El sol sangriento (45 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

—Pero hemos ganado —dijo Rannirl.

Jeff supo que todos habían seguido sus pensamientos.

—Un período de gracia —replicó Kennard sombríamente—. ¡No una victoria final!

Jeff percibió que Kennard tenía razón. Si este experimento hubiera tenido éxito, ahora el Sindicato Pan-darkovano se vería obligado por su honor a dejarse conducir por la voluntad de Hastur en cuanto a la incorporación de las costumbres terranas. Pero también había sido un fracaso.

Kennard lo expresó con palabras.

—Los círculos de Torre no pueden volver a ser lo que eran. La vida sólo puede ir hacia adelante, no hacia atrás. Incluso es mejor pedir ayuda a los terranos, a nuestra manera y en nuestros propios términos, que dejar que todo este peso caiga sobre los hombros de unos pocos hombres y mujeres dotados. Es mejor que el pueblo de Darkover aprenda a compartir el esfuerzo entre Comyn y plebeyos, e incluso con el pueblo de Terra. —Suspiró—. Yo los abandoné. Si hubiera combatido todo el tiempo junto a ellos, las cosas podrían haber sido diferentes. Pero por esto estaban trabajando Cleindori y Cassilda, Jeff y Lewis, Arnad, el viejo Damon…, todos nosotros. Para hacer un intercambio justo: que Darkover compartiera con Terra los poderes de matriz, para las cosas en que estos poderes pudieran utilizarse con seguridad, y que Terra diera las cosas que tenía. Pero como iguales, nada de amos terranos y suplicantes darkovanos. Un intercambio justo entre mundos iguales: cada uno con su propio orgullo, con su propio poder. Yo permití que te enviaran a Terra —añadió, mirando directamente a Jeff—, porque sentía que eras una amenaza para mis propios hijos. ¿Puedes perdonarme, Damon Aillard?

—Nunca me he acostumbrado a ese nombre —respondió Jeff—. No lo quiero, Kennard. No crecí con él. Ni siquiera creo en tu clase de gobierno, ni en el poder hereditario de esa clase. Si tus hijos sí, que lo disfruten; tú los has criado para asumir esa clase de responsabilidades. Solamente… —sonrió— te pido una cosa: que uses toda la influencia que poseas para asegurarte de que no me deporten pasado mañana.

—No existe la persona de Jeff Kerwin Junior —dijo Kennard con suavidad—. Es imposible que deporten a Terra al nieto de Valdir Alton. Como quiera que se le ocurra llamarse.

Hubo un suave roce, como de plumas, sobre el brazo de Jeff. Se dio la vuelta y vio el rostro pálido e infantil de la Celadora-niña y recordó su nombre: Calina de Neskaya.

La muchacha susurró:

—Elorie… está consciente y quiere verte.

—Gracias,
vai leronis
—respondió Jeff con gravedad, haciendo que la niña se sonrojara.

Lo que Elorie había hecho había liberado también a esta niña, aunque ella todavía no lo sabía.

Habían llevado a Elorie a la habitación más próxima, donde yacía en un diván; pálida, blanca, sin fuerzas, tendió las manos a Jeff.

Él las tomó, sin importarle el resto del círculo, que se había apiñado en la habitación detrás de él. Supo, en cuanto la tocó, que el
shock
había sido muy profundo, pues ella había entrado sin protección, sin ninguna preparación, en el círculo de matrices; en días venideros, las Celadoras aprenderían modos de protegerse de las pérdidas de energía que producían trabajos tan masivos como éstos; sin la tremenda dedicación de la castidad ritual de por vida, pero no obstante con fuertes protecciones. Elorie sin duda había resultado dañada: había estado más cerca de la muerte de lo que cualquiera quisiera recordar. El sol debería alzarse y ponerse en Arilinn muchas veces antes de que su alegre risa volviera a escucharse entre los muros de la Torre, pero sus ojos centelleantes relucían de amor y de triunfo.

