—¡Abre, Apiano, soy el
apa
!
Al escuchar la voz de Papías dejó escapar un suspiro de alivio.
Con Papías entró una bocanada de aire polvoriento. Las llamas de los candiles titilaron vacilantes y uno de ellos se apagó.
—¡Cierra, hijo, cierra pronto! ¡Con este vendaval parece que se han abierto las puertas del infierno!
El
apa
estaba rebozado en polvo y trataba inútilmente de sacudir a manotazos su miserable hábito de tosca estameña, deshilachado por los bordes, con algunos rotos y mucha suciedad.
—¿Ocurre algo, padre? —preguntó Eutiquio, mientras Apiano atrancaba la puerta.
Papías no respondió, se acercó al pupitre y contempló los papiros en que trabajaban los monjes.
—¿Cómo va todo?
—Es un trabajo de paciencia, lo sabes mejor que nadie. Copiar tres o cuatro páginas puede llevar todo un día. La letra de estos códices es pequeña y apretada; además, seguimos tus recomendaciones al pie de la letra. Si hay una equivocación, repetimos el pliego completo. Ocurre algunas veces, aunque cada vez menos. Lo peor son las abreviaturas, en ocasiones descifrarlas se convierte en un suplicio. También se retrasa el trabajo cuando algunas líneas aparecen borrosas y otras están incompletas.
—Ya os he dicho cómo hay que actuar en esos casos. Sed siempre respetuosos con el original. Una sola palabra mal copiada, una sola —Papías alzó su mano con el dedo índice extendido—, puede cambiar el sentido de una frase. Hay que ser muy escrupulosos.
—Lo somos,
apa
, por eso el trabajo avanza con tanta lentitud.
—Eso cuando no hay un accidente como el de ayer, sin ir más lejos —protestó Eutiquio.
—¿Qué sucedió?
—Se derramó un tintero y se mancharon ocho pliegos que quedaron inservibles.
El
apa
hizo un gesto de resignación. Aquellas cosas ocurrían, él lo sabía por propia experiencia. Le había pasado más de una vez cuando era un joven escriba y trabajaba en la Biblioteca de Alejandría, aunque su peor experiencia en ese terreno la tuvo con Teón, por entonces un jovencísimo astrólogo para el que confeccionaba un planisferio con la posición de los astros y las principales constelaciones vistas desde Alejandría a la llegada del solsticio de verano. El trabajo a partir de los bocetos elaborados por el propio Teón era extraordinario y costosísimo, con tintas de diferentes colores. Cuando estaba a punto de concluirlo, un tintero de rojo bermellón se derramó sobre el planisferio. Todavía recordaba el mal trago que pasó el astrólogo, aunque todo pudo solucionarse porque los bocetos no se vieron afectados. Papías trabajó frenéticamente durante varias semanas para entregar su trabajo. Al final lo concluyó con un retraso de varios días. Después de todo, Teón quedó satisfecho y lo recompensó generosamente. El astrólogo, con el que mantenía una sincera amistad a pesar de sus diferencias de opinión respecto al mundo y su realidad, fue una de las personas que más lamentó su decisión de retirarse a un cenobio en el desierto.
—¿A qué se debe tu presencia? —insistió Eutiquio, que barruntaba algo extraordinario para que Papías se hubiese presentado allí en medio de la tormenta.
—Tenéis que imprimir mayor ritmo a vuestro trabajo.
—Eso será difícil,
apa
, hacemos todo lo que está en nuestra mano.
—Lo sé, hijos míos, lo sé. Pero las cosas van mucho más deprisa de lo que nos temíamos.
—¿Lo dices por algo en concreto?
—Han llegado dos emisarios del patriarca Atanasio.
—¿En plena tormenta? —preguntó Apiano.
—Ha estallado poco después de que apareciesen en el cenobio, como si una fuerza invisible hubiese controlado el simún hasta que ellos estuviesen a resguardo.
—¿Qué quieren?
—Traen una autorización especial del patriarca para expurgar nuestra biblioteca y destruir todos los textos que no estén incluidos en la lista confeccionada por Atanasio hace cuatro años. Sostiene que únicamente veintisiete de ellos constituyen el Nuevo Testamento y considera que todos los demás deben ser destruidos. Ésa es la misión de estos enviados.
—¿Han venido a Xenobosquion por alguna razón especial?
Papías se acarició la barba.
—No estoy seguro. Las noticias que tengo son que sus agentes pululan por todos los rincones del patriarcado. Pero sospecho que han venido hasta aquí porque Atanasio sabe lo que pienso y eso le hace sospechar que aquí puede encontrar algunos de los textos que ha decidido exterminar.
—¿Qué criterios ha seguido el patriarca para hacer esa selección? —preguntó Apiano, el más joven de los monjes pero el mejor escriba del cenobio. Su vista todavía no estaba cansada y tenía un pulso extraordinario.
—En la carta con que conmemoró la Pascua de hace cuatro años, se limitó a señalar los veintisiete títulos. A ese número añadió luego otros dos, aunque sin incluirlos en el Nuevo Testamento.
—¿Qué dos?
