El sueño de Hipatia (16 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

—Un paradisíaco club nocturno, donde se cena, se baila y se juega fuerte. Faruk suele acudir, aunque cada vez menos, porque últimamente prefiere L'Auberge des Pyramides. Jugaba una partida de póquer y quedó solo frente a un último jugador. La apuesta era muy elevada, y cuando el rival mostró sus cartas tenía una escalera. Faruk enseñó las suyas: un trío de reyes; había perdido. Sin embargo, exclamó con aire triunfal: «¡Póquer de reyes! ¡He ganado!».

»Todos los presentes se quedaron en silencio.

»—Majestad, solo tenéis un trío, la escalera gana —balbuceó el jugador.

»—¿Un trío, dices?

»—Así es, majestad.

»Faruk extendió sus brazos y exclamó:

»—¡El cuarto rey, el que completa el póquer, soy yo!

»El jugador estafado enmudeció atónito. Faruk recogió el dinero que había sobre la mesa y se lo quedó. Todos los presentes, menos el jugador, rieron el ingenio de ese truhán. Ahora irá a alguno de esos clubs para jugar o bailar con la mujer que le apetezca, sin tener en cuenta consideración alguna.

Reemprendimos la marcha, en medio de un tráfico infernal, no tanto por el número de vehículos cuanto por la gente y los animales de toda clase que circulaban por la calzada, sin hacer el menor caso al tráfico rodado, hasta el hotel Shepheard, uno de los más lujosos de la ciudad, donde teníamos reservado alojamiento por cuenta de la Theological School. Cuando bajamos del coche apestábamos a tabaco, estábamos derrengados y la noche caía sobre El Cairo. Habían transcurrido doce horas desde que llegamos al aeropuerto de Londres. Hicimos entrega de los pasaportes y nos registramos en recepción, mientras Boulder preguntaba por nuestros equipajes. Lo único bueno que había tenido la parada, aparte de ver la media docena de Rolls-Royce Phantom escoltados con la parafernalia propia de una monarquía oriental, era que las maletas ya estaban en nuestras habitaciones.

Quedamos con Boulder en vernos al día siguiente a las diez de la mañana. Entregó al profesor una tarjeta con la dirección de su tienda de antigüedades, le deseó un descanso reparador y desapareció rápidamente sin apenas despedirse de Ann y de mí.

Best dijo que no bajaría a cenar, pediría algo al servicio de habitaciones. Ann y yo decidimos que, después de un buen baño, no desperdiciaríamos nuestra primera noche en El Cairo.

Conocía el Opera Casino de mis años de corresponsal. Cuando crucé la puerta comprobé que mantenía el lujo y la elegancia que lo habían convertido en el lugar más glamuroso de El Cairo. Era, junto al Covent Garden, el club más frecuentado por los oficiales británicos, que entonces podían encontrarse por todas partes. Los egipcios no nos miraban con buenos ojos después de décadas de dominio colonial que no habían dejado un buen recuerdo, pero apreciaban nuestras libras esterlinas. El cambio más llamativo era que el local ya no estaba lleno de uniformes británicos, sino de esmóquines de aristócratas egipcios y hombres de negocios, muchos de ellos tocados con el
tarbush
, acompañados por sus esposas o sus amantes. Una generosa propina nos proporcionó una mesa excelente, ni al borde de la pista de baile ni tan alejada que se perdiesen los detalles que convertían una danza del vientre en una obra de arte, más allá de la belleza de la bailarina.

En la recepción del Shepheard me había informado de que Badia Masabni continuaba al frente del Opera Casino. Una vez instalados, pregunté por madame Badia; aunque no había sido un asiduo porque mi sueldo de entonces no me lo hubiese permitido, no quería dejar pasar la ocasión de saludarla. Tardó en venir casi diez minutos, después de que nos hubiesen servido las bebidas, whisky para mí y gin-tonic para Ann, pero cuando se acercó hasta nuestra mesa, se mostró encantadora y me saludó por mi nombre. No tenía nada de particular, las normas del club obligaban a registrarse a la entrada, como si se tratase de la llegada a un hotel. Sin embargo, después de los saludos y unas palabras de cortesía banal, dijo algo que dejó a Ann atemorizada y a mí un punto más que preocupado.

—Por favor, no mire hacia su derecha. Deje transcurrir unos minutos y, cuando mire, hágalo con disimulo.

—¿Ocurre algo? —le pregunté reprimiendo el deseo de mirar. Como todo el mundo sabe, los periodistas somos curiosos por naturaleza.

—El individuo que está solo en una mesa del fondo y viste un esmoquin blanco no les ha quitado el ojo de encima desde que han llegado. No tenía mesa reservada y ha entrado poco antes que ustedes. Ha pedido una mesa desde la que pudiese ver toda la sala.

—¿Qué tiene eso último de extraño?

Madame Badia sonrió con suficiencia.

—Le interesa más el público que las bailarinas, ¿no le parece extraño? Creo que no debe perderlo de vista.

