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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El sol sangriento (41 page)

—La muerte de Lewis Lanart-Alton ha convertido a Kennard en Heredero de Alton, Cleindori —repuso Jeff cínicamente.

—¿Y a pesar de ello quieres que pida la protección del Concejo, de Lord Hastur que me ha llamado cosas abominables? Aunque lo haré si todos me lo pedís. ¿Jeff? ¿Cassie? ¿Arnad?

El hombre alto, con capa verde y oro se acercó a Cleindori por detrás y la rodeó con sus brazos, riéndose.

—¡Si alguno de nosotros concibiera esos pensamientos, tendría vergüenza de manifestarlo ante ti, Campanilla Dorada! Pero creo que debemos ser realistas.

—Créeme —dijo el terrano— que preferiría desafiarlos a todos, al menos hasta que el Concejo haya llegado a una decisión, pero me parece que Cassilda debería ir a Neskaya, o al menos al castillo Comyn, hasta que nazca la criatura; ningún asesino podrá alcanzarla allí. El Concejo podrá desaprobarla, pero la protegerán físicamente. Ella no está sentenciada a muerte.

—Salvo —puntualizó Cassilda— por haberle dado hijos a los despreciables terranos.

Esbozó un gesto sarcástico.

—No eres la primera —intervino Arnad—, ni tampoco serás la última. Ya se han producido unos cuantos matrimonios mixtos. A nadie le molesta, creo, salvo a los fanáticos. Y tu, Cleindori, debes irte, deja a tu niño con los terranos, que lo protegerán. Ni siquiera en el castillo Comyn el niño de una Celadora renegada estaría a salvo del cuchillo asesino. Pero los terranos sin duda lo protegerán.

La boca de Cleindori se plegó en una sonrisa.

—¿Y qué impulsaría a los terranos a dar refugio al hijo de una Celadora renegada y del difunto heredero de Alton? ¿Qué significa el niño para ellos?

—¿Cómo se van a enterar de que
no
es mi hijo? —preguntó Kerwin—. Los terranos no tienen tus elaborados métodos de monitoreo, el niño me llama
padre adoptivo
, y no hay en Darkover lingüistas lo bastante expertos como para reconocer la diferencia. Estoy legalmente autorizado a criar a mi hijo en el Orfanato de Hombres del Espacio; incluso aunque creyera que la madre de mi hijo no es adecuada para criarlo ellos le recibirían allí. —Se acercó y tocó a Cleindori en el hombro, con un gesto de enorme ternura—. Te lo ruego,
breda
, déjame hacerlo y enviarte a Terra para que pases uno o dos años en otro mundo; después podrás volver a enseñar abiertamente lo que ahora enseñas en secreto. Valdir y Damon ya han logrado persuadir a los Mayores de la Ciudad para que den licencia a los mecánicos de matrices como profesionales y están trabajando en Thendara y en Neskaya; algún día trabajarán también en Arilinn. Al Concejo no le gusta, pero, como dice el proverbio,
la voluntad de Hastur es la voluntad de Hastur, pero no la ley del país
. Déjame hacer esto por ti,
breda
. Déjame enviarte a Terra.

Cleindori bajó la cabeza.

—Como quieras, si a todos les parece que es mejor. ¿Tú irás a Neskaya, entonces, Cassie? ¿Y tú, Arnad?

—Estoy tentado de irme contigo a Terra —dijo con tono desafiante el pelirrojo vestido de verde y oro—. Pero, si te marchas bajo la protección de Jeff, no sería prudente… Supongo que tendrá que decir que eres su esposa.

Cleindori se encogió de hombros.

—¿Qué puede importarme lo que figure en los registros terranos? Viven dentro de computadoras y creen que porque sus registros dicen una cosa ya es cierta. ¿Qué puede importarme?

—Iré ahora a hacer los arreglos —anunció Jeff—. Pero, ¿estaréis a salvo aquí? No estoy seguro…

Arnad le tranquilizó con un gesto arrogante, dejando caer una mano sobre la empuñadura de su espada:

—Tengo ésta… ¡Yo les protegeré!

