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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (23 page)

Entonces la puerta emitió un chirrido y se abrió. Bárbara se golpeó con ella en la frente y estuvo a punto de caer al suelo. Logró evitarlo, aunque se tambaleó. Agarró a Clara de un brazo y escapó corriendo con ella del sótano, hacia el interior del edificio. Hacia un espacio enorme sin salida alguna.

Pensó con rapidez. Si iban al acceso que daba a la calle, estarían perdidas. Sólo había una opción: subir. Esconderse arriba y atacar a Víctor desde las sombras. O burlarlo y regresar después al sótano, donde la trampilla del pozo seguía abierta.

Las dos chicas corrieron en dirección a la escalera que comunicaba las distintas plantas. Subieron por ella alocadamente, dando traspiés aquí y allá, en medio de la oscuridad. En la última planta, la única ventana sin cubrir que había en todo el edificio, a excepción del piso bajo, les lanzó su rayo de luz mortecina. Bárbara empujó a su hermana hasta la zona más alejada de la escalera y buscó un recodo donde ocultarla.

—Tú quédate aquí. ¡No hagas ruido ni te muevas, pase lo que pase!

Después volvió sobre sus pasos, acercándose al lugar por donde Víctor no tardaría en aparecer. Se escondió en la oscuridad, a un lado, y volvió a sacar el cuchillo. Lo agarró con fuerza, aunque la mano le temblaba. Tenía que sorprender a Víctor y clavárselo antes de que él pudiera reaccionar. No sabía qué le estaba ocurriendo, pero matarlo era su única posibilidad de escapar con vida de aquella locura; por más que le costase, eran ellas o Víctor.

24

Eran las ocho de la tarde. Una vez más, Eduardo llegó a su casa completamente empapado. La lluvia había lavado las lágrimas de su rostro, pero aún inundaban su corazón. Pensó en la granada de mortero que segó la vida de Diego García, en Kosovo. Y una vez más deseó haber sido él el muerto. Pero en esta ocasión, y por vez primera, lo deseó de verdad. Estaba seguro de que la vida de Diego habría sido más provechosa que la suya. Es difícil ser peor que alguien que hace daño a las personas que le aman.

La soledad de su piso le pareció insoportable. Salió de nuevo y, en un bar cualquiera, en el que entró minutos después, se secó un poco en el servicio y vomitó en la taza. Aquel retrete estaba tan sucio que, paradójicamente, le agradó estar en él. Era lo que se merecía y lo que le correspondía. Aquella inmundicia era una perfecta alegoría de su propia alma.

—Soy una mierda —se dijo, y sintió que era cierto.

Ni siquiera quiso prometerse a sí mismo otra vez que iba a cambiar, a dejar la bebida, a ser de nuevo la persona alegre y rebosante de energía que era diez años atrás, cuando se enamoró de Lorena. Sus sueños se habían desvanecido, y en el horizonte no encontró el sol, sino la oscuridad de una noche sin estrellas.

Entonces recordó el número de teléfono de Garganta Profunda. No debía ponerse en contacto de nuevo con él bajo ninguna circunstancia, salvo que hubiera llegado a la meta. Ésas habían sido, poco más o menos, sus palabras. Pues bien, entonces ya podía llamarlo. Había terminado con aquel asunto. La maldita meta le parecía inalcanzable. Y si no era así, le daba igual. Iba a dejarlo todo y a sumirse de nuevo en el consuelo de su mejor y más fiel amigo: Johnnie Walker.

Marcó el número en su móvil.

—¿Lo tiene? —dijo Garganta Profunda al otro lado, con un punto de ansiedad en su ahogada voz.

—No.

—Entonces… ¿Qué le ha pasado? ¿Está bien?

—Se acabó.

Hubo una pausa. Eduardo vaciló un instante, pero luego colgó. No tenía nada más que decir.

