El sueño de Hipatia (2 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

Allí podía encontrarse cualquier cosa, desde perfumes costosísimos a baratijas, fina seda o burda arpillera, pieles y calzados, especias, incienso, pergaminos, papiros, tintas de diferentes colores a precios elevadísimos, cerámica de formas diversas y variados tamaños, piezas de orfebrería o toda clase de alimentos. Los mercaderes voceaban sus mercancías y trataban de atrapar a posibles clientes, invitándoles a comprobar la calidad de sus productos.

Unos gritos, procedentes de una de las calles que se abrían a su derecha, alertaron a Teón. Vio cómo la gente se arremolinaba y los vendedores, agitados, retiraban a toda prisa las mercancías expuestas. En pocos segundos, el abigarrado mundo de los tenderetes había desaparecido. Algunos comerciantes echaron el cierre a sus establecimientos, atrancando las puertas. También la mayor parte de los compradores se había alejado prudentemente del lugar. La estampa que se ofreció a los ojos del astrólogo era habitual en Alejandría desde hacía algunos años. Nicenos y arrianos dirimían sus diferencias a palos. La violencia desatada por aquellos dos grupos se había convertido en algo frecuente. Sus discusiones eran vehementes y, a veces, acababan en reyertas donde había incluso muertos.

Teón supo que se trataba de aquellos exaltados por su inconfundible aspecto: habían desterrado los colores de su indumentaria, no se rasuraban la cara y ofrecían un aspecto desgreñado porque se dejaban crecer el pelo, al modo de los germanos que habitaban las regiones al otro lado de los
limes
septentrionales del imperio; apenas se lavaban porque rechazaban los cuidados del cuerpo, así como la mayor parte de los placeres que ofrecía la vida.

No le interesaban las creencias de los cristianos, pero sabía que había mucha tensión entre dos de las sectas de aquella religión en la que se comían a su dios en uno de sus rituales y tenía un vago conocimiento de la raíz de sus enfrentamientos. Había oído decir que los nicenos habían aceptado los acuerdos establecidos en un concilio celebrado, hacía ya algunos años, en la ciudad de Nicea. Allí, sus obispos, reunidos a instancias del emperador Constantino, acordaron que el Padre y el Hijo, dos de los dioses de la tríada que formaba su panteón, eran iguales en dignidad, tenían la misma categoría y, en consecuencia, se les debía rendir el mismo culto. Los arrianos, por lo que él tenía entendido, establecían unas sutiles diferencias a favor del Padre.

Teón, como muchos de sus amigos, con quienes compartía largas y animadas veladas, opinaba que en el fondo de aquel conflicto latían otros intereses. El más importante era la rivalidad entre Alejandría y Constantinopla. Las dos ciudades habían estado enfrentadas desde que el emperador Constantino decidió convertir a la segunda en capital imperial. Los alejandrinos consideraban que su ciudad tenía más historia y sus centros culturales, los más prestigiosos del mundo pese a los problemas vividos, la situaban muy por encima de su rival, que esgrimía como principal argumento ser la cabecera del poder político del imperio.

Miraba la escena, sorprendido por la inusitada violencia de los contendientes. A pesar de la frecuencia de sus enfrentamientos, nunca había sido espectador de la fiereza con que se peleaban. Algunos de ellos blandían pesadas estacas, indicando que habían acudido al encuentro dispuestos para la pelea. Todo transcurrió tan deprisa que, sin apenas darse cuenta, se vio en medio de la trifulca. Ahora entendía por qué los avispados comerciantes se habían mostrado tan diligentes apartándose.

Tiró de la brida del caballo para que el animal retrocediese, ante la acometida de dos individuos que luchaban a brazo partido y se le echaban encima, sin reparar en otra cosa que no fuese agredir al adversario. Teón no se dio cuenta de que a su espalda peleaba otra pareja: una mujer, con los ojos desorbitados, arremetía, estilete en mano, contra un individuo que tenía la cabeza vendada y empuñaba una espada corta. La mujer falló el golpe y el estilete se hundió en el anca de la cabalgadura del astrólogo que, aguijoneada, se encabritó y se alzó de manos, lo que le puso en una situación apurada. Con mucha dificultad logró dominar su corcel y se desplazó hacia la zona porticada, buscando salir de aquel turbión en que se había visto envuelto.

El caballo hizo una extraña corveta y estuvo a punto de derribarlo. Algo había alertado el instinto del animal. Segundos después se escuchó un ruido que parecía emerger de las entrañas de la tierra. El astrólogo supo inmediatamente que aquello era mucho peor que la riña callejera.

2

Alejandría, año 370

Todo comenzó a temblar, Alejandría se enfrentaba a un nuevo terremoto. Apenas había transcurrido un lustro de la dolorosa experiencia vivida por sus habitantes. Había sido tan dura que la ciudad aún no estaba recuperada.