Cuando Kerwin se marchó, el tiempo pareció arrastrarse interminablemente. Cassilda puso a los mellizos a dormir en un rincón con cortinas. Arnad caminaba de un lado a otro con inquietud, mientras su mano caía de tanto en tanto sobre la empuñadura de la espada. El niño Damon, olvidado, estaba arrodillado en la alfombra, esperando, lleno de la aprensión que le transmitían los adultos que le rodeaban.

—Jeff ya debería estar de regreso… —dijo por fin Cleindori.

—Silencio —pidió Cassilda con tono urgente—. ¿Has oído…? Silencio. ¿Hay alguien en la calle?

—No he oído nada —respondió Cleindori con impaciencia—. ¡Pero temo que pueda haberle ocurrido algo a Jeff! Ayúdame, Arnad.

Extrajo la matriz de su pecho y la colocó sobre la mesa. El niño se acercó de puntillas, observando con fascinación. Su madre le había hecho mirar en la matriz con gran frecuencia últimamente, y no sabía por qué. Arnad había dicho que él era demasiado pequeño y que podía hacerle daño, pero él intuía que por algún motivo su madre quería que fuera capaz de manejar y tocar la matriz que ninguna persona había podido tocar, ni siquiera su padre, ni ninguno de sus padres adoptivos.

Se acercó más al centro del círculo centelleante, reflejado en los rostros inclinados sobre la matriz; un tenue sonido le distrajo; se volvió para mirar, invadido por un terror creciente, y vio el picaporte de la puerta que se movía…

Chilló, y Arnad se dio la vuelta un instante tarde. La puerta se abrió repentinamente y la habitación se llenó de formas encapuchadas y enmascaradas; un cuchillo mortal voló por el aire y se clavó en la espalda de Arnad, quien cayó con un grito ahogado. Escuchó gritar a Cassilda y la vio caer. Cleindori se agachó, tomó el cuchillo de Arnad y luchó contra uno de los enmascarados. El niño corrió, chillando, luchando, golpeando a las formas oscuras con sus puñitos, mordiendo, pateando y arañando como un pequeño animal salvaje, enfurecido. Arañando y pateando, subió por la espalda de uno de los hombres, prorrumpiendo en terribles amenazas entre los sollozos.

—¡Deja en paz a mi madre! ¡Déjala y pelea como un hombre, cobarde!

Cleindori gritó y se desasió del hombre que la sujetaba. Estrechó a Damon contra su pecho, muy fuerte, y él sintió su terror como una agonía física reflejada en un gran resplandor azul, como el de la matriz…

Hubo un instante de enceguecedor contacto telepático, y el niño supo, en agonía, qué habían hecho exactamente y conoció cada instante de la vida de Cleindori cuando toda la vida de su madre pasó como un rápido destello ante sus ojos…

Las rudas manos le atraparon, le arrojaron por el aire y se golpeó la cabeza, con fuerza, contra el suelo de piedra. El dolor estalló dentro de él y se quedó tendido, inmóvil, escuchando una voz que gritaba mientras él caía en la oscuridad:

¡Dile al bárbaro que no regresará nunca a las llanuras de Arilinn! ¡Que la Torre Prohibida está destruida y sus últimos hijos yacen muertos, hasta los no nacidos, y que así trataremos a los renegados hasta el último día!

Una agonía insoportable, increíble, le clavó un cuchillo en el corazón; después, piadosamente, el contacto telepático se cortó, la habitación quedó a oscuras y el mundo entero se desvaneció en la oscuridad.

Hubo golpes en la puerta. El niño que yacía inconsciente en el suelo se agitó y gimió, preguntándose si sería su padre adoptivo, pero sólo sentía extrañeza, sólo veía oscuridad y hombres desconocidos que irrumpían en la habitación.

¡Han vuelto para matarme!

La memoria lo inundó como si fuera un conejo atrapado. Se puso sus pequeños dedos sobre la boca, reptó penosamente hasta hallarse debajo de la mesa y se ocultó.

