El sueño de Hipatia (6 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

Pero había algo más en la angustia que la embargaba. Por primera vez en su vida había visto la muerte cara a cara y también el rostro del fanatismo. El mundo no eran las espaciosas estancias de su mansión, lujosamente amuebladas. Tampoco la placentera lectura o el estudio en busca del conocimiento. Ni siquiera las reposadas conversaciones en el triclinio de su casa, a las que su padre ya le permitía asistir en ocasiones y donde sus intervenciones causaban la admiración de la aristocracia alejandrina del saber. El mundo no eran las bibliotecas donde se atesoraba el saber de la humanidad y el placer que producía descubrirlo, ni la educada cortesía y las formas amables de que hacían gala los amigos de su padre en las animadas tertulias donde se valoraba la sabiduría y el ingenio.

La realidad que Hipatia había visto aquella tarde era algo muy diferente: miradas cargadas de odio y resentimiento, ojos donde brillaba lo peor de los corazones. Vio gentes que no eran capaces de mostrarse respetuosas con las opiniones de los demás porque ni siquiera respetaban la vida. Sus armas no eran la dialéctica y el razonamiento, eran los garrotes y las espadas. Utilizaban el fuego como argumento supremo de sus acciones.

La torre de marfil en que había vivido, rodeada de los lujos, los caprichos y el bienestar que su padre le había proporcionado, se había desmoronado y dejaba al descubierto la miseria de la condición humana.

Aquella larga noche en que Alejandría se quedó sin teatro Hipatia se prometió a sí misma que lucharía con todas sus fuerzas para evitar que el fanatismo de quienes se consideraban en posesión de una verdad única y excluyente se adueñase de su amada Alejandría.

5

Londres, 1948

El portero me saludó, como siempre, con una sonrisa en sus labios cuando crucé el lujoso vestíbulo del edificio de apartamentos de Fleet Street, donde vive Ann, frente a los Royal Courts of Justice. Faltaban diecisiete minutos para las cinco y media.

Conocí a Ann Crawford el día que cumplí los cuarenta, de eso hacía algo más de tres años, en una fiesta privada que se celebraba en un apartamento de Upper Brook Street, entre Hyde Park y Grosvenor Square, unos meses después de que yo regresara a Londres. El director del
Daily Telegraph
había decidido que, transcurridos nueve meses del desembarco de Normandía, con la guerra casi resuelta a nuestro favor, yo pintaba poco en El Cairo.

Ann me dijo que le gustaba mi proporcionada estatura, las canas que aparecían en mi pelo negro, el hoyuelo de mi barbilla y mi curtida piel que todavía conservaba algunos de los efectos del tiempo pasado en Egipto. Yo le confesé que sus piernas y su boca eran perfectas, y no exageraba. Cuando me comentó que otro de mis atractivos era mis artículos en el
Telegraph
yo le susurré al oído, torpemente, que tenía unos ojos bellísimos. Lo hice por añadir algo de romanticismo a mis preferencias físicas, ya que todavía desconocía la extraña actividad a la que se dedicaba. Los hombres pensamos, estúpidamente, que las mujeres no se dedican a esas cosas y, si lo hacen, uno no se las cruza en su camino. Un mes después nos acostamos por primera vez. No la decepcioné y, por mi parte, puedo asegurar que lo ocurrido en aquella cama jamás podré olvidarlo. Desde entonces es la única mujer en mi vida, aunque vivimos separados y ninguno de los dos hayamos planteado hacer una visita al vicario.

Durante la guerra Ann había trabajado para el servicio de inteligencia, en el equipo que desde Bletchley Park, un apartado lugar a ochenta kilómetros al norte de Londres, descifraba los mensajes del alto mando alemán, que utilizaba una máquina bautizada con el nombre de
Enigma
. Ann me explicó que la reclutaron por sus conocimientos de matemáticas y que se trataba de un trabajo agotador. Descifraban los mensajes porque habían conseguido varias máquinas
Enigma
y, lo que era más importante, el código de claves utilizado por los alemanes. Desentrañaban unos dos mil mensajes diarios con todo tipo de información militar y civil. Ann fue una de las responsables del funcionamiento de la llamada
Diosa de Bronce
, nombre con que bautizaron la máquina receptora de los mensajes, como si estuviesen en el mismísimo cuartel general de Hitler. Relacionado con esa actividad había pasado una temporada en Roma, pocas semanas después de que la ciudad fuese liberada. Más tarde, estuvo en París haciendo funciones similares; de su estancia en la capital francesa le había quedado el uso de las elegantes boinas que utilizaba con frecuencia.

Terminada la guerra, Ann había encontrado trabajo en un instituto de enseñanza media, aunque me había confesado que mantenía contactos con el MI6, el departamento de asuntos externos del servicio secreto. Cuando algunas tardes aguardaba en la esquina de Holland Street con Charlotte Street, en el elegante barrio de Bloomsbury, a que saliera de sus clases y la contemplaba acercarse con su andar cadencioso y sugerente, me la imaginaba mucho más en tareas de espionaje que resolviendo sistemas de ecuaciones con adolescentes.

