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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El sol sangriento (40 page)

Jeff le tomó las manos.

—Olvidémonos del asunto. Es demasiado peligroso, Elorie. Ya he matado a una mujer. Puedo seguir viviendo sin saber nada de eso.

—No —dijo ella—. Creo que debemos saberlo. Ya ha habido demasiados misterios. Nadie sabe cómo murió Cleindori. Y Kennard que lo sabe ha jurado no decirlo. No creo que él la haya matado.

Kerwin la miró consternado:
eso
jamás se le había ocurrido.

—No. Apostaría mi vida por la honestidad de Kennard.

Y, pensó Kerwin, por el genuino afecto que sentía por ellos dos.

—Soy una Celadora entrenada; no hay peligro para mí. Y estoy tan ansiosa como tú por saber. Pero espera, dame
tu
matriz —agregó—. Era la de Cleindori. Empecemos con otra cosa. Dijiste que sólo tenías muy pocos recuerdos de antes del orfanato. Tratemos de volver a ellos.

Miró dentro de la matriz de Kerwin. Como siempre que se hallaba en manos de una Celadora, Jeff sólo sintió el leve entrelazamiento de la conciencia de Elorie con la suya. Cerró los ojos, recordando.

La luz de la matriz se hizo más brillante. Hubo colores, una bruma que se arremolinaba, un faro azul que brillaba en alguna parte, un edificio bajo deslumbrantemente blanco sobre la costa de un extraño lago que no era de agua, la sombra de un perfume y una voz grave y musical que cantaba una vieja canción. Kerwin supo, con un escalofrío de excitación, que esa voz era la voz de su madre, Cleindori, Dorilys de Arilinn, Celadora renegada, que cantaba una nana al niño que nunca debería haber nacido.

Envuelto en una capa de piel, iba a través de largos corredores en brazos de un hombre de resplandeciente pelo rojo. No era el rostro de Jefferson Kerwin, que le resultaba familiar por los retratos que había visto en Terra; Kerwin advirtió, en ese extraño rincón alienado de su mente que era su yo adulto, que estaba mirando el rostro de su padre.

¿Pero de quién soy hijo, entonces?

Vio brevemente, como un destello, el rostro de Kennard, más joven, sin arrugas, un rostro alegre y entusiasta.

Otras imágenes iban y venían: se vio jugando en un patio embaldosado entre plantas y arbustos florecidos, con dos niños más pequeños, parecidos como si fueran mellizos, salvo que uno tenía el pelo rojo de su casta, igual al de él, y el otro era pequeño, oscuro y moreno. Había un hombre grande y robusto con ropas oscuras, que les hablaba con un acento extraño, que los trataba con rudo cariño y a quien los mellizos llamaban padre. Jeff le llamaba con una palabra muy parecida que significaba, en el dialecto montañés, padre adoptivo o tío, tal como llamaba a Kennard. El Jeff Kerwin adulto sintió que se le erizaban los pelos cuando supo que estaba mirando el rostro del hombre cuyo nombre llevaba; no era parecido a los retratos que había en la casa de sus abuelos, pero éste era el otro Jeff Kerwin.

Más borrosas eran las imágenes de la mujer rubia, más rubia que de pelo cobrizo, de otra mujer cuyo cabello era oscuro con reflejos rojos bajo el sol, de las montañas dentadas de más allá del castillo y de una vieja y alta torre.

Pero ése es el castillo Ardais, es mi hogar… ¿Cómo llegaste a estar allí, Jeff? Kennard y mi hermanastro Dyan eran
bredin;
pasaban mucho tiempo juntos en la juventud… ¿Te criaron en los Hellers, entonces? Y ésa es la muralla del castillo Storn…

¿Cómo fue posible que llegaras a los Hellers, más allá de los Siete Dominios? ¿Acaso Cleindori se refugió allí cuando huyó de la Torre? Me pregunto qué sabrá mi hermano Dyan de todo esto… ¿O habrá sido simplemente que como mi padre estaba loco no podía delatarlos?