Los golpes en la puerta se hicieron más fuertes, hasta que se abrió con fuerza. El niño aterrado, oculto bajo la mesa, escuchó pasos de pesadas botas y percibió la consternación de las mentes de los hombres que sostenían una lámpara en alto y veían la carnicería que se había cometido dentro de la habitación.

—¡Que Avarra sea misericordioso! —masculló una voz de hombre—. Llegamos tarde, a pesar de todo. ¡Esos fanáticos asesinos!

—Te dije que deberíamos haber apelado directamente a Lord Hastur antes de que esto ocurriera, Cadete Ardais —replicó otra voz, vagamente familiar para el niño escondido debajo de la mesa, pero que de todos modos tenía miedo de moverse o de gritar—. ¡Temía que llegaran a esto! ¡Que Naotalba me retuerza el pie, pero nunca adiviné que sería un asesinato!

Un puño se estrelló sobre la mesa en un gesto de impotente ira.

—Tendría que haberlo imaginado —volvió a hablar la primera voz, una voz áspera pero de algún modo musical— cuando me dijeron que el viejo Lord Damon había muerto, junto con Dom Ann'dra y los demás. Un incendio, dijeron… Me pregunto qué manos lo prendieron…

Ante la desesperada ira contenida en esa voz, el niño oculto empezó a llorar y se tapó la boca con más fuerza para ahogar los sollozos.

—Lord Arnad —dijo la voz— y la dama Cassilda, con un embarazo tan adelantado que se hubiera podido creer que incluso esos fanáticos asesinos se compadecerían de ella. Y… —su voz se quebró— mi pariente Cleindori. Ella sabía que estaba bajo sentencia de muerte, incluso de Arilinn, pero había esperado que los Hastur la protegieran. —Hubo un suspiro prolongado y profundo. El niño escuchó que el hombre se movía y que corría la cortina de la alcoba—. ¡En nombre de Zandru, niños!

—¿Pero dónde está el terrano? —preguntó uno de los hombres—. Se lo habrán llevado con vida para torturarlo, probablemente. Estos deben de ser los hijos de Cassilda y Arnad. Mira, uno de ellos tiene pelo rojo. Al menos esos bastardos fanáticos han tenido la decencia suficiente como para no hacer daño a los pobres mocosos.

—Lo más probable es que no los hayan visto —le replicó el primer hombre—. Y si averiguan que han quedado con vida… Bien, tú sabes tan bien como yo lo que ocurrirá, Lord Dyan.

—Tienes razón… para mayor vergüenza de todos nosotros —dijo el hombre al que el otro había llamado Lord Dyan, frunciendo el ceño—. ¡Dioses! ¡Si al menos pudiéramos encontrar a Kennard! Pero ni siquiera se encuentra en la ciudad, ¿verdad?

—No, fue a apelar a Hali —respondió el primer hombre.

Siguió un prolongado silencio, hasta que por fin habló Lord Dyan:

—Kennard tiene una casa aquí en Thendara. Si Lady Caitlin está allí, ¿querrá albergar a los niños hasta que Kennard regrese y pueda hablar con Hastur en su nombre? Tú eres el hombre juramentado de Kennard y conoces a Lady Caitlin mejor que yo, Andrés.

—Yo no le pediría ningún favor a Lady Caitlin, Lord Dyan —dijo Andrés con lentitud—. Se vuelve más agria a medida que pasan los años y se siente cada vez más segura de su esterilidad; sabe bien que Kennard algún día deberá dejarla de lado y engendrar hijos en otra parte, por lo que cualquier niño que le pidamos que cobije en nombre de Kennard… Bien, sin duda creerá que son bastardos de Kennard y no moverá un dedo para protegerlos. Además, si los asesinos irrumpen en la casa de Kennard, también podrían asesinar a Lady Caitlin…

—Lo que no sería una pena para Kennard, me parece —repuso Lord Dyan, pero Andrés soltó una exclamación horrorizada.

