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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El sol sangriento (46 page)

Cuando terminó su comida —había elegido el conejo guisado—, pidió un segundo vaso de vino, demasiado cansada para subir la escalera hasta su cuarto y demasiado agotada para dormirse si lo hacía.

Algunos de los mercenarios de Brydar estaban sentados alrededor de una larga mesa en el otro extremo de la habitación, bebiendo y jugando a los dados.

Era un grupo heterogéneo; Kindra no conocía a ninguno de ellos, aunque se había encontrado algunas veces con el mismo Brydar e incluso había trabajado con él como mercenaria, una vez, para proteger una caravana comercial a través del desierto, hasta las Ciudades Secas. Le dirigió una cortés inclinación de cabeza, y él la saludó, pero no le prestó más atención; sabía que ella no recibiría bien ni siquiera una conversación cortés cuando se hallaba en una habitación repleta de desconocidos.

Uno de los más jóvenes, un muchacho alto, imberbe y enjuto, con el pelo de color jengibre muy corto, se incorporó y se acercó a ella. Si Kindra hubiera estado con otras dos o tres mujeres del Gremio, hubiera recibido con gusto un poco de compañía inofensiva, una copa compartida y una charla acerca de las ocurrencias del camino, pero una Amazona solitaria simplemente NO bebía con hombres en las tabernas públicas y, ¡maldición!, Brydar lo sabía tan bien como ella.

Tal vez uno de los mercenarios maduros había estado divirtiéndose con el jovencito, pinchándole para que demostrara su virilidad acercándose a la Amazona, para divertirse con el inevitable rechazo.

Uno de los hombres levantó la vista e hizo un comentario que Kindra no alcanzó a escuchar. El muchacho le espetó algo, llevándose una mano a la daga.

—¡Cuidado con lo que dices, tú…! —Y pronunció una injuria. Después se aproximó a la mesa de Kindra y le dijo con voz suave pero ronca—: Que tengas buenas noches, honorable señora.

Sorprendida ante la frase cortés, pero todavía alerta, Kindra respondió:

—Y también tú, joven señor.

—¿Puedo ofrecerte una copa de vino?

—Ya he bebido suficiente, pero te agradezco el amable ofrecimiento.

Algo levemente desfasado, casi afeminado en los gestos del joven la alertó; su proposición, entonces, no era la habitual. Casi todo el mundo sabía que las Amazonas Libres tenían amantes cuando y como se les antojara, y demasiados hombres creían que eso significaba que podían tenerlas en cualquier momento. Kindra era experta en eludir las insinuaciones encubiertas sin dejar que se convirtieran en preguntas o negativas; con los más rudos, se manejaba con severa cortesía. Pero no era eso lo que deseaba este joven; ella sabía cuándo un hombre la miraba con deseo, lo expresara o no con palabras; y, aunque sin duda había interés en el rostro del joven, ¡no era interés sexual! ¿Qué quería de ella, entonces?

—¿Puedo… puedo sentarme aquí a conversar un momento contigo, honorable dama?

Ella hubiera podido utilizar la rudeza. Esta excesiva cortesía la intrigaba. ¿Acaso se estarían burlando del joven porque odiaba a las mujeres? ¿Habrían apostado a que no se atrevería a hablar con ella? Respondió con tono neutro:

—Es un lugar público. Las sillas no son mías. Siéntate donde prefieras.

Incómodo, el muchacho se sentó. Ciertamente era joven. Todavía era imberbe. Sin embargo, sus manos estaban endurecidas y callosas y tenía una vieja cicatriz en una mejilla; no era, pues, tan joven como ella había creído.

—¿Eres Amazona Libre,
mestra
?

Aunque usó el término más común, bastante ofensivo, ella no se resintió. Muchos hombres no conocían otro nombre.

—Lo soy —respondió ella—, pero preferiría decir que soy una de las juramentadas… —La palabra que utilizó fue
Comhi-Letzii
—, una Renunciante de la Hermandad de Mujeres Libres.