—Hemos ganado —susurró—. ¡Y estamos aquí!

Kerwin, estrechándola en sus brazos, supo que sin duda habían ganado.

Los días que se avecinaban para Darkover y el Comyn los cambiaría a todos; ambos mundos deberían luchar con los cambios que traerían los años.

Un mundo que permanece inalterado sólo puede morir. Ellos habían luchado para conservar Darkover tal como era, pero lo que habían conseguido era tan sólo la victoria que les permitiría determinar qué cambios se producirían y con cuánta rapidez.

Él había encontrado lo que amaba y también lo había destruido, pues el mundo que amaba nunca sería el mismo; él había sido el instrumento del cambio. Al destruirlo, lo había salvado de la destrucción última, final.

Sus hermanos y hermanas le rodeaban. Taniquel, tan pálida y demacrada que él advirtió con cuánta intensidad se había dedicado a equilibrar a Elorie para que sobreviviera, Auster, roto el molde de su vida, pero con una fuerza nueva que lo forjaría otra vez, Kennard, su pariente, y todos los demás.

—Bueno, bueno —dijo la voz sensata de Mesyr, tranquila y equilibrada—. ¿Qué sentido tiene que nos quedemos todos aquí de pie de este modo, si se ha acabado el trabajo de la noche, y bien hecho? Bajad todos a tomar el desayuno… Sí, tú también, Jeff. Elorie necesita descansar.

Con manos decididas arropó a Elorie y luego hizo a todos gestos de que se marcharan.

Jeff volvió a mirar los ojos de Elorie. Débil como estaba, ella empezó a reírse. Enseguida, todos se unieron a ella, de modo que los corredores y las escaleras de la Torre se llenaron de la alegría compartida. Algunas cosas, al menos, jamás cambiaban.

La vida en Arilinn, por ahora, volvía a la normalidad.

Estaban otra vez en casa. Y esta vez para quedarse.

CUMPLIR EL JURAMENTO
[2]

La luz roja se demoraba sobre las montañas; había en el cielo dos de las cuatro pequeñas lunas, la verde Idriel próxima a ponerse y el diminuto creciente de Mormallor, pálida como el marfil, cerca del cenit. La noche sería oscura. Kindra n'ha Mhari, al principio, no vio nada raro en la pequeña ciudad. Se sentía demasiado agradecida por haber podido llegar antes de la puesta del sol. Significaba refugio contra el frío helado y la lluvia de la noche darkovana, una cama donde dormir después de cuatro días de viaje y una copa de vino antes de irse a la cama.

Pero poco a poco empezó a advertir que algo no iba bien. Normalmente, a esta hora, las mujeres andaban por la calle, chismeando con las vecinas, haciendo las compras para la comida de la noche, mientras sus niños jugaban y parloteaban en la calle. Sin embargo, hoy no había una sola mujer en la calle, ni un solo niño.

¿Qué iba mal? Frunciendo el ceño, cabalgó por la calle principal hacia la posada. Estaba hambrienta y cansada.

Había partido de Dalereuth muchos días atrás con una compañera, con destino a la Casa del Gremio de Neskaya. Pero, sin que ninguna de ambas lo supiera, su compañera estaba embarazada; había caído enferma de fiebre y, en la Casa del Gremio de Thendara, había sufrido una pérdida y se había quedado allí, todavía enferma. Kindra había partido sola para Neskaya, pero se había desviado tres días para llevar un mensaje a la madrina de juramento de la enferma. La había hallado en una aldea de las montañas, trabajando para ayudar a un grupo de mujeres a establecer una pequeña lechería.

Kindra no tenía miedo de viajar sola; había viajado por estas montañas en toda época y con cualquier clima. Pero sus provisiones empezaban a escasear. Por fortuna, el posadero era un viejo conocido. Llevaba poco dinero encima, porque su viaje había sido inesperadamente prolongado, pero el viejo Jorik le daría de comer y también a su caballo y le ofrecería una cama para pasar la noche, confiado en que ella le enviaría el dinero necesario para pagarle o en que, si ella no lo hacía o no podía hacerlo, su Casa del Gremio pagaría, por el honor del Gremio.