Consulté la hora, solo para confirmar que iba con el tiempo justo; si no quería llegar tarde, tendría que caminar muy deprisa.

Al salir a la calle alcé el cuello de mi gabardina y abrí el paraguas, ya caían las primeras gotas de la anunciada tormenta en los boletines meteorológicos que cerraban invariablemente los informativos. Según los pronósticos, una fuerte tormenta caería sobre Londres y duraría entre cuatro y cinco horas.

Dejé atrás el desafiante dragón que, encaramado en su elevado pedestal, marcaba el límite del barrio del Temple y no pude evitar —como me ocurría siempre— leer la placa de cerámica, colocada en el edificio marcado con el número sesenta y dos, donde se indicaba que allí estuvo la sede de la logia The Devil Tavern. Crucé la puerta de acceso al callejón de Middle Temple y bajé a toda prisa la cuesta flanqueada por los jardines que rodean la vieja iglesia de los templarios, donde todavía eran visibles los efectos de los bombardeos soportados por la ciudad durante las batallas libradas en el cielo de Londres.

La lluvia se había convertido en un diluvio cuando llegué a la ribera del Támesis para cruzar el río por el puente de Blackfriars y enfilar la larga calle bautizada con el nombre de los monjes negros que me condujo hasta la estación de metro de Southwark. A la espalda, en la pequeña Isabella Street, estaba el coqueto club que había tomado el nombre de la calle, donde todos los miércoles celebrábamos la tertulia. Llegué con cinco minutos de retraso, algo lamentable, pero no imperdonable. El mayordomo del Isabella Club me saludó con la circunspección de siempre, aunque percibí su reproche al observar cómo miraba de forma elocuente el antiguo y siempre ajustado reloj que colgaba de la pared.

—Buenas tardes, señor Burton. ¿Me permite?

Se hizo cargo de mi paraguas, que chorreaba como una fuente, y me ayudó a quitarme la empapada gabardina.

—Todos los demás han llegado ya, señor —añadió para remachar mi impuntualidad.

Cuando entré en el pequeño saloncito donde nos reuníamos todos los miércoles, salvo en las fiestas de guardar que desplazábamos la tertulia a los jueves, mis contertulios estaban ya enfrascados en una acalorada conversación que desdecía mucho de la conocida flema de los londinenses. Mi disculpa fue apenas un murmullo que ninguno de los presentes se tomó la molestia de responder.

—Perdonad mi retraso.

El juez Robert Simpson, cuya imagen pública era la más acabada representación del cuidado en las formas y la ponderación, hablaba tan alto y con tanta vehemencia que estaba casi gritando:

—La contradicción resulta tan evidente que, solo prohibiendo a la gente leer la Biblia durante siglos, fue posible mantener el engaño tanto tiempo.

—Tampoco hay que exagerar.

Quien replicaba con un tono mucho más sosegado era Alfred Best, profesor de Historia del Mundo Antiguo en el Trinity College. A pesar de sus casi setenta años tenía un aspecto magnífico, que sin duda envidiarían hombres más jóvenes que él, aunque sus piernas empezaban a gastarle malas pasadas. Su figura enjuta, de metro ochenta, no se había encorvado todavía, y su abundante cabellera blanca le daban notable atractivo. Estaba considerado uno de los más cualificados especialistas en el mundo copto, la civilización alumbrada por los cristianos de Egipto. Sus libros
El mundo de los manuscritos coptos del Alto Egipto
o
San Pacomio y los orígenes del monacato
habían causado un fuerte impacto en los ambientes académicos y universitarios.

—Durante esos siglos —el tono de Best era sosegado, casi profesoral—, la mayoría de la gente no sabía leer. Además, no debemos perder de vista que se trata de una parábola y ése fue un recurso utilizado con frecuencia tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

Best tenía un programa en la BBC el primer y tercer martes de cada mes, dedicado al análisis de pasajes bíblicos susceptibles de interpretaciones diferentes. El programa, iniciado hacía un año, por la misma fecha en que nació la tertulia, alcanzó en pocas semanas unos altísimos niveles de audiencia. El profesor de Oxford se había convertido en una especie de celebridad radiofónica.

Antes de ocupar mi asiento, me serví una generosa taza de té, de la humeante tetera que reposaba sobre un infiernillo eléctrico que la mantenía a la temperatura adecuada, y lo endulcé con tres cucharadas de azúcar. Una barbaridad a la que me había acostumbrado durante el tiempo en que estuve como corresponsal de guerra del
Daily Telegraph
en El Cairo. Allí había pasado cuatro de los años más intensos de mi vida, contándole a los británicos la llamada guerra del desierto. Quienes la libraron, Montgomery y Rommel, fueron, en mi opinión, los mejores estrategas de la Segunda Guerra Mundial.