—¿Puedo preguntar, sin que te ofendas, por qué el nombre de Renunciante,
mestra
?

En realidad, Kindra recibió con agrado la oportunidad de explicárselo.

—Porque, señor, a cambio de nuestra libertad como mujeres del Gremio, juramos renunciar a esos privilegios que podríamos tener si decidiéramos pertenecer a algún hombre. Si renunciamos a las desventajas de ser una propiedad, debemos renunciar también a los beneficios que eso podría traernos; para que ningún hombre pueda acusarnos de intentar tener lo mejor de ambas opciones.

—Parece ser una elección honorable —dijo él con gravedad—. Nunca había conocido a una… una Renunciante. Dime,
mestra
… —Su voz se quebró y se hizo aguda—. Supongo que conoces las calumnias que se dicen de las Renunciantes… Dime, ¿cómo es que hay mujeres que tienen el coraje de unirse al Gremio, sabiendo lo que dirán de ellas?

—Supongo —contestó Kindra con tranquilidad— que para algunas mujeres llega el momento de pensar que hay cosas peores que ser víctimas de la difamación pública. Así me ocurrió a mí.

Él reflexionó durante un momento, frunciendo el ceño.

—Nunca antes he visto una Amazona… eh… una Renunciante que viajara sola. ¿Habitualmente no viajan de dos en dos, honorable dama?

—Es cierto. Pero la necesidad no tiene amigas —dijo Kindra, y le explicó que su compañera se había enfermado en Thendara.

—¿Y viniste tan lejos a traer un mensaje? ¿Es tu
bredhis
? —preguntó el muchacho, utilizando la palabra cortés para designar a la compañera libre o la amante de una mujer, por lo que Kindra no se ofendió.

—No, sólo una camarada.

—Yo… yo no me habría atrevido a hablar si hubieras estado con otra…

Kindra se rió.

—¿Por qué no? Ni siquiera cuando estamos de dos en dos o de tres en tres mordemos a los desconocidos como si fuéramos perros.

El muchacho se miró las botas.

—Tengo motivos para temer… a las mujeres… —dijo casi inaudiblemente—. Pero tú me pareciste amable. Supongo,
mestra
, que siempre que vienes a las montañas, donde la vida es tan dura para las mujeres, andarás buscando esposas e hijas insatisfechas en casa, para reclutarlas para tu Gremio…

¡Ojalá pudiéramos!
, pensó Kindra, con toda su vieja amargura y meneando la cabeza.

—Nuestra ley lo prohíbe. La ley dice que la mujer debe buscarnos por sí misma y pedir formalmente que se le permita unirse a nosotras. Ni siquiera se me permite decir nada acerca de las ventajas del Gremio, cuando me preguntan. Sólo puedo decirles a qué cosas deben renunciar, según el juramento. —Apretó los labios y agregó—: Si hiciéramos lo que dices, buscar a las esposas e hijas insatisfechas para seducirlas y atraerlas al Gremio, los hombres no permitirían la existencia de las Casas del Gremio en los Dominios, sino que las incendiarían y las destruirían.

Era la vieja injusticia; las mujeres de Darkover habían ganado esta concesión, la constitución del Gremio, pero tan limitada por restricciones que había muchas mujeres que nunca habían visto ni hablado con una hermana del Gremio.

—Supongo —agregó— que han descubierto que no somos rameras; por lo que insisten en que somos amantes de mujeres, decididas a robarles sus esposas e hijas. Aparentemente, debemos ser algo malo.

—¿No hay entre ustedes amantes de mujeres, entonces?

Kindra se encogió de hombros.