El tenebroso ruido hizo pensar a muchos de los contendientes que estaban abriéndose las puertas del infierno y que los demonios surgían de las profundidades del averno. Hubo un momento en que unos y otros dudaron si continuar dirimiendo sus diferencias; fue solo un instante antes de que echasen a correr en todas direcciones, profiriendo gritos y maldiciones. Se culpaban de haber despertado la cólera de Dios, ofendido por los pecados de sus contrarios. La divinidad desataba su cólera sobre una ciudad donde los herejes tenían un lugar y la castigaba otra vez de forma terrible. Según se decía, los muertos habidos en el año 365 alcanzaron la cifra de cincuenta mil y muchos de los supervivientes estaban sin hogar al hundirse bajo las aguas una parte importante del barrio de Bruquio. Los efectos del terremoto fueron terribles en las proximidades del Heptaestadio, nombre con que los alejandrinos habían bautizado el largo puente de siete estadios que unía el Ágora con la isla de Faros, donde se alzaba el más importante de los monumentos de la ciudad: el Faro, cuya linterna permitía orientarse en medio de la noche a los barcos que navegaban a una considerable distancia.

Teón logró al menos, aunque no pudo hacerse del todo con el dominio de su desconcertado corcel, que el animal galopase por el centro de la avenida. El riesgo era grande, pero no tenía mejores opciones. Apretó las piernas a los ijares del caballo y sintió cómo su cuerpo vibraba con los temblores procedentes de las entrañas de la tierra. Los edificios, algunos de cinco y seis plantas, sacudidos desde sus cimientos, oscilaban amenazantes, como si fuesen delicadas hojas agitadas por el viento. Vio cómo caían los primeros trozos de mármol, desprendidos de los frisos, acompañados de piedras y cascotes de la dura argamasa que daba cuerpo a las construcciones.

Los comerciantes abandonaban despavoridos sus tiendas, lanzando gritos de angustia. La Vía Canópica temblaba. Todo amenazaba con venirse abajo en medio de un estrépito ensordecedor. Los cuerpos caídos en el suelo eran cada vez más numerosos y los gritos de miedo daban paso a los gemidos de dolor de los heridos.

Sobrecogido, supo que era cuestión de tiempo verse alcanzado por alguno de los proyectiles que caían desde las alturas. Sentía la fuerza de los latidos de su corazón y espoleaba el caballo por instinto. Entonces, una metopa de mármol desprendida del labrado friso del Gimnasio le alcanzó en la cabeza. Su último pensamiento, antes de llegar al suelo que se agitaba como el cuerpo de una serpiente, fue que nunca conocería a aquella hija que acababa de llegar al mundo y significaba el mayor de sus fracasos como astrólogo. Quizá aquel terremoto, que tampoco había sido capaz de predecir, era un regalo de los dioses, que de ese modo le evitaban sufrir los sinsabores del nacimiento de una hija no deseada.

Entreabrió los ojos con mucha dificultad y volvió a cerrarlos; le picaban como si los tuviese llenos de arena. Al cabo de un rato durante el que no logró sacudirse la somnolencia, lo intentó de nuevo y, como si mirase a través de una rendija, vio moverse, agitadas por la brisa, las delicadas cortinas de lino que tamizaban las últimas claridades del día. Los rayos de sol daban un tono anaranjado a la estancia. Sobreponiéndose a la molesta sensación que lo invitaba a permanecer con los ojos cerrados, logró fijar su mirada en el techo. Por un momento, pensó que estaba en el más allá, que había superado la dura prueba de salvar la laguna Estigia y dejado atrás los horrores del can Cerbero que, con sus tres pares de ojos, vigilaba la puerta del Hades. Los dioses lo habían destinado a los Campos Elíseos, a tenor del hermoso paisaje que se ofrecía a sus ojos. Las ninfas, indolentes y sensuales, ofrecían sus hermosos cuerpos en un paraje paradisíaco, donde brotaban cascadas de cristalinas aguas en medio de un abundante follaje y frondosos árboles. Supo que no estaba en los predios del bienestar absoluto porque su dolorido cuerpo le indicaba que no había abandonado el mundo de los vivos.

Lentamente trató de situarse. Comprobó que estaba tendido sobre un blando colchón de esponjosos vellones de lana. La estancia era un lugar agradable, silencioso y perfumado por el sándalo y la fragancia de las maderas olorosas que, a modo de friso, decoraban la parte alta de las paredes. Al otro lado de la ventana se extendía un jardín, según se deducía de las copas de los árboles que dejaban entrever las cortinas.

Desconocía el lugar, ni siquiera le era familiar, y no tenía la menor idea de cómo había llegado hasta allí. Su último recuerdo, antes de que su mente se nublara, era el movimiento ondulado de la Vía Canópica agitada por una descomunal fuerza que emergía del interior de la tierra.

Trató de incorporarse, pero solo consiguió acentuar los dolores que lo atenazaban. Pensó que tenía rota la mayor parte de los huesos de su cuerpo. Un ruido de pasos en la galería provocó un aleteo de pájaros que huían piando en todas direcciones desde el refugio vespertino de las copas de los árboles. Alguien se acercaba. Eran dos esclavas quienes entraron en la habitación; una llevaba un candil de varios picos y unas piezas de lienzo, la otra una jofaina con su jarra, de las que se utilizaban para la higiene corporal. Esta última, al verlo despierto, le dedicó una sonrisa zalamera.