Los recuerdos siguieron, Kerwin advirtió que se le ahogaba la respiración, que se aproximaba al punto peligroso, sintió que la sangre le latía con fuerza en los oídos. De repente hubo un resplandor de luz azul, y una mujer apareció ante él, una mujer alta, esbelta y joven, aunque no ya en la primera juventud. Él supo que estaba viendo a su madre. ¿Por qué nunca había podido recordar su rostro hasta este momento? Llevaba puesto un vestido carmesí de curioso corte, el vestido que Elorie había dejado para siempre, el atavío ceremonial de una Celadora de Arilinn. Pero, mientras él la miraba, el vestido se rasgó y desapareció, para dejarla de pie ante él vestida con la falda de tartán de todos los días y una túnica blanca bordada con un diseño de mariposas que ella llevaba a diario. Jeff podía recordar incluso la textura de la tela.

¿Por qué Elorie no la veía?

—Madre —dijo él en un susurro—, creí que estabas muerta.

Entonces advirtió que su voz era la de un niño. Después supo que ella no estaba allí, que era su imagen lo que veía, la imagen de una mujer muerta muchos, muchos años atrás, y sintió que las lágrimas se apiñaban en su garganta y le ahogaban, las lágrimas que nunca había podido derramar antes.

Mi madre. Y murió de manera horrible, asesinada por fanáticos…

Pero escuchó su voz perturbada, desesperada, apenada.

¿Cómo puedo hacerle esto a mi hijo? Mi hijo, mi pequeño, es demasiado joven para soportar tanta carga, demasiado joven para la matriz. Sin embargo… ya hemos escapado dos veces de la muerte por muy poco. Tarde o temprano… ¡me atraparán y me matarán esos fanáticos que creen que la virginidad de una Celadora es más importante que sus poderes! Aun cuando les haya demostrado lo que puedo hacer…

Otra voz, la voz de un hombre, profunda y suave, resonó dentro de la cabeza de Kerwin:

¿Esperabas otra cosa de Arilinn, mi Cleindori?

De alguna manera, a través de las percepciones y la memoria de su madre, Kerwin vio, como niño y como hombre, con una extraña doble visión, el rostro del que hablaba: un hombre anciano, encorvado por la edad, con un rostro remoto y erudito, pelo plateado y ojos notablemente bondadosos… pero amargos.

Expulsaron a Calista, aunque les demostró lo mismo que has tratado de demostrarles tú.

Padre, ¿tan necios son los de Arilinn?

Fue un grito desesperado.

Mira, aquí está mi hijo, que lleva tu nombre, Damon Aillard; ellos no vacilarán en matarme, lo mismo que a Lewis y a Cassilda; matarán a Jeff y a Andrés y a Kennard y a todos nosotros… ¡Hasta a los hijitos de Cassilda y a la hija que le dará a Jeff este verano! Padre, padre, ¿qué puedo hacer? ¿He atraído la muerte sobre todos ellos? Nunca quise hacer daño; les hubiera dado nuevas leyes, hubiera acabado con las crueles leyes de Arilinn, para que las mujeres pudieran vivir felices, para que los hombres y mujeres de Arilinn no necesitaran entregarse a una muerte en vida… ¡y no quisieron escuchar, aunque les hablaba la Celadora de Arilinn! La Ley de Arilinn dice que la palabra de su Celadora es ley. Sin embargo, cuando quise establecer esta dispensa no quisieron escucharme y nos persiguieron, a mí y a Lewis, hasta que huimos. Padre, padre, ¿cómo pude estar tan equivocada? Ya han matado al padre de mi hijo y sé que no se detendrán hasta haber matado al último niño de la Torre Prohibida. ¿No hay manera de salvarlos?

Por un doloroso momento, Kerwin compartió los pensamientos de Damon Ridenow; todos ellos, todos los que habían trabajado dentro de los muros de lo que todavía llamaban desafiantes la Torre Prohibida, habían recibido una sentencia de muerte, que tarde o temprano caería sobre todos ellos.