—Sin duda. Debes saber que hay mujeres que preferirían morir antes que casarse. Incluso con todas las restricciones y renuncias del juramento, parece una alternativa preferible. Pero te aseguro que no todas lo somos. Somos mujeres libres…, libres para ser eso o cualquier otra cosa, a voluntad. —Tras un momento de reflexión, agregó—: Si tienes una hermana puedes decírselo.

El joven se sobresaltó. Kindra se mordió un labio; una vez más había bajado la guardia, captando corazonadas tan claras que a veces sus compañeras la acusaban de poseer un poco del don telepático de las castas más altas,
laran
. Kindra, quien por lo que sabía, era completamente plebeya y carecía tanto de sangre noble como de dones telepáticos, casi siempre se mantenía amurallada; pero había captado una idea azarosa, una idea pesarosa, de alguna parte:
Mi hermana no lo creería…
La idea desapareció con tal rapidez que Kindra se preguntó si no la habría imaginado.

El rostro joven se arrugó en una expresión pesarosa.

—Ahora ya no hay nadie a quien pueda llamar mi hermana.

—Lo siento —dijo Kindra, intrigada—. Es penosa la soledad. ¿Puedo preguntar tu nombre?

El muchacho volvió a vacilar, y Kindra supo, con esa extraña intuición, que el verdadero nombre había estado a punto de escaparse de esos labios tensos, pero que él lo había contenido.

—Los hombres de Brydar me llaman Marco. No preguntes mi linaje; ya no hay nadie que pueda reclamarme como pariente ahora…, gracias a esos sucios bandidos de Cara Cortada… —Hizo una mueca y escupió—. ¿Por qué crees que estoy en esta banda? —preguntó luego—. ¿Por las pocas monedas que pueden pagar estos aldeanos? No,
mestra
. También yo hice un juramento. Juré vengarme.

Kindra se retiró temprano de la sala común, pero tardó mucho en dormirse. Algo en la voz del joven, en sus palabras, había hecho vibrar una cuerda resonante en su mente y su memoria. ¿Por qué la habría interrogado con tanta insistencia? ¿Tendría tal vez una hermana o una parienta que había hablado de convertirse en Renunciante? ¿O acaso, al ser obviamente un afeminado, estaría celoso de ella porque ella podía escapar del rol ordenado por la sociedad para su sexo, y él no?

Sin duda que no. ¡Para los hombres había modos de vivir más sencillos que convertirse en un mercenario! Los hombres podían elegir la vida que deseaban llevar… Al menos tenían más opciones que la mayoría de las mujeres. Kindra había elegido convertirse en Renunciante, en una descastada entre casi todas las personas de los Dominios. Hasta la posadera apenas si la toleraba porque era una cliente regular y le pagaba bien; pero hubiera tolerado igualmente a una prostituta o a un juglar ambulante; incluso hubiera tenido menos prejuicios con respecto a cualquiera de estos dos últimos.

¿Sería el joven uno de esos espías enviados, según se rumoreaba, por las
cortes
, el cuerpo gobernante de Thendara, para atrapar a las Renunciantes que transgredían los términos de su Carta, haciendo proselitismo e intentando reclutar mujeres para el Gremio? Si era así, al menos ella había logrado resistir la tentación. Ni siquiera había dicho, aunque se había sentido tentada de hacerlo, que, si Janella fuera Renunciante, se hubiera sentido capaz de gobernar la posada sola, con la ayuda de sus hijas.

Unas pocas veces, en la historia del Gremio, los hombres habían tratado de infiltrarse disfrazados. Cuando se les desenmascaraba, debían enfrentarse con un juicio sumario. Pero había ocurrido y podía volver a ocurrir. Con respecto a eso, pensó, el joven podía resultar convincente vestido de mujer, pero no con esa cicatriz en el rostro ni esas manos encallecidas. Entonces se rió en la oscuridad, al palpar sus propias manos encallecidas. Bien, si era tan tonto como para intentarlo, peor para él. Riendo, se quedó dormida.