Nos dedicó una sonrisa encantadora y se retiró saludando a algunos clientes con medida cordialidad y deteniéndose en un par de mesas.

Dejé que transcurriese un tiempo prudencial y, como faltaban algunos minutos para que comenzase el espectáculo, decidí que lo mejor era ir a la
toilette
; en Egipto la influencia francesa se notaba mucho más que la británica en multitud de pequeños detalles. Recordaba dónde estaban los servicios y eso me permitiría satisfacer mi curiosidad.

Pude verlo perfectamente a mi regreso de la
toilette
. Como sospechaba, no lo había visto en mi vida. Hubo un instante en que nuestras miradas se cruzaron y supo que no era casual que me hubiese fijado en él. Mantuvo fijos sus ojos en mí, como si desease amedrentarme con la mirada.

—Madame Badia no se ha equivocado —susurré al oído de Ann—. Ese individuo está pendiente de nosotros. Si quieres —añadí—, puedes mirar con descaro; ya sabe que nos hemos percatado de su presencia.

Ann no necesitó que se lo repitiera. Se giró en su asiento y lo miró sin disimulo. En aquel momento el presentador anunció el comienzo del espectáculo. Después de las actuaciones de tres bailarinas que hicieron las delicias de los asistentes y justo antes de que comenzase la actuación estelar de Tahiya Kanoka, el camarero se acercó a nuestra mesa. En una bandeja de plata traía una nota.

—Es para el señor.

Antes de cogerla, miré hacia la mesa del fondo y comprobé que el individuo del esmoquin había desaparecido. El mensaje era escueto:

S
I APRECIA EN ALGO SU VIDA Y LA DE LA JOVEN QUE LO ACOMPAÑA
,
MÁRCHENSE DE
E
L
C
AIRO
.

—¿Qué ocurre? —me preguntó Ann.

Pensé que lo mejor era que estuviese al tanto; al fin y al cabo también le afectaba a ella. Le pasé la nota y después de leerla me preguntó sin dar la menor muestra de nerviosismo:

—¿Podrías explicarme qué has venido a hacer a El Cairo para recibir esta amenaza?

Un potente reflector alumbró el centro de la pista de baile a la par que aumentaba la penumbra en la sala. La voz cálida del presentador anunció: «Damas y caballeros, con todos ustedes la única, la sin par, la inigualable Tahiya Kanoka».

Un suave sonido de tambores acompañó la aparición de la que muchos consideraban la mejor bailarina de todos los tiempos. Parecía que los años no pasaban por aquella maravillosa mujer que convertía en un lujo, un verdadero privilegio, verla interpretar la danza del vientre. Su primera danza fue una mezcla de suaves contoneos y movimientos felinos. En la segunda inició un desafío a los tamborileros con sus voluptuosos movimientos, cargados de sensualidad. Tahiya, sin embargo, no necesitaba para conseguir la excitación del público recurrir a contorsiones lujuriosas. Su danza rozaba la perfección. Era una exhibición de belleza, sensualidad y armonía, sin que fuese obstáculo para imprimir a sus movimientos un ritmo vertiginoso. Era capaz de mantener el equilibrio en circunstancias excepcionales, como con un candelabro encendido sobre su cabeza mientras su cuerpo realizaba contorsiones increíbles. A ello se sumaba que era una bailarina inteligente.

Entre los espectadores, muchos de ellos devotos de Tahiya que acudían al Opera Casino solo para disfrutar con su baile y su hermosura, se había hecho un silencio absoluto. Alguna gente contenía la respiración.

Ni Ann ni yo disfrutamos del momento como se merecía, rumiábamos aquellas dos líneas que a mí me habían desconcertado y suponía que a ella le planteaban numerosas interrogantes sobre mi presencia en la capital egipcia.

Terminó el espectáculo y, antes de abandonar el club, pedí ver a madame Badia. Otra vez tuve que esperar diez minutos.

—¿Satisfecho, míster Burton? —me preguntó, sabedora de que mi respuesta la halagaría.

—Tahiya Kanoka sigue siendo la mejor.

No debió parecerle suficiente porque añadió:

—No solo la mejor, Tahiya es única.

—Por supuesto, por supuesto —asentí—. La felicito, madame.

—Supongo que no me ha llamado para felicitarme.

—No, madame. Es para preguntarle por el caballero del esmoquin. ¿Qué sabe de él?

—Absolutamente nada, míster Burton.

—Al menos sabrá su nombre.

Badia Masabni hizo un gesto de disculpa.

—Lo lamento, pero la discreción es norma de la casa.

Busqué la nota en el bolsillo de mi chaqueta y se la entregué.

—¡Dios mío! —Se había llevado la mano a la boca de forma instintiva. Tenía los dedos largos, las uñas pintadas y cuidadas con esmero.

—¿Podría decirme el nombre de ese caballero? Al menos el nombre con que se ha presentado.

—Por supuesto, míster Burton, por supuesto. ¿Tienen la bondad de acompañarme?

El individuo había presentado un pasaporte egipcio extendido a nombre de Suleiman Naguib.

—¿Sabe usted algo de este Naguib?