Percibió el dolor con el que habló Damon.

No hay manera de razonar con fanáticos, Cleindori. La razón y la justicia te dicen que una Celadora es responsable ante su propia conciencia, pero ellos son inmunes a la razón y a la justicia. No eres una operaria de matriz, no te quieren en Arilinn como Celadora porque seas operaria de matriz, te quieren allí como virgen sagrada, como sacrificio por sus propias culpas y miedos. No creo que la fuerza de la razón tenga algún poder para enfrentar el fanatismo y la ciega superstición, Cleindori.

¡Padre, tú me criaste para que creyera en la razón!

Me equivoqué. Oh, querida, me equivoqué.

Después Kerwin escuchó la resolución.

Podría ocultarme para siempre y estar a salvo, podría ocultarme entre los terranos, pero, si debo morir, y sé que tarde o temprano debo morir, iré a Thendara y enseñaré a otros el trabajo que aprendí a hacer. Tú has entrenado a muchos operarios de matriz. Yo enseñaré a otros. Pueden matarme, es cierto, pero no pueden ocultar para siempre lo que he aprendido y lo que he enseñado. Habrá operarios de matriz fuera de las Torres. Cuando la Torre de Arilinn se desmorone hasta las ruinas de su odio y de la muerte en vida de las almas de los hombres y mujeres que viven allí, ciegos a la justicia y a la verdad, habrá otros para que las viejas ciencias de matriz de Darkover nunca mueran. Dime adiós, padre, y bendice a mi hijo, pues sé que nunca volveremos a vernos.

Te matarán, Cleindori. Oh, hija mía, mi campanilla dorada, ¿también debo perderte a ti?

Tarde o temprano, todos los que nacen en esta tierra deben morir. Bendíceme, padre, y bendice a mi hijo.

Kerwin, a través de su extraña conciencia dividida, doble, sintió la mano de Damon en su cabeza.

Tienes mi bendición, querida. Y también tú, pequeño, en quien renacen mi nombre y mi propia infancia.

Después, su conciencia fue engullida en la ciénaga de la angustia, mientras padre e hija se separaban por última vez.

Kerwin, atrapado en el recuerdo, notó que las lágrimas caían por sus mejillas; estaba atrapado en la matriz, atrapado en el recuerdo que Cleindori había impreso en su hijo, en contra de su voluntad, pues era demasiado joven, pero sabiendo que de todas maneras había que conservar algún registro para que lo que le había ocurrido, su muerte, no quedara oculta.

El tiempo había pasado. No sabía cuántos días y noches había vivido en ese cuarto clandestino, cuántas personas habían entrado y salido en secreto de la casa de Thendara en la que se realizaba la enseñanza, conducida por Cleindori y por la buena mujer a la que él llamaba madre adoptiva, cuyo nombre era Cassilda, la madre de Auster y Ragan, que eran sus compañeros de juego. Él sabía, con esa vaguedad con que los niños saben las cosas, que Cassilda pronto les daría una hermanita. Ya llamaban a la niña, aún no nacida, Dorilys, el mismo nombre que su propia madre, pues Cassilda decía que era un buen nombre para una rebelde.

—¡Ojalá produzca una tormenta en los Hellers, como lo hizo su tocaya años atrás! Pues algún día será nuestra Celadora —había prometido Cassilda.

Ellos tenían que jugar silenciosamente, pues nadie debía saber que vivía gente aquí, decía su madre. Jeff y Andrés, que iban y venían del espaciopuerto, les traían comida, ropa y todo lo que necesitaban. Una vez él había preguntado por qué no estaba con ellos su padre adoptivo Kennard.

—Porque muchos podrían descubrirlo, Damon. Está tratando de conseguirnos una amnistía en el Concejo, pero es una tarea larga y no tiene la atención de Hastur —le había respondido su madre.

Él no sabía bien qué era la amnistía, pero sí que era muy importante, pues su padre adoptivo Arnad no hablaba de otra cosa.