Casi al momento, el timbre de su teléfono empezó a sonar. No lo cogió. Rechazó la llamada y apagó el aparato. No quería volver a hablar nunca más con Garganta Profunda. No quería más llamadas de nadie, en realidad.

Eduardo salió del lavabo y se dirigió hacia la barra del bar. El camarero lo miró como se mira a un despojo humano. Le pidió un whisky doble y empezó a saborearlo, con la boca amarga. Dejó la mirada perdida en las decenas de botellas que tenía enfrente. También había un espejo. Tardó en darse cuenta de que la figura reflejada, detrás de las botellas, era la suya. Era la viva imagen de un ser derrotado.

Entonces, un destello iluminó su mente exhausta. No podía ser tan sencillo. Quizá, igual que la clave del violín, la solución del enigma había estado siempre delante de sus ojos, sin comprenderla. Recordó de nuevo las palabras de Víctor Gozalo. Dijo que su padre tenía el secreto en su tumba y mencionó a una tal Almudena. ¿Y si hablaba de forma literal? ¿Y si el secreto estaba escondido en la tumba del padre de Gozalo? Almudena bien podía ser el cementerio del este de Madrid, conocido por ese nombre… ¿Era posible? «Por qué no», se dijo a sí mismo. El rostro del espejo le sonrió. Volvía a ser el del Eduardo Lezo de siempre.

Revitalizado, apartó el vaso de whisky y pidió al camarero que le sirviera un café lo más cargado posible. Se lo bebió de un trago y sintió la necesidad de vomitar de nuevo. Corrió al lavabo y estuvo un cuarto de hora echando más de lo que había ingerido. Cuando volvió, pidió otro café y una aspirina. Empezaba a notar que las ideas volvían a fluir con normalidad a su cerebro.

Pagó las consumiciones y salió a toda prisa del bar. Cerca había una parada de taxis. Miró la hora. Las nueve de la noche. Con toda seguridad, el cementerio de la Almudena estaría cerrado. Además, ignoraba el lugar exacto donde estaba enterrado el padre de Víctor Gozalo. Tendría que esperar a la mañana siguiente y averiguar la ubicación de la tumba.

No sabía si sería capaz de aguantar la exaltación que lo embargaba. Regresó a casa y revisó la grabación del día en el que había visitado a Víctor Gozalo en la clínica de enfermos mentales. Lo que había dicho exactamente era: «Mi padre guarda el secreto en su tumba. Almudena, Almudena lo sabe».

Sí, tenía que significar eso. No era otra de sus extrañas metáforas. Le había dado la clave del enigma desde el principio, pero él no había sido capaz de comprenderla. Hasta ahora. Pero faltaba un detalle: ¿qué significaba lo que estaba escrito en el mástil del violín? Eso seguía siendo un misterio, aunque Eduardo estaba seguro de que no tardaría en descubrir también su significado, si estaba en lo cierto respecto a lo demás.

A la mañana siguiente, Eduardo vio cómo el sol iluminaba, tras el manto grisáceo y denso de las nubes, el amanecer de un nuevo día. No había pegado ojo en toda la noche, preso de la inquietud de estar, posiblemente, ante la resolución del misterio en el que se hallaba metido hasta el fondo, como una curva vertiginosa que se cierra sobre sí misma.

Había visto en la página del cementerio de la Almudena en internet que éste abría sus puertas a las ocho de la mañana. Eran apenas las siete y media cuando salió de casa, con su libreta de notas y su cámara de vídeo. Cogió el móvil, pero en ningún momento lo encendió. No pudo tomar más que un vaso de leche caliente con azúcar, y hasta eso le dio arcadas. Tenía un nudo en el estómago y una acidez horrible por los excesos del día anterior.

