Debo pagar por su traición?

Un chispazo de algo —¿reconocimiento? ¿memoria?— flotaba en el límite de sus sentidos, una voz que decía
no fue traición…
No pudo identificar esa oscura puerta de la memoria, entreabierta, esa voz…

Un dolor cegador estalló en su cabeza y todo desapareció. Estaba en su cuarto, llorando de desesperación.

—¡Es demasiado! —exclamó—. No es justo que todo dependa de mí…

Escuchó las palabras resonando en su cabeza, como si rebotaran en las paredes, como si otro hubiera estado allí y hubiera exclamado esas palabras con la misma desesperación.

Hubo suaves pisadas y una voz que susurraba su nombre. Taniquel apareció a su lado, mientras la red del contacto telepático les aunaba. El rostro de la muchacha, ahora solemne y libre de picardía, estaba demacrado y lleno de pesar por él.

—Pero no es así, Jeff —susurró al fin la joven—. Confiamos en ti; todos confiamos en ti. Si fracasamos, no será sólo por tu culpa. ¿No lo sabías?

Su voz se quebró y ella se aferró a él, abrazándole. Kerwin, conmovido por una emoción nueva y violenta la estrechó contra sí. Cuando sus labios se fundieron, Kerwin supo que lo había estado deseando desde la primera vez que la vio, a través de la lluvia y el cierzo de la noche darkovana, a través del humo de una habitación terrana. Una mujer de su propio pueblo, la primera que lo había aceptado como uno de ellos.

—Jeff, te amamos. Si fracasamos, no será tu fracaso, sino el nuestro. No tendrás la culpa. Pero no fracasarás, Jeff. Sé que no.

Sus brazos le cobijaron, sus ideas se mezclaron, y la oleada de amor y deseo que experimentó Kerwin fue algo desconocido que jamás había imaginado.

Ésta no era una conquista fácil, no era una muchacha barata de los bares del espaciopuerto, que diera a su cuerpo alivio momentáneo dejando su corazón intacto. No era un encuentro que dejara en su memoria el regusto de la lujuria y la náusea de la soledad cuando sentía, como le ocurría a menudo, la vacuidad de la mujer con tanta profundidad como su propia desilusión.

Taniquel. Taniquel, que había estado más cerca de él que cualquier amante anterior desde aquel primer instante de contacto telepático entre ambos, desde su primer beso de aceptación. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta? Cerró los ojos para saborear mejor la cercanía, esa cercanía que era más intensa que el contacto de los labios o los brazos…

—Había sentido… —susurró Taniquel— tu soledad y tu necesidad, Jeff. Pero hasta ahora tuve miedo de compartirlas. Jeff, Jeff, he compartido tu dolor, déjame compartir también esto.

—Pero —protestó Kerwin con voz ronca—, ahora no tengo miedo. Tenía miedo solamente porque estaba solo.

—Ahora nunca más volverás a estar solo —dijo ella dando voz a los pensamientos de él y hundiéndose en sus brazos con una entrega tan absoluta que a Kerwin le pareció que nunca había conocido antes a una mujer.

10. EL ESTILO DE ARILINN

Si Kerwin había visualizado el reconocimiento planetario como algo hecho mágicamente, por medio de concentración en las matrices, un rápido proceso mental, muy pronto se le reveló hasta qué punto estaba errado. El verdadero trabajo telepático, le dijo Kennard, vendría más tarde; entre tanto había que hacer preparativos, y sólo los mismos telépatas de la Torre podían hacerlos.

Le explicaron que era casi imposible centrar el contacto telepático si el objeto o la sustancia en cuestión no había sido primero contactado telepáticamente por el telépata que debería utilizarlo. Kerwin había imaginado que los materiales serían recogidos por ajenos o subalternos; sin embargo, por ser el menos entrenado en el trabajo telepático con matrices, él mismo fue destinado a varias pequeñas tareas técnicas durante las etapas preliminares. Había aprendido algo de metalurgia en Terra; con la ayuda de Corus, localizaron muestras de los diversos metales y, trabajando luego en un laboratorio que a Jeff le recordaba la concepción histórica terrana de un cuarto de alquimista, los fundieron y los redujeron a pura forma por medio de técnicas primitivas pero sorprendentemente efectivas. Se preguntó qué demonios iban a hacer con esas muestras minúsculas de hierro, estaño, cobre, plomo, zinc y plata. Se confundió aún más cuando Corus empezó a hacer modelos moleculares de estos metales, cosas de jardín de infancia con pequeñas bolitas de arcilla en palitos, deteniéndose a veces para concentrarse en los metales y «explorar» la estructura atómica con su matriz. Enseguida aprendió Kerwin el truco; no era muy diferente de sus experimentos con el vidrio y la estructura cristalina.

Mientras tanto, Taniquel salía diariamente en la aeronave con Auster y Kennard, estudiaba grandes mapas y los cotejaba con meticulosidad con fotografías (tomadas con excelentes cámaras terranas) del terreno. A veces pasaban dos o tres días fuera.

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