Horas más tarde la despertaron el ruido de cascos, el entrechocar de aceros, los aullidos y los gritos. Kindra se puso la ropa y bajó corriendo. Brydar estaba en el patio, aullando órdenes. Por encima del muro del patio, pudo ver que el cielo estaba enrojecido por las llamas. Era evidente que Cara Cortada y sus bandidos estaban en la aldea.

—Ve, Renwal —ordenó Brydar—. Deslízate en su retaguardia y suelta sus caballos; provoca una estampida, para que deban luchar en vez de atacar y huir otra vez… Como todos los buenos caballos están en este establo, uno debe quedarse aquí a cuidarlos para que no los roben. El resto venid conmigo y con las espadas listas.

Janella estaba acurrucada bajo el alero de un edificio, con sus hijas y sus criadas amontonadas como gallinas a su alrededor.

—¿Nos dejarán aquí sin protección, después de que les hemos alojado durante siete días sin que nos pagaran ni un penique? Es seguro que Cara Cortada y sus hombres nos atacarán buscando los caballos y nos encontrarán desprotegidas, a merced de ellos…

Brydar hizo un gesto al muchacho Marco.

—Tú. Quédate y protege los caballos y a las mujeres.

—¡No! —le espetó el muchacho—. ¡Me uní a la banda jurando que me batiría con Cara Cortada, acero en mano! Es un asunto de honor. ¿Crees que necesito tus sucias monedas?

Más allá del muro todo eran aullidos y confusión.

—No tengo tiempo para palabras altivas —dijo Brydar rápidamente—. Kindra, ésta no es tu pelea, pero sabes que soy un hombre de palabra; quédate aquí y protege los caballos y a las mujeres… ¡y yo te recompensaré!

—¿A merced de una mujer? ¿Una mujer para protegernos? ¡Es lo mismo que poner un ratón a cuidar un león! —le interrumpió la estridente exclamación de Janella.

Pero Marco urgió, con los ojos en llamas:

—¡Lo que se me prometió como paga es tuyo,
mestra
, si me das libertad para enfrentarme a mi enemigo declarado!

—Ve, yo las cuidaré —dijo Kindra.

Era improbable que Cara Cortada llegara hasta allí, pero tampoco era asunto de ella; normalmente ella solía luchar junto a los hombres y se hubiera enojado de que la relegaran a un puesto de seguridad. No obstante, el grito de Janella la había desafiado.

Marco tomó su espada y se apresuró hacia el portal, con Brydar a sus talones. Kindra los observó irse, recordando sus propias peleas. Cierto gesto, ciertas expresiones la habían puesto sobreaviso.

El muchacho Marco es noble
, pensó.

Tal vez incluso Comyn, algún bastardo de un gran señor, tal vez incluso de un Hastur. ¡No sé qué está haciendo con los hombres de Brydar, pero no es un mercenario cualquiera!

Los gemidos de Janella la retrotrajeron a su obligación.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Qué horror! —gemía—. ¡Abandonadas aquí, solamente con una mujer para protegernos!

—¡Vamos! —ordenó Kindra con autoridad—. ¡Ayudadme a cerrar esa puerta!

—No acepto órdenes de ninguna desvergonzada con pantalones…

—Deja la condenada puerta abierta, entonces —dijo Kindra, con la paciencia agotada. Que Cara Cortada entre sin problemas. ¿Quieres que vaya a invitarlo yo misma o prefieres enviar a alguna de tus hijas?

—¡Madre! —la regañó una muchacha de quince años, desasiéndose de la mano de Janella—. Ésa no es manera de hablar. Lilla, Marga, ayudad a la buena
mestra
a cerrar esa puerta.

Se acercó y se reunió con Kindra, ayudándola a cerrar la pesada puerta de madera, corriendo la pesada tranca. Las mujeres gemían aterradas; Kindra eligió a una, una joven con seis o siete lunas de embarazo, envuelta en una manta arrojada sobre su camisón.

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