—Nada —me dijo el encargado de la recepción—. Es la primera vez que venía por aquí.

—¿Recuerda su cara?

—Vagamente.

El recepcionista no parecía muy dispuesto a colaborar.

Saqué un billete de veinte libras egipcias, lo puse sobre el mostrador y lo tapé con la mano.

—¿Diría que ese tal Naguib es egipcio?

—No podría asegurarlo, señor, pero podría serlo, desde luego parecía un tipo mediterráneo.

—¿Qué quiere decir con un tipo mediterráneo?

—Si no era egipcio, era griego o italiano. No parecía ni alemán ni inglés.

—¿Podría describírmelo?

—Piel oscura, pelo negro, como sus ojos, que eran muy grandes.

No estaba nada mal para un vago recuerdo.

—¿Algo más?

—Sí, tenía bigote.

No había posibilidad de error, estábamos hablando del mismo individuo. Dejé el billete sobre el mostrador, tomé a Ann por el brazo y salimos del club. Apenas habíamos andado unos pasos, cuando una voz llamó mi atención e interrumpió la pregunta que Ann había iniciado.

—¡Míster, míster!

Era uno de los porteros.

—Tengo información sobre el individuo por el que usted pregunta.

Se dio cuenta de mis dudas, porque añadió:

—El del esmoquin blanco.

—¿Qué sabes de él?

—Es un tipo extraño.

—¿Extraño?

—¡Se ha ido sin ver a Tahiya! Eso es extraño, muy extraño.

—¿Qué sabes de él? —insistí.

—Puedo decirle adónde ha ido.

—¿Lo sabes?

—Puedo saberlo.

Saqué otro billete de veinte libras, pero hizo un gesto negativo con la cabeza, aquel truhán se vendía caro. Lo sustituí por otro de cincuenta y me sonrió. Iba a cogerlo, pero lo arrugué en mi mano.

—Primero, adónde ha ido.

Se acercó al último taxi de la fila y habló con el taxista un par de minutos. Me pareció demasiado tiempo, pero lo que me dijo cuando regresó, valía las cincuenta libras.

—¿Qué te ha dicho?

Extendió la mano.

—Primero, qué te ha dicho.

—Ha ido al hotel Shepheard. ¿Sabe dónde está?

—¡Por supuesto!

Ann y yo subimos al primer taxi y sin ajustar el precio, lo que en El Cairo es un grave error, le indiqué que nos llevara al Shepheard. Pagué el doble, pero no podía perder un minuto. En el trayecto, mientras explicaba a Ann la razón de lo que sabía acerca de nuestra presencia en El Cairo, no dejé de pensar en Best.

12

Roma, primavera del año 392

El esclavo llegó sin resuello al portón que cerraba el muro exterior de la villa. Golpeó varías veces el aldabón hasta que recibió una desabrida respuesta desde el interior.

—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Qué modales! ¡Y a estas horas!

Quien contestaba tenía una parte de razón. El sol acababa de despuntar en el horizonte y apenas había comenzado la actividad en las cocinas de la casa, una hermosa villa sobre el Aventino que el senador Quinto Cecilio Graco había puesto, gentilmente, a disposición de sus amigos mientras estuviesen en Roma. El astrólogo alejandrino y su hija llevaban una vida placentera, dedicada a conocer los entresijos de aquella ciudad.

Panfilio, que había viajado desde Alejandría para hacer las veces de mayordomo, mientras Cayo quedaba en Egipto a cargo de todo, descorrió los cerrojos y arrastró el portón lo justo para ver quién armaba tanto ruido. Se encontró con un esclavo que lo miraba insolente. Apenas levantaba cuatro palmos del suelo.

—¡Por todos los dioses, Artemio! ¡Espero que tengas una buena razón para armar este escándalo! —le reprochó Panfilio.

El esclavo se limitó a preguntarle:

—¿Está tu amo?

—¡Claro que está, pero duerme! ¿Acaso crees que iba a estar levantado a estas horas? ¡Solo los patanes como tú andan aporreando puertas tan temprano!

—Le traigo un mensaje de mi amo. ¡Puedo asegurarte que se trata de algo muy gordo!

Panfilio arrugó la frente.

—¿No lo habrás leído?

—¡Bah! —exclamó despectivo—. Parece que estés en la luna. ¡Mira, mira! —Le mostró el pergamino—. ¡Los lacres garantizan su secreto! Pero los dioses se mostraron bondadosos con el pobre Artemio: no le dieron largas piernas, pero sí dos hermosas orejas.

—¿Qué has oído, bribón?

Panfilio había dejado atrás el tono gruñón y se mostraba más condescendiente. Artemio le hizo un gesto, indicándole que se acercara. Tuvo que agacharse para que el esclavo le susurrase al oído. Lo miró con desconfianza y le preguntó:

—¿No será una broma de mal gusto?

Artemio simuló ofenderse.

—Con esas cosas no se bromea.

—¡Vamos, pasa! Avisaré a mi amo.

Lo condujo a la cocina y ordenó que le diesen algo de comer.

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