El hombre que llevó su caballo al establo también la conocía de muchos años. Frunció el ceño en cuanto ella desmontó.

—No sé dónde pondremos tu caballo. De verdad,
mestra
, con todos estos caballos extraños aquí, ¿aceptará compartir el establo sin patear? ¿Qué crees? ¿O prefieres que lo ate allá en el otro extremo?

Kindra advirtió que el establo estaba atestado de caballos; había más de dos docenas.

¡En vez de una solitaria posada de aldea, parecía Neskaya en día de mercado!

—¿Te cruzaste con algún jinete en el camino,
mestra
?

—No, con nadie —dijo Kindra, frunciendo un poco el ceño—. Parece que todos los caballos de las Kilghard Hills están aquí, en tu establo. ¿De qué se trata? ¿De una visita real? ¿Qué te pasa? No dejas de mirar para atrás como si esperaras encontrar allí a tu amo con una vara, dispuesto a zurrarte. ¿Dónde está el viejo Jorik? ¿Por qué no está aquí dando la bienvenida a sus huéspedes?

—Bien,
mestra
, el viejo Jorik ha muerto —notificó el viejo—, y la dama Janella trata de gobernar sola la posada, con las jóvenes Annelys y Marga.

—¿Muerto? Los dioses nos protejan —exclamó Kindra—. ¿Qué ocurrió?

—Fueron esos bandidos,
mestra
, la banda de Cara Cortada; vinieron y mataron a Jorik con su delantal todavía puesto —dijo el viejo caballerizo—. Causaron disturbios en la aldea, rompieron todos los barriles de cerveza y, cuando los hombres salieron a combatirlos con sus tridentes, ¡juraron que regresarían a incendiar la aldea! De modo que la dama Janella y los mayores hicieron una colecta y juntaron dinero para contratar a Brydar de Fen Hills, que vino con sus hombres para defendernos cuando regresaran los bandidos; desde entonces han estado aquí los hombres de Brydar,
mestra
, peleando y bebiendo… ¡y mirando a las mujeres hasta tal punto que la gente de la aldea ya empieza a pensar que el remedio es peor que la enfermedad! Pero entra, entra,
mestra
, que Janella te espera para darte la bienvenida.

La regordeta Janella se veía más pálida y delgada de lo que Kindra la había visto nunca. Saludó a Kindra con desacostumbrado calor. En condiciones ordinarias, era fría con ella, como correspondía a una esposa respetable en presencia de una miembro del Gremio de las Amazonas; ahora, supuso Kindra, estaría aprendiendo que una posadera no podía permitirse ser distante con un cliente.

Kindra sabía que Jorik tampoco había aprobado a las Amazonas Libres, pero había aprendido por experiencia que eran buenas huéspedes que se mantenían aisladas, no causaban problemas, no se emborrachaban ni rompían las sillas del bar ni los jarros y siempre pagaban sus cuentas.

La reputación de un huésped
, pensó Kindra maliciosamente,
no ensucia el color de su dinero.

—¿Te has enterado, buena
mestra
? Esos hombres malvados, la banda de Cara Cortada, mataron a mi buen hombre; y por nada: sólo porque él le arrojó un jarro de cerveza a uno de ellos, que le había puesto las manos encima a mi niña… Annelys, ¡que no tiene todavía quince años! ¡Monstruos!

—¿Y lo mataron? ¡Qué espantoso! —murmuró Kindra, pero su lástima fue para la niña.

Toda su vida, la joven Annelys recordaría que su padre había sido asesinado por defenderla, porque ella no podía defenderse a sí misma. Como todas las mujeres del Gremio, Kindra había jurado defenderse a sí misma, sin recurrir a ningún hombre en busca de protección.

