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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (27 page)

En los primeros meses de 2003, menos de un año después de su puesta en marcha, el proyecto estaba maduro para iniciar su fase fundamental. Pero el atentado de Madrid del 11—M retrasó todos los planes. Una parte del equipo creyó conveniente suspender el proyecto, mientras que otra se reafirmó en la necesidad de llevarlo adelante. Al—Qaida había golpeado España directamente, y había que tomar medidas drásticas. Yo fui de estos últimos, aunque mi voz, lógicamente, no tuviera relevancia alguna. Mi padre había muerto en un ataque orquestado por al—Qaida, y mi corazón estaba lleno de odio hacia esa organización terrorista, aumentado por los casi doscientos muertos de Madrid.

Ahora me arrepiento con todo mi ser de lo que hice. Pero ya es tarde para eso.

La ciudad elegida para el experimento acabó siendo Madrid, aunque en principio se pensó en Barcelona, la cuna del movimiento okupa en España. Los agentes de campo localizaron un edificio en la Ciudad Universitaria de Moncloa. En realidad se trataba de una sección abandonada de la Facultad de Ciencias Físicas. Tenía cinco alturas y un sótano y, puesto que el experimento iba a llevarse a cabo en las vacaciones de Navidad, el lugar quedaría convenientemente aislado. Se colocaron verjas en las ventanas y una puerta de acero en la entrada, por detrás de las maderas con las que se había tapiado cuando se abandonó. Se conectaron intencionadamente los suministros de luz y agua, para hacerlo más atractivo a sus nuevos inquilinos. Y, por último, se instalaron microcámaras de vigilancia en todas las habitaciones, cuya señal quedó centralizada en una caseta próxima. La tapadera del centro de control del Proyecto 101.

Antes de todo esto, un mes aproximadamente, yo me hice pasar por un okupa en una zona no muy lejana. Me infiltré en un grupo que se autodenominaba «Cambiemos el Mundo». Mi formación militar y tradicional chocó con aquel ambiente de un modo brutal, pero había recibido las instrucciones adecuadas y conseguí acoplarme a su forma de vivir. Al principio creí que se trataría de jóvenes inadaptados, sin más intereses que no trabajar, entregarse a cualquier tipo de vicio y odiarlo todo a causa de su propia frustración.

Pero me equivocaba. Había de todo entre ellos, ciertamente, aunque la mayoría tenía un agudo altruismo, y hasta me atrevería a decir que resultaban admirables en su abnegación por conseguir el objetivo de hacer una sociedad más igualitaria, más justa. Algunos tenían carreras universitarias o las habían abandonado para conocer el mundo real, lejos del ambiente protector de familias tradicionales. Organizaban actos culturales y trataban de transmitir su mensaje idealista a otros jóvenes.

Poco a poco cambié mis puntos de vista. Seguía censurando su modo de actuar, pero ya no los veía como despojos de la sociedad o simples vagos. La realidad era más compleja que todo eso. En mi interior se produjo una lucha cuando llegó el momento de llevar a unos cuantos, con los que tenía mejor relación, hasta el nuevo edificio que había que ocupar. Les conté una historia que habían preparado los responsables del proyecto. Era muy simple. Supuestamente, yo me había enterado a través de un amigo estudiante que existía ese edificio abandonado, en la facultad. Y para terminar de convencerlos les hablé de las normas según las cuales la policía no puede entrar en edificios universitarios sin el permiso expreso del rector, y de las ventajas que tendría ocupar un edificio en una zona llena de jóvenes, muchos de ellos idealistas.

