El sueño de Hipatia (36 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

Aún resonaban en el mármol del pavimento los pasos del patriarca cuando Orestes ordenó que preparasen su caballo. Diez minutos más tarde, el prefecto cabalgaba a más velocidad de la aconsejable por las calles del barrio de Bruquio. Tardó muy poco en llegar a la Vía Canópica donde la densidad del tráfico lo obligó a refrenar la marcha de su caballo, permitiendo aproximarse a los jinetes de su escolta que ya no se separaron de él hasta llegar a la casa de Hipatia.

El ruido atrajo a varios esclavos; uno de ellos, al ver al prefecto, corrió a dar aviso al mayordomo. Cayo recibió al prefecto en el portal.

—¿Dónde está tu ama?

El mayordomo, olvidándose de consideraciones protocolarias, le preguntó:

—¿Ocurre algo?

—¡Es urgente que hable con ella!

—¿Qué ocurre? —insistió.

El prefecto no disimuló su malhumor.

—He dicho…

—¿A qué viene tanto jaleo?

La voz sonó suave, envolvente; Hipatia bajaba la escalera. Llevaba el pelo recogido y vestía una túnica blanca de algodón y de amplias mangas, una prenda cómoda para estar en casa que, sin embargo, no restaba elegancia a su porte.

—¡Tenemos que hablar!

—¿Por qué estás tan alterado? ¿Qué sucede?

—¡Tengo que decirte algo muy importante!

—Ven, acompáñame.

Hipatia lo tomó por el brazo y juntos se encaminaron hacia uno de los peristilos del jardín, un lugar apartado y discreto. Antes de que Orestes dijese nada, batió palmas y otra vez apareció Cayo.

—¿Llamabas, mi ama?

La dueña de la casa miró al prefecto.

—¿Un refresco? ¿Un poco de vino?

—Vino, por favor.

—Para mí, agua.

—Enseguida, mi ama.

Cayo hizo una ligera inclinación y se retiró. Orestes no se anduvo con melindres.

—El patriarca te acusa de hereje.

En los labios de la matemática apuntó una sonrisa.

—No puede hacerlo, no estoy bautizada. Yo no soy cristiana.

—No me he expresado bien. En realidad de lo que te acusa es de proteger la herejía.

Hipatia recogió un mechón de su pelo y se acercó a un macetón donde florecían adelfas blancas.

—¿Desde cuándo a defender las tradiciones de nuestros antepasados se le llama de esa forma?

—No se refiere a tus formas de vida que, desde luego, considera impías y provocadoras.

Hipatia se encogió de hombros.

—Eso no es nuevo. Todo lo que no es agradable a sus ojos lo considera detestable. He sido testigo del cierre de centros e instituciones que durante siglos marcaron la vida de esta ciudad, incluida la destrucción del Serapeo y el incendio de su biblioteca, pero disculpa que te haya interrumpido. ¿En qué fundamenta su ataque?

—¿Conoces a un tal Apiano?

La pregunta quedó en el aire al aparecer un esclavo con el agua y el vino. Sirvió las bebidas en copas de fino cristal y se retiró.

—¿Por qué me lo preguntas? —En la frente de Hipatia había aparecido una pequeña arruga.

—Primero, respóndeme, por favor.

—Mis relaciones no le incumben a Cirilo, forman parte de mi vida privada.

—¿Has tenido alguna relación con ese Apiano? —insistió el prefecto.

Ella lo miró fijamente a los ojos.

—Voy a responderte porque sé que tu pregunta la dicta el afecto.

En pocos minutos le explicó la historia de Papías y la última visita de Apiano.

—Recuerdo que vino el mismo día en que eligieron patriarca a Cirilo y que se marchó al día siguiente.

—¿Se llevó consigo todos los textos?

—Todos.

—¿Estás segura?

—Completamente, ¿por qué?

—Para saber que la situación no se complicará más.

Hipatia dio un sorbo a su agua.

—Creo que ahora las explicaciones te tocan a ti.

Orestes le contó el tenso encuentro que acababa de mantener con el patriarca y aludió a la carta que Cirilo le había mostrado.

—¿Te la ha enseñado?

—Sí.

—En tal caso, has de saber que la han robado de mi biblioteca.

Hipatia no parecía alterada.

—Deberías investigar entre la servidumbre.

—Voy a hacerlo.

—Lo más grave es que puede acusarte de proteger a un hereje peligroso. Me ha pedido que proceda en tu contra.

—También yo podría acusarlo.

—¿Tú?

—Sí, yo. Si no de robo, al menos de posesión ilícita.

—Ese es un terreno resbaladizo.

Hipatia palmeó y poco después Cayo hizo nuevamente acto de presencia.

—¿Llamabas, mi ama?

—¿Sabes de alguien que haya entrado en la biblioteca?

—Nadie, mi ama. Bueno… —El mayordomo recordó algo—. Hace unos días, con motivo de los preparativos para el concierto, subí con dos esclavos y… ¿Ha ocurrido algo? —preguntó alterado.