Había sido miembro del Gremio durante la mitad de su vida; le parecía horrible que un hombre muriera por defender a una muchacha de los avances de los que ella misma debería saber protegerse.

—Ah, no sabes lo duro que es,
mestra
, estar sola sin mi buen hombre. ¡Como vives sola, no puedes imaginártelo!

—Bien, tienes tus hijas para ayudarte —dijo Kindra.

—¡Pero no pueden mezclarse con todos estos hombres rudos! —se quejó Janella—. ¡Sólo son muchachas!

—Les hará bien aprender algo del mundo y de sus costumbres —repuso Kindra.

—No me gustaría que aprendieran demasiado de eso —respondió la mujer con un suspiro.

—Entonces, supongo que deberías buscar otro marido —aconsejó Kindra, sabiendo que simplemente era imposible que ella y Janella lograran comunicarse—. Pero sin duda lamento tu pérdida. Jorik era un buen hombre.

—No lo sabes bien,
mestra
—dijo Janella con tono quejoso—. Las mujeres del Gremio se llaman a sí mismas mujeres libres; sólo que a mí me parece haber sido libre siempre, hasta ahora que debo vigilar todo noche y día, para que a nadie se le ocurra ninguna idea equivocada con respecto a una mujer sola. Hace pocos días, uno de los hombres de Brydar me dijo… Y ésa es otra: los hombres de Brydar. Nos están comiendo todo, hasta la casa. Mira,
mestra
, ni siquiera hay lugar en el establo para los caballos de nuestros clientes de pago. Media aldea guarda aquí sus caballos para protegerlos de los bandidos, mientras esas espadas a sueldo se toman la cerveza de mi buen hombre día tras día… —De repente, recordó sus deberes de anfitriona—. Pero ven a la sala común,
mestra
, y caliéntate un poco; yo te traeré algo para comer; tenemos un pernil de caprina asado. ¿O prefieres algo más liviano? ¿Tal vez conejo astado guisado con hongos? Estamos al completo, es cierto, pero hay un pequeño cuarto junto a la escalera, puedes usarlo. Es un cuarto adecuado para una dama refinada. Por cierto, Lady Hastur durmió en esa misma cama hace unos años. ¡Lilla! ¡Lilla! ¿Dónde se ha metido esa tonta criada? Cuando la tomé, su madre me dijo que era un poco tonta, pero tiene suficiente inteligencia para andar por ahí hablando con ese joven espadachín a sueldo… ¡Que Zandru los elimine a todos! ¡Lilla! ¡Apúrate! ¡Muéstrale la habitación a esta buena mujer, llévale agua para lavarse y ocúpate de sus alforjas!

Más tarde, Kindra bajó a la sala común.

Como todas las mujeres del Gremio, había aprendido a ser discreta cuando viajaba sola. Una mujer solitaria era, cuando menos, presa fácil de interrogatorios. Por eso habitualmente viajaban de dos en dos. Ese hecho las sometía a miradas curiosas y ocasionales especulaciones sucias, pero las protegía de las aproximaciones más desagradables a las que estaba sometida una mujer que viajara sola en Darkover. Por supuesto, cualquier mujer del Gremio sabía protegerse si la cosa trascendía de algunas palabras rudas, pero eso podía ocasionar problemas a todo el Gremio. Era mejor conducirse de manera que minimizara las posibilidades de problemas.

De modo que Kindra se sentó sola en un rincón próximo a la chimenea, mantuvo la capucha puesta —no era joven ni particularmente bonita—, bebió su vino y se calentó los pies, sin hacer nada por llamar la atención de nadie. Se le ocurrió que en ese momento ella, que se llamaba a sí misma Amazona Libre, estaba mucho menos constreñida que las jóvenes hijas de Janella, que andaban de aquí para allá, protegidas por el techo familiar y por la presencia de su madre.

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