A ese nuevo destino me siguieron seis muchachos: tres chicos y tres chicas. Habían planeado, contando conmigo, instalarse allí para crear un «laboratorio cultural». Un espacio dedicado a lecturas de poesía, representaciones teatrales, aprendizaje de idiomas, debates sobre la situación mundial, etc. Un bonito propósito que nunca llegó a cumplirse, al menos en su ambiciosa medida. Si algo me gustaba por encima de todo lo demás de algunos de esos chicos era que no ponían freno a sus ideas. El único límite para ellos era su propia imaginación. Preferían sufrir decepciones ante muros infranqueables que renunciar antes de tiempo. En eso se distinguían de muchos de los jóvenes de su edad, presos en un mundo lleno de reglas y normas, en el que uno sabe de antemano todo lo que debe hacer en la vida y prácticamente repite lo mismo que han hecho tantos otros, hasta convertirse en piezas o engranajes en una maquinaria de la que nunca se han preguntado si quieren ser parte.

Si hubiera sabido entonces en qué consistía exactamente el experimento, nunca los habría llevado al edificio. Pero yo no sabía exactamente qué iba a ocurrir allí. Cuando llegó el mendigo con «el parásito» en su cerebro, que era realmente quien daba inicio al experimento, creí que sólo se trataba de observar cómo se le controlaba en un entorno social cerrado, a la vez que se estudiaban las reacciones del resto de integrantes de ese entorno.

Por desgracia, no era tan sencillo ni tan benigno. Fui un estúpido. Tuve que haberme dado cuenta de que algo así podía suceder. Nadie gasta tanto dinero, tantos millones de euros, para hacer una simple investigación sociológica. Aquello trataba de crear agentes controlados, personas normales que pudieran infiltrarse en cualquier organización, o bien de implantar el chip a quienes ya pertenecieran a ellas. El control, el dominio de los seres humanos para fines que atentan contra la moral y la ley.

Soy consciente de que, ahora, todo esto no es más que palabrería. Cuando el mendigo empezó a actuar, según las instrucciones que su microchip recibía, las cosas estaban dentro de un cauce admisible. Pero no tardaron mucho en pasar a una nueva fase, la de convertir al pobre hombre en un asesino sin piedad. Hubo momentos en los que yo quise reaccionar. Cuando nos quedamos encerrados en el edificio, una noche gélida de tormenta de nieve, en la que parecíamos aislados en otro planeta, les revelé la encerrona a mis compañeros. A riesgo de mi propia vida. A sabiendas de que mis superiores lo descubrirían todo a través de los sistemas de vigilancia. Tuve que mostrarles dónde estaba una de las cámaras, que arrancamos de la pared.

Pero el mendigo sólo fue un ensayo. Yo era el auténtico experimento. Ahora sé que también me habían implantado el chip, sin saberlo entonces, mientras convalecía en el hospital por mis heridas en Líbano. Me utilizaron doblemente. No me habían activado «el parásito» hasta ese momento para dejar que entablara relaciones personales con los demás jóvenes. Incluso me sentía atraído por una de las chicas, de la que, quizá, me estaba incluso enamorando. Eso era lo más cruel del proyecto. Me hicieron llegar a apreciarles, incluso a enamorarme, para luego obligarme a destruirlos en contra de mi voluntad. Hicieron eso conmigo para probar hasta dónde llegaba su capacidad de dominio sobre la mente. Y cumplí bien sus designios. Me utilizaron y me hicieron terminar lo que el mendigo había empezado. Al final, fui yo quien acabó con los tres a quienes el mendigo no había ya asesinado.

Cuando, antes de matar a la última de ellos, la Doctora fue hasta el edificio con un agente del CNI, y me felicitó personalmente, fue como si lo hiciera el mismo diablo. Aquella mujer era la maldad en estado puro. Sus ojos brillaban como los de una madre orgullosa de un hijo. Pero ese orgullo era la satisfacción del poder. El poder sobre las demás personas. Como si yo fuera un mono de feria, me dijo que la obediencia ciega era la clave. La obediencia ciega que convierte a un ser humano en una fanática e irracional máquina de matar, efectiva, violenta y fría, sin el menor sentimiento. Algo obsceno y repugnante.