—No obstante, como hombre juramentado de Kennard, Lord Dyan, estoy comprometido también a protegerla a ella; él tal vez no ame a su esposa, pero la honra como la ley indica; y yo no me atrevo a ponerla en peligro con la presencia de estos niños. No. Con tu permiso, Lord Dyan, los llevaré con los terranos y allí encontraré refugio para ellos. Después, cuando se haya desvanecido el recuerdo de todos estos tumultos, Kennard puede apelar ante Hastur para conseguirles una amnistía.

—Rápido —dijo Lord Dyan—. Viene alguien. Trae los niños y mantenlos callados. Aquí tienes. Envuelve al más pequeño con esta manta… Vamos, ahora, pequeño pelirrojo, estáte callado.

Damon se arrastró hasta el borde de la mesa, oculto en las sombras, y vio a los dos hombres, uno de ellos con ropas terranas y el otro con el uniforme verde y negro de la Guardia de la Ciudad, que envolvían a sus compañeritos de juego con mantas y se los llevaban. El cuarto volvió a oscurecerse a su alrededor…

Entonces se escuchó un terrible grito de angustia y Jeff Kerwin apareció en la habitación. Se tambaleaba, tenía la ropa desgarrada y rota y el rostro cubierto de sangre. El niño oculto bajo la mesa sintió que algo se quebraba en su interior, un dolor terrible; quería gritar y gritar, pero sólo podía jadear. Hizo a un lado el mantel, salió a trompicones a la habitación y escuchó el grito de pesar de Kerwin mientras su padre adoptivo lo alzaba en sus fuertes brazos.

Estaba envuelto en una manta abrigada. La nieve le caía sobre el rostro. Estaba empapado y dolorido y podía sentir también el dolor de la nariz rota de su padre adoptivo. Trató de hablar pero no consiguió que la voz le obedeciera. Al cabo de un largo tiempo de sacudidas de dolor y frío, se encontró en una habitación cálida, donde unas manos amables le daban leche tibia con una cuchara. Abrió los ojos y gimió, mirando el rostro de su padre adoptivo.

—Bueno, bueno, pequeño —dijo la mujer que le estaba alimentando—. Otra cucharada; ahora, sólo una pequeñita. Así me gusta, muchacho valiente… No creo que tenga fractura de cráneo, Jeff; no sangra dentro del cráneo; lo monitoreé. Simplemente está magullado y golpeado. ¡Esos lunáticos lo deben haber creído muerto! ¡Demonios asesinos, tratar de matar a un niño de cinco años!

—Han matado a mis pequeños y se han llevado sus cuerpos a algún lado; probablemente los hayan arrojado al río —explicó su padre adoptivo, con mirada terrible—. También habrían matado a éste, Magda, si no hubieran creído que estaba muerto. Han matado a Cassilda y a la niña no nacida con ella… ¡Bestias, bestias!

—¿Has visto morir a tu madre, Damon? —preguntó la mujer con suavidad.

Pero aunque éste sabía que le estaba hablando a él, no podía responder. Se debatía para hablar, aterrado, pero no podía pronunciar una palabra que traspasara el terror. Le parecía que un puño le atenazaba la garganta.

—Asustado hasta la locura. No me extraña, si los ha visto morir a todos —dijo Kerwin con amargura—. ¡Sólo Dios sabe si recuperará el sentido alguna vez! No ha dicho una palabra y se ha mojado y ensuciado encima, muchacho grande como es, antes de que le encontrara. Mis hijos muertos y el hijo de Cleindori convertido en un idiota… ¡Ésa es nuestra cosecha después de siete años de trabajo!

—Tal vez no sea tan malo —replicó suavemente Magda—. ¿Qué harás ahora, Jeff?

—Dios sabe. Quería mantenerme lejos de las autoridades terranas hasta que pudiéramos establecer nuestras propias condiciones… Kennard, Andrés, el joven Montray y yo. Sabes para qué estábamos trabajando: para llevar a cabo lo que Damon y los otros habían empezado.

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