Dejó la moto en una de las amplias aceras que bordean los arcos de acceso al cementerio. No sabía el nombre del padre de Víctor Gozalo, pero ese apellido no era muy habitual. Confiaba en que no resultara muy difícil localizarlo. Si no lo lograba, sólo había dos personas a las que preguntar, y prefería no tener que recurrir a ninguna de ellas, aunque por motivos diferentes. La primera era Garganta Profunda y la segunda el anciano luthier al que había engañado para conseguir el violín, el Maestro del Espejo.

Las oficinas del cementerio estaban a un lado de los arcos. Eduardo fue al mostrador de información y preguntó por el apellido que buscaba. Sólo sabía eso, y que su entierro debía de ser más o menos reciente. Una competente empleada comprobó la base de datos del ordenador y, para alivio de Eduardo, localizó la tumba. Su nombre completo era Gregorio Gozalo Nieto y sus cenizas habían sido depositadas en un columbario hacía poco menos de un año.

Tenía que ser él.

Estaba en la zona que en otro tiempo se reservaba a los no católicos, conocida como Cementerio Civil. Aquel recinto se encontraba separado del resto de la Almudena por una disposición del siglo XIX que exigía que los muertos siguieran aislados los unos de los otros, como en vida, según sus ideas. Ahora, esa distinción carecía ya de sentido, aunque por el modo en el que fue construida, aquella área del cementerio continuaba estando aparte.

La funcionaria le dijo también que allí había enterrados muchos hombres ilustres, casi todos masones o protestantes, aunque también había judíos —que tenían un espacio propio—, ateos, orientales y ahora católicos. Le dio un folleto con la ubicación de las tumbas de los personajes célebres, como Pío Baroja, Pi y Margall, Salmerón, Pablo Iglesias, Dolores Ibárruri «Pasionaria», Arturo Soria, etc. En el plano marcó con un bolígrafo la zona de los columbarios donde se hallaba el de Gregorio Gozalo. También le avisó, al verlo con la bolsa de la cámara de vídeo al hombro, que no estaba permitido grabar ni tomar fotos, salvo que se solicitara un permiso especial.

Eduardo le dio las gracias y volvió a la moto. Salió a una rotonda para enfilar la avenida de Daroca. A unos quinientos metros, bordeando la tapia del cementerio, llegó a su destino, a la izquierda de la vía. Estacionó junto a la puerta y se extrañó de que, a pesar de lo reducido de la zona de aparcamiento, no hubiera problemas para dejar un vehículo. De hecho, no había ni un solo coche, lo que le hizo dudar y cerciorarse de que no estaba prohibido aparcar.

El acceso se hallaba hacia la mitad del recinto. Era un paseo bordeado a ambos lados de imponentes panteones. El aspecto general, en contraste, era muy descuidado. Algunas lápidas estaban rotas, con los elementos conmemorativos en el suelo. Había una pequeña garita de vigilancia, pero estaba vacía. Seguramente el guarda estaría al otro lado de la calle, en el que había un acceso lateral a la Almudena propiamente dicha. Tampoco había allí ninguna persona de visita. Eduardo recordó unos hermosos versos de Gustavo Adolfo Bécquer: «¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!».

Era cierto. Pero eso a él le beneficiaba. Si en pleno día y con las puertas abiertas no había un alma en el Cementerio Civil, ni siquiera un vigilante, por la noche debía de estar completamente abandonado. Tampoco vio cámaras de vigilancia. Miró el plano. Lo orientó respecto del paseo central y se encaminó hacia el fondo, y luego a mano derecha. Subió por una leve cuesta hasta la zona que quedaba a su izquierda. Los columbarios se alzaban en la pared del fondo.

Eran como las taquillas de una estación, se dijo Eduardo. Cada vez estaba más convencido de que sus deducciones eran correctas. ¿Qué mejor lugar que aquél para guardar un secreto? ¿Qué mejor caja de seguridad?