—Veo que Teón el astrólogo ha regresado al mundo de los vivos.

Al escuchar su nombre, arrugó la frente y sintió una punzada de dolor en la sien. Se llevó la mano a la cabeza y sus dedos se encontraron con un aparatoso vendaje.

—¿Dónde estoy? ¿Quiénes sois vosotras?

—En casa de Lisístrato.

—¿Cómo has dicho?

Instintivamente, el astrólogo intentó incorporarse, pero los dolores le hicieron desistir. Los dioses se mostraban inmisericordes. La muerte, a cuyas puertas se vio abocado, no se lo había llevado. Pero encontrarse en casa de Lisístrato era tan malo como la muerte.

—¿Cómo he llegado hasta aquí?

—En unas angarillas —ironizó con descaro la joven esclava—. Te trajeron unos criados de nuestro amo y, por si te interesa saberlo, no tenías muy buen aspecto.

Teón se palpó de nuevo la cabeza, para cerciorarse de que no era víctima de un mal sueño. ¡Estaba en casa de Lisístrato! Ni en la peor de sus pesadillas podía haber imaginado algo tan terrible.

Lisístrato era el mayor de sus rivales en el mundo científico de Alejandría y también un reputado astrónomo, pero, a diferencia de Teón, rechazaba toda clase de interpretaciones, predicciones y pronósticos sobre el destino de las personas a partir de la posición y de los movimientos de los astros, la disciplina a la que él había dedicado buena parte de sus estudios. Las diferencias entre ellos los habían llevado a mantener acaloradas disputas. La última tuvo gran repercusión, no solo en los cenáculos eruditos, sino en las tabernas y lupanares del puerto, cerca de los acuartelamientos de las tropas imperiales.

Trató de poner orden en su dolorida cabeza.

Recordaba que el terremoto lo había sorprendido a la altura del Gimnasio, justo el lugar donde las facciones enfrentadas de los galileos dirimían sus diferencias a garrotazos. Poco más adelante recibió un impacto en la cabeza y perdió el sentido. Una explicación de por qué se encontraba en aquella casa era su proximidad.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó sin disimular su incomodidad.

—Te trajeron ayer por la tarde, era más o menos esta misma hora. Estabas desmayado y tu cabeza tenía mal aspecto. Decías cosas sin sentido y nuestro amo mandó venir al médico para que te atendiera. Dijo que hoy vendría a verte de nuevo; estará a punto de llegar.

—¿Qué cosas decía? —preguntó.

—Cosas sin sentido.

—Eso ya me lo has dicho.

—Decías que la Luna estaba en cuarto creciente y no sé qué cosas de Marte y Saturno.

Teón se sentía cada vez más inquieto.

—Nuestro amo te miraba y sonreía —comentó la otra esclava que había colocado el candil sobre una repisa.

—¿Me escuchó vuestro amo?

—Sí, parecía muy interesado en tus palabras.

La esclava descorrió las cortinas para que entrase la luz del crepúsculo y otra vez se agitaron los pájaros, que poco a poco habían buscado un nuevo acomodo.

—¿Mi familia sabe que estoy aquí?

—Sí.

Mientras las esclavas disponían la estancia para la visita del médico, su mente elucubraba sobre el determinismo que en su opinión presidía la vida de los humanos. Había ansiado durante años la llegada de descendencia porque era la forma de alcanzar la permanencia sobre la tierra. Los hijos, especialmente los varones, eran la prolongación de los progenitores, una forma de perpetuarse en el tiempo. No todos sus amigos pensaban de la misma manera. Hermógenes, el viejo cascarrabias, se mostraba partidario de la metempsicosis, lo que popularmente se conocía como la transmigración de las almas. Sostenía que en el preciso instante de la muerte, el alma se encarnaba en otro cuerpo más o menos perfecto que el anterior, según mereciesen sus buenas o sus malas obras. Estaba convencido de que en una vida anterior había sido perro porque previamente su alma perteneció a un mercader tramposo que se lucraba sisando en los pesos y elevando los precios cuando la necesidad apretaba. Hermógenes explicaba su ascenso, señalando que su anterior vida, la perruna, había estado presidida por la docilidad y que incluso el premio le llegó por salvar a un pequeño de morir ahogado. Las creencias del médico cobraban fuerza cuando las enfrentaba a las de Clodio, un filósofo cínico, quien afirmaba que el cuerpo era una cárcel a la que había que despreciar, como sucedía con las opiniones de quienes no pensaban como él. Clodio, muy aficionado al vino, señalaba que, al morir el cuerpo, el alma quedaba en libertad sin sentir el menor deseo de volver a quedar encarcelada. En aquella situación en que, ante la inminencia del peligro, se acordaba de cosas tan extrañas, al momento, Teón también pensó en cuál habría sido su pecado para que los dioses le hubiesen enviado el castigo de tener una hija.

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