Aproveché un momento en el que «el parásito» no estaba activo para darme una descarga eléctrica en la cabeza. Y luego maté al agente militar. Ya no me importaba mi vida, y tenía la fuerza de un animal salvaje cuando está herido. Lo acuchillé y luego fui a por la Doctora. Recuerdo perfectamente su mirada. Cómo cambió la expresión de sus ojos. Sentí placer cuando la golpeé hasta matarla, mientras se desangraba por una herida de bala.

Ése fue el último paso que me separaba de la caída definitiva. No era sólo «el parásito» lo que había hecho aflorar lo peor que había en mí. Mi alma era negra. Siempre lo había sido, y aquello no hizo sino retirar la fina capa de humanidad que la cubría. Una capa demasiado fina.

Salí del edificio y fui directamente a la caseta en la que estaba el puesto de control de la misión. Ya no había vuelta atrás. Le corté el cuello al técnico y cogí el disco duro con las grabaciones de todo lo sucedido. Destrocé todo el resto y me marché a toda prisa en la furgoneta de mis compañeros asesinados. Tenía que esconder el disco y escribir esta historia.

Una mano invisible debía de guiarme, porque logré huir y se me ocurrió un lugar inmejorable para ocultar las pruebas de su crimen: la tumba de mi padre.

Lo único positivo es que el experimento no les salió como esperaban. En un esfuerzo supremo, pude hacer que mi voluntad superara su control. Y ahora tengo en mi poder aquello que puede destruirles. Que debe destruirles.

Ahora, y sólo ahora, comprendía Eduardo el sentido de las imágenes grabadas en el disco duro, bajo los sellos del CNI y el Ministerio de Defensa. Ahora comprendía el significado y el alcance del Proyecto 101. Y sus consecuencias.

Parecía increíble que los gobiernos llamados democráticos pudieran actuar de un modo tan contrario al espíritu que, al menos supuestamente, debería animarlos desde sus raíces más profundas. Aquel proyecto era espeluznante. No había la menor humanidad en quienes lo habían llevado a cabo. El mismo Víctor Gozalo colaboró en ello. Con dudas, pero lo hizo. Las ideas pueden convertir una buena intención en una realmente mala. Mala de verdad.

Eduardo estaba muy alterado. Comprendía también por qué intentaron asesinarle en el cementerio. Si ya querían verlo muerto antes de que estuviera al tanto del contenido de aquel disco duro, para arrebatárselo, ahora se hacía imprescindible para ellos acabar con él y recuperar aquel documento. Y lo conseguirían. Salvo que jugara bien sus cartas.

Cuando Serguéi se levantó por la mañana, Eduardo ya sabía lo que debía hacer.

—¿Tienes una cámara de vídeo en casa?

—¡Qué pregunta! Por supuesto que sí. ¿Prefieres una de tres CCD o algo más convencional?

—La que tengas más a mano. Una que puedas prestarme unos días.

Serguéi volvió al cabo de un momento con una pequeña cámara Canon, comprobó que tenía cargada la batería y se la dio a Eduardo.

—¿Qué vas a grabar con ella?

—Unas imágenes de la pantalla del ordenador. Y tengo que pedirte otro favor. Anoche me dijiste que hoy sales para Ucrania, ¿verdad?

—Sí, pero… te noto muy nervioso. ¿Qué ponía en esa libreta? ¿Qué significan las imágenes de ese disco?

—Es mejor que no lo sepas, de verdad.

Serguéi no insistió. Sabía cómo funcionaban estas cosas y que Eduardo probablemente estaba en lo cierto.

—¿Cuál es ese otro favor que has mencionado?

—Quiero que te lleves esto a Ucrania —dijo Eduardo, señalando la libreta y el disco—, y que lo escondas en algún lugar donde nadie pueda encontrarlo.

Serguéi se quedó perplejo.

—¿Se te ocurre algún lugar? —preguntó Eduardo.