Caminó entre las tumbas hasta situarse frente a los columbarios. Estaban agrupados todos juntos, en hileras de tres alturas, salvo una parte en la que eran de cuatro. Tenía la indicación del que correspondía a Gregorio Gozalo: sección 1, número 308, cuerpo 1. Lo buscó como alguien que trata de localizar un buzón en un gran edificio o un apartado de correos. Allí estaba la lápida 308, en la zona media, por encima del correspondiente a uno de los personajes ilustres del cementerio, otro militar, como Gregorio Gozalo, el general republicano Enrique Líster. Pero era una lápida muda. En ella no había nada escrito, salvo el número, que estaba grabado en el mármol.

Debía de haber alguna equivocación. Aquel columbario no parecía ocupado. Casi consternado, Eduardo decidió regresar a la oficina de información. El nombre de Gregorio Gozalo figuraba en la base de datos, luego debía estar enterrado en la Almudena. Era muy extraño.

No había ningún error. La funcionaria del cementerio le explicó que no siempre las familias grababan sus nombres en las lápidas. A veces sólo ponían el nombre de pila; otras veces, por el contrario, grababan incluso alguna frase de homenaje. En ciertas ocasiones, como ésa, nada indicaba la identidad del difunto.

Eduardo se tranquilizó, pero luego sintió un estremecimiento. Su propósito era violar aquella tumba, «profanarla», en cuanto tuviera ocasión. Esa misma noche, si nada lo impedía. Regresó a los columbarios. Delante de la tumba muda, sacó su cámara de vídeo, miró en derredor, para comprobar que seguía solo, y tomó varios planos. Ya no tenía nada más que hacer allí por el momento. Sin saber por qué, pues no era hombre religioso y no sabría decir siquiera si creyente, se persignó y rezó la única oración que recordaba completa, el padrenuestro. Luego guardó de nuevo la cámara y volvió sobre sus pasos. El día era gris, pero al menos no llovía. Aunque las nubes amenazaban con descargar en cualquier momento.

Quizá Dios, si es que existía, opusiera las fuerzas de la naturaleza contra él esa noche, cuando regresara para profanar la tumba de Gregorio Gozalo y arrancarle su secreto. Pero mucho debería esforzarse el mismo Dios para impedírselo, porque su voluntad era tan imperturbable como la soledad de aquel cementerio.

Eduardo encendió un momento el teléfono para saber si tenía llamadas perdidas. Al poco tiempo recibió dos mensajes. El primero correspondía a una llamada de su mujer, que luego le había escrito un escueto mensaje, el segundo: «Estoy muy enfadada, pero creo que sí puedes cambiar». Eduardo sonrió al leerlo. Era una gran mujer y una buena persona. No merecía todo lo que le había hecho sufrir.

No tenía más mensajes. Pero no podía saber si le había llamado Garganta Profunda, desde su número oculto.

Apagó de nuevo el aparato y volvió a mirar al cielo amenazador antes de irse.

25

Algunos ojos ven en la oscuridad y hay oídos que escuchan los más leves susurros. Como los ojos y los oídos del edificio abandonado. Ahora guiaban a Víctor entre las sombras y el silencio, como un ser sin voluntad y con un único objetivo: matar.

Bárbara había escondido a Clara en una especie de nicho del piso superior. Ella regresó hacia la escalera y esperó a Víctor tras un muro. No iba a permitir que volvieran a hacer daño a su hermana. Ya le falló una vez, pero eso no volvería a ocurrir.

Respiraba por la boca, muy abierta, tratando de evitar el menor ruido. Su corazón hacía que vibrara a intervalos rápidos y regulares, bombeando sangre a través de sus venas a punto de estallar.

Los pasos de Víctor se acercaban. Parecía arrastrar los pies, aunque el dolor de su tobillo se había disipado en la oleada química que anegaba su cerebro. El momento estaba llegando. La vida o la muerte iban a enfrentarse en una lucha definitiva. Bárbara levantó el cuchillo. Si lograba herir a Víctor, podría regresar con Clara al sótano y escapar por el túnel que había usado el mendigo para entrar y salir del edificio.

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