—Han robado una carta.

El semblante de Cayo enrojeció.

—¡Ha sido él! —exclamó turbado.

—¿Quién es él?

—¡Uno de tus alumnos, mi ama!

—Explícate.

—Creo que se llama Siro.

—Uno de mis alumnos, en efecto, se llama Siro, es cristiano y creo… creo…

Hipatia no terminó la frase; le resultaba doloroso pensar que uno de sus propios alumnos la hubiese traicionado, pero no albergaba dudas de que, si el joven Siro había estado en la biblioteca, su mano era la que había puesto en las de Cirilo la carta de Papías que Apiano le había llevado.

—¿Qué crees? —preguntó Cayo inquieto.

—Que Siro ha recibido alguna orden eclesiástica, aunque no podría precisarte. —Miró a Cayo con el dolor reflejado en sus pupilas—. ¿Cómo accedió a la biblioteca?

El mayordomo explicó lo ocurrido.

Subieron a la biblioteca e Hipatia fue directa al mueble donde guardaba parte de su correspondencia. Al abrir el cajón donde debía estar la carta, no la encontró.

—Cuando Apiano se llevó los códices guardé la carta en este mueble. Ha desaparecido.

—¡Cirilo es algo más que un fanático! ¡Es un bellaco! —exclamó el prefecto encolerizado.

Bajo la bóveda donde estaba representado el firmamento de Alejandría en el solsticio de verano, Orestes explicó sus temores a su maestra y amiga. No podía borrar de su mente la imagen del patriarca cuando desde la puerta de su despacho agitaba con rabia el papiro y gritaba: «¡Esto no va a quedar así!».

A pesar de que los esplendores de otros tiempos habían quedado atrás, la actividad en los dos puertos de Alejandría era incesante, tanto en el Grande, que se abría a la ensenada en uno de cuyos extremos se alzaba el Faro, como en el Eunostos, al otro lado del Heptaestadio. Allí los marineros y los estibadores, los vagabundos y las prostitutas, los vendedores ambulantes y los que esperaban una oportunidad daban vida a los grandes barrios que se extendían a lo largo de los muelles.

En la punta de Loquias, la que cerraba el Gran Puerto por el este, solo quedaban abiertas algunas tabernas. Desde hacía unas décadas, tras el cierre de los dos templos que allí se alzaban, el abandono del lugar había ido en aumento. En una de ellas, un grupo de hombres bebía y jugaba a los dados. En torno a una de las mesas se sucedían los gritos de júbilo y decepción, según rodaba la suerte. El ruido inundaba hasta el último rincón del tugurio donde recalaban algunos marineros con la paga fresca, dispuestos a comerse y beberse una parte antes de dejársela en alguno de los lupanares de la otra zona del puerto.

A pesar de lo abandonado del lugar algunas prostitutas callejeras rondaban a la caza de posibles clientes. No les importaba desafiar las restricciones impuestas recientemente por Cirilo y se arriesgaban a sufrir alguno de los castigos establecidos en la nueva normativa que se aplicaba por buscar clientes en la vía pública.

Ése había sido uno más de los choques habidos entre el poder civil y religioso de la ciudad. Cirilo se había alzado con el triunfo, al conseguir un decreto imperial firmado por Teodosio II, en exclusiva para la ciudad de Alejandría, por el que las diferentes categorías de rameras no podían buscar clientes en las calles. Las prostitutas quedaban recluidas en los burdeles y cuando salían de ellos, según se señalaba en el decreto imperial, tenían que llevar puestas unas tocas de color azafranado que permitiese identificarlas fácilmente.

Desde la calle llegaron unos alaridos que se elevaron por encima de los ruidos de la taberna; instantes después, apareció en la puerta una mujer con el rostro ensangrentado y sujetando sobre el pecho los jirones de su túnica desgarrada.

—¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Que alguien nos ayude!

En la calle los gritos eran estremecedores.

—¿Qué ocurre? —le preguntó el tabernero, un individuo corpulento, con la cabeza afeitada y unas muñequeras de cuero, que estaba cerca de la puerta repartiendo el vino de una jarra entre un corro de estibadores.

—¡Los parabolanos! ¡Están apaleando a Susana! ¡Si alguien no acude la van a matar!

Los estibadores intercambiaron una mirada y, sin decir palabra, enfilaron la puerta. Instantes después los gritos habían cobrado otra dimensión. Algunos parroquianos más salieron a la calle y se sumaron a la pelea.

No hubo muertos, pero sí numerosos descalabrados y los efectos de la pelea eran visibles. En la taberna, a cuyas puertas se había iniciado la reyerta, unas mujeres atendían a las dos prostitutas. Una de ellas tenía una brecha en la frente, era más escandalosa que grave. La otra estaba malherida; los parabolanos la habían golpeado sin piedad.

—¡La culpa es de esos malditos monjes! —exclamaba un marinero ilirio, cuyo barco había llegado aquella mañana al Eunostos y al que le vendaban una herida en el brazo.