—Se me ocurrirá… Pero me dejas helado. ¿Tan grave es?

—Sí. Y también tienes que prometerme que no leerás la libreta ni intentarás reproducir el contenido del disco.

—Te lo prometo. Sabes que puedes fiarte de mí. Sé guardar secretos.

—Lo sé. Por eso quiero que seas tú quien lo esconda. Si algo me sucediera, entonces deberás hacerlo llegar a la prensa para que se haga público. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Lo que tú digas.

—Y, por favor, no me hagas ninguna pregunta más.

—Soy una tumba.

Aquella última frase hizo aflorar a los labios de Eduardo una sonrisa irónica. De una tumba precisamente había arrancado aquel secreto tan peligroso. Un columbario mudo que podía convertirse en una especie de Caja de Pandora.

Encendió el ordenador portátil de Serguéi y volvió a conectar el disco duro. Introdujo la clave de acceso y encendió la cámara de vídeo. Grabó las imágenes de la pantalla durante un par de minutos, y también las primeras hojas de la libreta de Víctor Gozalo. Le bastaba con que se viera lo que era y que lo tenía en su poder. Aquella grabación iba a convertirse en su seguro de vida.

Luego escribió la clave de acceso al disco en la última página de la libreta, lo guardó todo en la misma bolsa en la que lo había encontrado y se la entregó a Serguéi. Le agradeció su ayuda y se marchó de su casa.

—Ten cuidado —le oyó decir a Serguéi, a su espalda.

Cogió un taxi sin rumbo fijo. Su única intención era alejarse lo más posible de Carabanchel. La paranoia era su mejor aliada en estas circunstancias. Se detuvo en los jardines del Templo de Debod. Antes de encender su móvil, para comprobar si su teoría de que le localizaban de esa manera era acertada, fue hasta el teléfono público del cruce entre la calle Ferraz y el paseo del Pintor Rosales. Introdujo una moneda y marcó el número de Lorena.

—Por favor, no cuelgues, soy Eduardo.

—No pensaba colgar —dijo ella—. ¿Estás bien?

En el tono de sus palabras no había enfado. Sólo un punto de ansiedad.

—Sí, estoy bien. Sólo quería decirte que, pase lo que pase, os quiero a ti y a Celia. Con toda mi alma. Más que a mi vida. Si no he sabido demostrarlo es porque soy débil y un puto cobarde.

—¿De qué estás hablando, Eduardo? Me asustas… Te he estado llamando, pero tenías el móvil apagado.

—¿Llamándome? ¿Por qué?

—Tu casera me avisó de que habían entrado en tu apartamento, y que no conseguía localizarte. Lo han dejado todo destrozado.

Eduardo sabía que no habían sido ladrones, sino los hombres de Garganta Profunda. Era de esperar. Pero eso ya daba igual.

—Dale un beso a Celia de mi parte. Y otro para ti. Os quiero.

Eduardo colgó el auricular. Si llegaban a matarlo, no quería que su ex mujer y su hija no supieran que, en realidad, lo habría dado todo por ellas. Hasta san Pedro renegó de Jesús, y lo amaba. La fortaleza es un don. Quizá la fe pueda mover montañas. Pero la verdadera fe no es mover una montaña, sino creer de veras que la fe es capaz de moverla.

A partir de ahora, Eduardo ya nunca se dejaría vencer por el miedo, la debilidad, la pequeñez.

30

Eduardo encendió el móvil. Al cabo de unos segundos recibió los mensajes con las llamadas perdidas de su casera y de Lorena. Esperó pacientemente a que los hombres de Garganta Profunda aparecieran, sentado en uno de los bancos de madera que hay detrás del templo egipcio de Debod, desde donde se ven los atardeceres más hermosos de Madrid. Eduardo y Lorena habían estado allí muchas veces, de novios. Cuando el amor fluía por sus venas como una droga.

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