—La «Didaské» y el llamado «Pastor de Hermas». Afirma que, aunque no pertenecen a la Biblia, pueden ser útiles para preparar el bautismo de los catecúmenos.
—¿Quieres decir que la selección se basa exclusivamente en su opinión?
Papías sopesó cuidadosamente la respuesta que Apiano le reclamaba.
—Supongo que se habrá asesorado, pero es solo una suposición. La carta donde señala los textos seleccionados es muy escueta.
—¡En tal caso se trata de una opinión y, como tal, puede ser rebatida! —exclamó Apiano con la vehemencia de sus pocos años.
—Así es, pero no olvides que se trata del patriarca.
—Su jurisdicción no se extiende más allá de Egipto, de la Tebaida y de Libia. ¿Qué dicen en Constantinopla, en Roma, en Antioquía?
—Hay sitios donde no están de acuerdo con su selección, sobre todo en lo que se refiere al Apocalipsis del apóstol Juan, que muchos rechazan, pero su autoridad es muy grande y sus opiniones se tienen muy en cuenta.
—¿Qué vamos a hacer, entonces? —preguntó Eutiquio.
—Seguir trabajando.
—¡Pero esos emisarios… lo pondrán todo patas arriba! ¡Buscarán hasta debajo de las piedras!
—Imagino que será así. Removerán el cenobio de arriba abajo.
—¿Entonces… esta celda?
—Por eso, precisamente, he venido en medio de la tormenta. Tenéis que abandonarla.
—¡Pero,
apa
, el trabajo no está terminado!
—Ya lo sé, Apiano. No he dicho que abandonéis el trabajo, sino este lugar, que ya no es seguro.
—¿Adónde iremos? —preguntó Eutiquio.
—Fuera del cenobio.
—¿Fuera del cenobio? —preguntó Apiano sorprendido.
Abandonar el cenobio era algo extraordinario. Únicamente por motivos muy especiales podían salir los monjes, excepto los encargados de pedir limosnas, de aquel recinto aislado del mundo exterior.
—Por lo pronto, recogeréis los textos y todo el material. ¡No debe quedar el menor indicio de vuestra tarea!
—¿Qué haremos con todo eso?
Apiano señaló las mesas donde trabajaban, llenas de hojas de papiro.
—Llevarlo donde os indique.
—¿Fuera del cenobio?
—Por supuesto. Iréis a casa de un amigo, en quien confío como en vosotros. Se llama Setas; hace algún tiempo que hablé con él sobre este asunto, cuando vislumbré lo que podía ocurrir, aunque no pensé que las cosas fuesen a ir tan deprisa, ni que Atanasio se lo tomase con tanto rigor.
—¿Dónde vive ese Setas?
—En un lugar apartado, ésa es otra de las razones por las que pensé en él. Allí podréis seguir vuestro trabajo lejos de miradas indiscretas.
—¡Pero eso significa que habrá que salir del cenobio, no una vez, ni dos! ¡Queda mucho trabajo por hacer!
Papías dedicó a Apiano una sonrisa bondadosa.
—¿Olvidas que soy el
apa
de este cenobio?
El joven monje se ruborizó avergonzado.
—Pero como no quiero que nadie pueda sospechar de vuestras ausencias, saldréis por turnos, como hermanos limosneros. Una vez a la semana, pero vuestra misión no será pedir limosna, sino continuar este trabajo.
—¿Por turnos? ¿Una vez a la semana? ¡Padre, eso supondría mucho tiempo antes de ver acabada la tarea!
—Sois jóvenes y fuertes. Si el Altísimo no dispone otra cosa, tenéis largos años de vida por delante.
Apiano se mordió la lengua para no formular la pregunta que revoloteaba por su cabeza. Pero su rostro era como un libro abierto.
—Sé lo que estás pensando. ¿Quieres que lo adivine?
El joven se ruborizó de nuevo.
—Que mis días están contados porque soy un anciano.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Porque es lo que estabas pensando. Pero no te preocupes. Si eso ocurriera, Setas tiene instrucciones precisas.
—Pero, si te ocurriese algo, nuestras salidas del cenobio…
—Espero que el Altísimo me otorgue el tiempo suficiente para ver culminado el trabajo.
Alejandría, año 384
Tenía grandes ojos negros. El espejo le devolvía una mirada melancólica, mientras la esclava cepillaba una y otra vez su negra y sedosa melena, antes de trenzarle el pelo y recogerlo alrededor de su cabeza con una cinta de seda dorada.
Hacía algunos meses que Hipatia había dejado de ser una niña para convertirse en una mujer cuyos atractivos no dejaban de aumentar. Su cuerpo había ganado en esbeltez, su estrecha cintura acentuaba la curva, cada vez más pronunciada, de sus caderas. Su cuello era largo y sus hombros se habían redondeado, al igual que sus pechos. Tenía una piel delicada y suave. A sus trece años era una de las jóvenes más hermosas de Alejandría y, desde hacía mucho tiempo, el orgullo de la casa de Teón.