—¡También el prefecto tiene mucha culpa por haber permitido que se le suban a las barbas! —protestó la joven que lo vendaba.

—Por lo menos, en esta ocasión los soldados han intervenido.

—Es la primera vez que eso pasa en mucho tiempo —insistió la joven.

—¡Pues si no llegan a aparecer, ahora en lugar de curar heridos, se estaría retirando cadáveres!

—Ha tenido que ocurrir algo muy gordo para que Orestes haya dado ese paso.

—He oído decir que entre él y el patriarca las diferencias son muy grandes.

—Es cierto —ratificó la joven.

—¡Pues eso sí que es extraño!

—¿Por qué?

—¡Por todas partes las autoridades y el clero han juntado el culo! —exclamó el marino soltando una risotada.

Era la medianoche y en la casa se respiraba el silencio, después de un día tan agitado. Hipatia daba los últimos retoques a un texto, antes de retirarse a descansar. Unos golpes en la puerta la sobresaltaron.

—¿Quién llama?

—Soy Cayo, mi ama, ¿puedo pasar?

—Entra.

El mayordomo apagó el pequeño candil que llevaba en la mano. Se acercó hasta la mesa donde estaba su ama y con voz queda le comentó:

—Han encontrado a Siro.

Hipatia lo miró sorprendida.

—¿Lo buscaban?

—Los hombres del prefecto.

—No lo sabía. ¿Por qué me lo dices?

—Porque lo han encontrado muerto.

Hipatia soltó el cálamo con que escribía.

—¿Cómo ha sido?

—Estaba colgado de una viga en un altillo de su casa.

—¿Se sabe quién lo ha hecho?

—Se ha suicidado.

—¿Cómo lo han averiguado? —preguntó Hipatia con un pellizco en el estómago.

—Tuvieron que echar abajo la puerta, estaba atrancada y también el ventanuco. Además, dejó una carta.

—¿Qué decía?

—Te pedía perdón por haber faltado a tu confianza y generosidad.

Cayo sacó de su túnica un pliego doblado, se lo dio a su ama y dijo a modo de excusa:

—Cuando la han traído ya era de noche.

Hipatia lo leyó varias veces sin poder contener las lágrimas que desbordaban sus ojos.

Siro, arrepentido de su acción, le pedía perdón.

28

Roma, 1948

Eran las once y media cuando Sandro Martinelli llamó suavemente a la puerta y al abrirla sus pulmones acusaron el efecto de la cargada atmósfera del reservado de Il Galeone donde cenaba Su Eminencia. Interrumpió la animada conversación que mantenían Silvio Piccolomini y sus acompañantes: la condesa Odescalchi y dos elegantes caballeros. Se excusó y, acercándose al cardenal, susurró unas palabras a su oído.

El purpurado lo miró de frente.

—¿Tan importante es?

—Eso dice, eminencia.

Piccolomini dejó la servilleta sobre la mesa y pidió disculpas a sus acompañantes.

—Vuelvo enseguida, os aseguro que lo mejor de esa historia es su final.

Cogió el paquete de cigarrillos y su mechero, y salió del reservado hacia el discreto rincón donde estaba la cabina telefónica.

—Espero que no sea una pamplina.

—Asegura que es algo muy grave.

—¿Ha dicho grave?

—Lo ha repetido una y otra vez cuando le he dicho que estaba usted en una importante reunión. Está muy alterado.

Siguiendo el protocolo, Martinelli cogió el teléfono.

—Le paso a Su Eminencia.

Piccolomini no se anduvo por las ramas.

—Espero que sea algo tan importante como para haberme sacado de la reunión.

—Su Eminencia jamás me perdonaría no haberle informado inmediatamente. No he podido hacerlo antes porque he estado hasta hace poco rato en la comisaría.

—¿Qué ha ocurrido?

—Han asesinado a Boulder; bueno —corrigió Naguib—, en realidad ha habido dos asesinatos.

—¿¡Cómo dice!?

—Que ha habido dos asesinatos, eminencia.

—¿A quién más han asesinado?

—A Alfred Best, eminencia.

Silvio Piccolomini permaneció en silencio unos segundos.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—No puedo precisárselo con exactitud, pero ha tenido que ser a lo largo de esta tarde.

—¿Los dos?

—Sí, eminencia.

Después de otro breve silencio el cardenal empleó un tono exigente.

—¡Cuénteme todo lo que sepa!

—No sé mucho más, eminencia. La primera noticia que tuve fue que Boulder había aparecido asesinado en su apartamento y poco después me enteré de que habían encontrado muerto al profesor en la habitación de su hotel.

—¿Muerto o asesinado?

—Asesinado, eminencia, le han roto el cuello. Al parecer, los dos escenarios estaban revueltos; el asesino buscaba algo.

—¡Claro que buscaba algo! —Piccolomini no había podido contenerse—. ¡Quien haya cometido esos asesinatos busca lo mismo que nosotros! Supongo que la policía está husmeando.

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