Nunca preguntaba por su padre; sabía vagamente que se había marchado a luchar y que no regresaría. Valdir, Lord Alton y Damon Ridenow, el antiguo Regente de Alton, luchaban con el Concejo. La mente infantil de Jeff se preguntaba si se estarían batiendo a duelo con espadas y cuchillos en la cámara del Concejo y con cuántas personas deberían combatir antes de que él, su madre y todos ellos pudieran volver a casa.

Y entonces…

Jeff sintió que su corazón latía con violencia, que respiraba con dificultad, y supo que se avecinaba la hora que nunca había podido recordar, el terror que había borrado su mente y su memoria.

De pronto, mientras rechazaba ese recuerdo con terror, y sentía la inflexible voluntad de Elorie que actuaba a través de la matriz, se convirtió en su propio yo infantil; tenía cinco años y jugaba sobre la alfombra en el cuarto pequeño y abarrotado, con una nave espacial de juguete en las manos…

El hombre alto con ropas terranas se puso de pie, haciendo caer de sus manos la nave de juguete. Los tres empezaron a pelear por ella, pero Jeff Kerwin los acalló con un gesto.

—Muchachos, muchachos, silencio, no debéis hacer tanto ruido. Ya lo sabéis —les advirtió en un susurro.

—Es difícil mantenerlos tan silenciosos —dijo Cassilda en voz baja. Estaba pesada y torpe. Jeff Kerwin se acercó y la hizo sentar antes de decirle:

—Lo sé. No deberían estar aquí, deberíamos enviarlos a algún lugar a salvo.

—¡Para ellos no hay seguridad! —replicó Cassilda y suspiró.

Los mellizos jugaban ahora con la nave espacial. El niño Damon, que un día sería llamado Jeff Kerwin, se arrodilló un poco lejos de los otros, con los ojos fijos en su madre que estaba de pie detrás de la matriz colocada en el canasto.

—Cleindori, ya te he dicho lo que deberías hacer —dijo Kerwin, con ternura en su mirada—. Me he ofrecido a encontrar seguridad para todos en el Imperio. No necesitas decirles más que lo que quieras que sepan; pero incluso por eso se sentirán más que agradecidos y te enviarán a ti y a los niños a algún lugar seguro en el mundo que prefieras.

—¿Debo marcharme al exilio porque algunos necios y fanáticos corean y gritan estribillos en las calles de Thendara? —preguntó Cassilda, cubriéndose el cuerpo embarazado con las manos, como para proteger a la criatura que llevaba allí—. Los necios y los fanáticos pueden ser más peligrosos que los hombres sabios. No tengo miedo de Hastur, ni el Concejo. Hasta la misma gente de Arilinn… puede despreciarnos, pero no hacernos daño; no más del que Leonie le hizo a Damon, después del duelo que le dio derecho a él a conservar la Torre Prohibida. Pero sí tengo miedo de los fanáticos, de los conservadores que quieren que todo, incluidos Arilinn y Hali, siga como era en los tiempos de nuestros abuelos. No puedo ir a Terra hasta que no haya nacido mi hija, y los niños son demasiado pequeños para los viajes espaciales. Pero creo que tu deberías ir, Cleindori. Deja a tu niño al cuidado de los terranos y vete. Yo pediré la protección del Concejo; estoy segura de que me aceptarán en Neskaya.

—Oh, que Evanda y Avarra te protejan —dijo Cleindori con desesperación, mirando a su hermanastra—. Te pongo en peligro con el solo hecho de quedarme, ¿verdad? No eres Celadora, Cassie, y puedes ir donde quieras y vivir como quieras; yo soy la renegada que está bajo sentencia de muerte desde el momento que me erguí ante ellos y proclamé que les había tomado el pelo a todos. ¡Que Lewis y yo habíamos sido amantes durante más de un año y sin embargo yo había continuado trabajando como Celadora de su preciosa Arilinn! Lewis… —su voz se quebró—. Lo amaba… ¡Y él murió por mi amor! Kennard debería odiarme por eso y no obstante sigue luchando por mí en el Concejo…

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