El asunto que ocupaba a mis compañeros había surgido la semana anterior, como consecuencia de uno de los programas de Best, en el que abordó la actitud del cristianismo hacia una práctica muy frecuente en el mundo antiguo: la astrología, la magia y las artes ocultas. La polémica había saltado a las páginas de los principales periódicos londinenses, donde le dedicaban artículos y columnas, además de publicar numerosas cartas de lectores. La controversia despertó tal interés que se había convertido en tema de conversación en pubs y cafeterías.

Bebí tranquilamente mi té a pequeños sorbos, mientras me recreaba recordando el beso que Ann me había dado como despedida. Después, poco a poco, fui entrando en calor, arropado por el ambiente y la conversación. Al cabo de unos minutos ya estaba en condiciones de intervenir. Dejé cuidadosamente la taza en la mesita auxiliar y saqué de uno de mis bolsillos una cuartilla; pensaba que una lectura del texto que había copiado aquella mañana, después de entregar mi columna al redactor jefe, era la mejor forma de entrar en la conversación.

—He copiado los dos primeros versículos del capítulo segundo del Evangelio de San Mateo, que dicen lo siguiente: «Jesús nació en Belén de Judea, en tiempos de Herodes. Unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el que ha nacido, el rey de los judíos? Porque hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarlo».

El juez Simpson batió palmas.

—¡Bravo, Burton! No se puede recoger en menos palabras un resumen más acabado de lo que estamos comentando y, por si fuera poco, con la firma de un evangelista.

—Ése es un texto verdaderamente llamativo. —El tono profesoral de Best distaba mucho del utilizado por el emotivo juez—. En pocas palabras señala que la visita a Belén es protagonizada por unos magos, es decir, genios que practicaban la magia, conocedores de las llamadas ciencias ocultas. Algo muy extraño, si nos atenemos al tratamiento que dio la Iglesia a los magos, a los hechiceros o a los brujos a quienes consideraba como gente peligrosa y perversa. Pero hay más, esos magos procedentes de Oriente, probablemente de Persia, donde desde tiempo inmemorial existía una de las órdenes de iniciados más antiguas del mundo, llegaron hasta Jerusalén siguiendo una estrella que les señalaba el camino. Eso es pura astrología, cuyo estudio era muy común en aquel tiempo.

—¿Era común? —preguntó Henry Bishop, un coronel apartado del servicio después haber perdido un brazo en las playas de Dunkerque, durante la retirada de las tropas británicas de Francia a comienzos de la Segunda Guerra Mundial.

—Una creencia muy extendida consideraba que la vida de las personas estaba determinada por la influencia de los astros —apostilló el profesor.

—Era muy importante conocer el momento del nacimiento para establecer la confluencia astral —añadí después de dar otro sorbo a mi té—. Ese texto del Evangelio, a la vez que nos dice que los tres magos eran astrólogos, nos indica, aunque sin decirlo, que Melchor, Gaspar y Baltasar, nombres que le fueron asignados a los magos mucho más tarde, debían practicar lo que se conoce con el nombre de visión espiritual.

—¿Qué es eso? —preguntó el juez.

Con la mirada invité al profesor a que se explicase.

—Una práctica que permite ver con la mente. Eso fue lo que hizo posible que recorrieran una larga distancia siguiendo a una estrella en movimiento hasta una insignificante aldea judía —indicó Best, y añadió con una pizca de malicia—: Supongo que el sensacionalismo que imprime nuestro amigo Burton a sus artículos le permitirá aportar algún dato más a esta cuestión, ciertamente llamativa, a la que ha dedicado recientemente su atención en el
Daily Telegraph
.

—La historia de los magos de Oriente —señalé tranquilamente, más que nada para no darle a Best el gusto de verme alterado— es una de las más sugestivas de la Biblia. A través de los siglos ha embelesado a millones de niños y ha hecho que su fantasía se desborde.

—¡Lástima que su pista desapareciese! —exclamó Simpson.

—¿Acaso ignora vuestra señoría que sus cuerpos reposan en una espléndida tumba en la catedral de Colonia, donde reciben la visita de los curiosos y el culto de los fieles, en su condición de santos?

—¿Es una broma? —El juez miró al profesor buscando confirmación.

Mi fama de sensacionalista me quitaba cierta autoridad. Yo era muy combatido en ciertos ambientes académicos, encerrados en trasnochados conceptos de un saber al que consideraban como una especie de fuego sagrado que solo podía ser transmitido a los iniciados. La primera vez que los denominé en uno de mis artículos como la «secta del conocimiento tribal» me llovió toda clase de críticas y vituperios. Pero tal circunstancia siempre había quedado compensada con las grandes polvaredas que, con mucha frecuencia, levantaban mis artículos y, sobre todo, con la devoción que manifestaban mis lectores, entre quienes se encontraban algunas egregias damas.

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