Hipatia, que perdió a su madre cuando apenas había cumplido los tres años, en un parto frustrado que le hubiese proporcionado un hermano que jamás tuvo, se había convertido en la niña de los ojos de su padre, a quien colmaba de felicidad no solo su belleza, sino la despierta inteligencia que, desde fecha muy temprana, se había revelado en ella.
Su capacidad para las matemáticas había causado asombro al segundo de sus maestros, un liberto llamado Apolonio, que su padre había contratado cuando Hipatia cumplió los siete años para enseñarle rudimentos de geometría, música, retórica y gramática. Seis meses después de haberse hecho cargo de su educación, Apolonio dijo a un asombrado Teón, por entonces enfrascado en la redacción definitiva de sus comentarios al
Almagesto
de Ptolomeo, que nada más podía enseñarle a la pequeña.
—¡No puedo creerlo! —exclamó asombrado.
—Es la pura verdad, Hipatia es como una esponja que lo absorbe todo. Nada más hay que yo pueda enseñarle.
—¿Ha resuelto ecuaciones?
—Hasta las de segundo grado, y en geometría conoce todos los postulados de Euclides. Resuelve los problemas con tanta facilidad que hace unos días acudí a Sinesio, el matemático que trajeron de Rodas para enseñar en el Serapeo por indica…
—Sé quién es Sinesio de Rodas —lo cortó impaciente.
—Le pedí que me facilitase algunos problemas, acompañados de las correspondientes soluciones para ver cómo se desenvolvía.
—¿Los ha resuelto?
—Sin la menor dificultad.
Teón se acarició el mentón. Jamás hubiese pensado que aquella niña, cuyo nacimiento tantos sinsabores le trajo, fuese a llegar tan lejos.
—Hipatia es una niña muy especial.
Teón quiso experimentar entonces por sí mismo hasta qué punto estaba Apolonio en lo cierto. Ordenó que en el patio principal de la casa, junto al
impluvium
, se colocase una bañera llena de agua hasta la mitad.
Entre la servidumbre circulaba el rumor de que el amo quería poner a prueba la inteligencia de su hija. Teón mantenía en secreto lo que había pensado hacer, dando lugar a toda clase de conjeturas. Nadie estaba dispuesto a perderse el acontecimiento. Apolonio había alabado tanto la inteligencia de la pequeña que todos estaban interesados en saber qué se proponía su padre. En la cocina y en los lavaderos no se hablaba de otra cosa; algunos pensaban que Hipatia no superaría la prueba, incluso se habían cruzado apuestas.
La tarde era luminosa. Teón estaba sentado en un sillón de mimbre cuando Hipatia fue conducida por Apolonio a presencia de su progenitor. La servidumbre se agolpaba expectante. La niña besó a su padre en la frente y se quedó de pie ante él. Teón no se anduvo con preámbulos.
—Tú sabes que la experiencia nos dice que los cuerpos se comportan en el agua de modo diferente. Si colocamos un trozo de lienzo comprobamos que permanece en la superficie, los tejidos flotan.
Se levantó de su asiento, tomó un trozo de lienzo que había junto a otros objetos sobre una mesa y lo dejó caer en el agua de una bañera. Se empapó rápidamente, pero permaneció en la superficie.
—¿Lo has observado? —preguntó a su hija.
Hipatia asintió.
—Si tomamos un trozo de madera, comprobamos que ocurre algo parecido, la madera también flota.
Teón depositó en la bañera un dado de madera que también permaneció en la superficie del agua. Repitió a su hija la misma pregunta:
—¿Lo has observado?
—Sí, padre.
Después cogió un denario de plata y lo colocó en una pequeña balanza que había sobre la mesa. Pidió a su hija que comprobase su peso.
—No olvides esa cantidad —le recomendó antes de dejar la moneda con mucho cuidado sobre la superficie del agua y comprobar que se hundía hasta el fondo.
Hipatia no pestañeaba, pendiente de cada detalle.
—¿Lo has observado?
—Sí, padre.
Teón tomó entonces otro dado de madera idéntico al que flotaba sobre el agua y se lo entregó a la niña.
—¿Quieres pesarlo?
Hipatia obedeció y su padre le preguntó:
—¿Cuánto pesa?
—Lo mismo que el denario.
—¿Lo mismo? —le preguntó, aparentando sorpresa.
—Sí, padre.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—Muy bien, Hipatia. Entonces, quiero que me respondas a una pregunta: si pesan lo mismo ¿por qué el dado flota y la moneda se hunde?
La niña se quedó mirando fijamente la bañera donde el trozo de lienzo y el dado de madera se mantenían en la superficie, mientras la moneda de plata reposaba en el fondo. Miró a su padre y le dedicó una deliciosa sonrisa, que lo estremeció de placer. Teón se arrepintió de haber prestado hasta entonces tan poca atención a su hija. Había bastado un gesto para que quedase rendido ante la hermosura de la niña. Pensó que había ido demasiado lejos con aquella prueba: solo un talento como el de Arquímedes había sido capaz de resolver dicha situación, e interpretó la sonrisa de Hipatia como la forma de darse por vencida. En el patio, donde se agolpaba casi medio centenar de personas, el silencio era absoluto; algunos de los presentes contenían la respiración.