El sueño de Hipatia (27 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

—Sí, eminencia, estoy solo, en la habitación de mi hotel.

—Muy bien, póngame al corriente de lo que ha hecho hasta ahora. Sin omitir detalles.

Naguib le explicó en qué habían consistido sus actuaciones.

—¿Boulder no ha dado respuesta a su proposición?

—No, eminencia; además, se niega a que el códice salga de El Cairo sin haberse efectuado la transacción. Creo que trata de exprimir las posibilidades, jugando con la oferta de los ingleses. Por eso cumplí las instrucciones de presionarles para que abandonasen El Cairo lo antes posible.

—Muy bien, preste ahora mucha atención a lo que voy a decirle.

—Por supuesto, eminencia.

Naguib escuchó al cardenal en silencio. Conforme Su Eminencia desgranaba sus precisas instrucciones, notaba cómo el sudor empapaba su cuerpo y aumentaba la tensión que lo atenazaba. Piccolomini concluyó formulándole una pregunta:

—¿Necesita alguna aclaración?

—Sí.

—¿Dígame?

—¿Me ha dicho que solo pondré en marcha el plan en caso de que ese último intento no fructifique?

—Exactamente. Primero haga un último intento, pero ha de ser mañana. ¡Ya hemos perdido demasiado tiempo!

—Entendido, eminencia.

Antes de cortar la comunicación el cardenal le indicó, como si fuese una cuestión menor:

—¡Ah! Una cosa más.

—Diga, eminencia.

—A partir de este momento usted depende directamente de mí. ¿Lo ha entendido?

—Perfectamente, eminencia.

Naguib escuchó el clic que indicaba que la comunicación se había cortado. Colgó el auricular, se volvió hacia la joven, apartó la sábana y contempló el hermoso cuerpo de la bailarina. Se inclinó sobre ella y la besó en el cuello mientras su mano descendía por el vientre. Estaba dispuesto a hacer otra vez el amor.

19

Xenobosquion, año 412

Eran muchos los años transcurridos, Papías no sabría decir cuántos, desde que había visto al patriarca por última vez. En Xenobosquion el tiempo era algo muy relativo y para un octogenario como él, a quien las dietas y el ascetismo habían acartonado el organismo, se trataba de una sucesión de días y de noches dedicadas a la meditación, la oración y el cuidado de su comunidad, cada vez más agitada por los enfrentamientos entre quienes aceptaban únicamente los evangelios considerados verdaderos, tras el acuerdo alcanzado en el Concilio de Hipona y quienes sostenían que se trataba de un expurgo interesado para desvirtuar aspectos importantes de la vida de Jesús.

Las disputas alertaron a Teófilo sobre la existencia de posibles herejes y de textos condenados. La importancia del cenobio de Xenobosquion hizo que el patriarca, pese a su avanzada edad, decidiese desplazarse hasta allí.

Anunció a Papías su visita; cuando entre la comunidad se difundió la noticia, la tensión entre los bandos enfrentados fue cada día mayor.

El único que parecía ajeno al bullicio y nerviosismo era el
apa
. Papías permanecía encerrado en su celda, como si la visita del patriarca no fuese un asunto de su incumbencia. Poco antes del mediodía, uno de los monjes que vigilaban desde las torres de la entrada dio la voz de alarma.

—¡Ya viene! ¡Ya viene!

El revuelo en el interior del recinto era extraordinario. El hebdomario de guardia informó al vicario y éste acudió a la celda de Papías. Llamó suavemente en la puerta y con voz queda le anunció:


Apa
, el patriarca está llegando.

Varios monjes abrieron la empalizada y vieron cómo a lo lejos, sobre el limpio cielo del desierto, se levantaba una densa polvareda. Una hora más tarde, la comitiva del patriarca de Alejandría estaba a las puertas del cenobio. Papías recordaba a un Teófilo mucho más delgado; ahora tenía ante él una figura oronda. Se acercó a la litera sostenida por esclavos nubios y lo miró fijamente sin humillar la cabeza. La rica indumentaria del patriarca, seda y brocado, ofrecía un vivo contraste con el tosco sayal del monje y la regordeta imagen de Teófilo era la antítesis del ascético perfil de Papías.

Teófilo, ayudado por varios de los ministros de su numeroso séquito, echó pie a tierra. El
apa
se acercó hasta él y le dio la bienvenida.

—Paternidad —Papías utilizó el tratamiento propio del patriarcado—, para esta humilde comunidad es un inmerecido honor tu presencia. Todos los hermanos alabamos tu generosidad porque somos conscientes de que te acucian múltiples obligaciones.

Teófilo, a quien no había gustado que aquel monje sucio y desaliñado no se inclinase ante él, alzó la mano para impartir una bendición. Lo hizo como una estratagema porque Papías tendría que hincar la rodilla en tierra, como en efecto hizo.

—La primera de mis obligaciones es velar por la pureza de la fe y por eso he viajado hasta este apartado lugar. —Teófilo aferraba con la mano izquierda el hombro del
apa
, para mantenerlo arrodillado, y alzaba la otra con un dedo admonitorio, acompañando con el gesto la rotundidad de su afirmación.

Había bastado el primer cruce de palabras para dejar claro que el encuentro no iba a resultar fácil.

Teófilo y Papías se vieron en una pequeña celda a puerta cerrada, cara a cara, sin testigos. Así lo había exigido el patriarca.

Fuera la tensión era muy alta. Una parte importante de la comunidad estaba al lado de su
apa
, pero un grupo de monjes, próximo al medio centenar, se le enfrentaba abiertamente y se mostraba sumiso a los acuerdos de Hipona. Le decían a Papías que ellos no eran quiénes para enfrentarse a los máximos responsables de la Iglesia, incluidos el obispo de Roma y los patriarcas de Constantinopla y Alejandría.

Los dos hombres cruzaron una mirada dura, se estaban desafiando con los ojos. Papías decidió que por nada del mundo los bajaría. La crispación de Teófilo era perceptible en la tensión de su mandíbula; se sentía incómodo en el reducido espacio de aquella celda.

—Te supongo enterado de cuáles son los textos que recogen la verdadera palabra de Dios.

Papías asintió con un ligero movimiento de cabeza. Al patriarca no le pareció suficiente.

—No he escuchado tu respuesta.

—A pesar de lo apartado de este cenobio, hemos tenido noticia de los acuerdos alcanzados en Hipona acerca de los textos que constituyen las Sagradas Escrituras. Sin embargo, ignoramos los criterios que se han utilizado para hacer la selección.

—¡Eso es una impertinencia!

—¿Desde cuándo a la verdad se le da tan extraña denominación?

—¡Has pasado de la impertinencia a la insolencia!

—No pretendo mostrarme insolente, paternidad, me he limitado a señalar que desconozco los criterios utilizados para efectuar el expurgo.

—¡Expurgo dices, insensato! ¿Pretendes cuestionar el criterio de los padres conciliares? ¿Osas discutir los cuidadosos planteamientos de los patriarcas y los obispos para establecer el canon? ¿Acaso te propones desafiar la autoridad de las iglesias de Alejandría, Constantinopla, Jerusalén, Antioquía y Roma?

—Nada más lejos de mi ánimo, paternidad.

—¡Entonces obedece! ¡Esto es una cuestión de fe!

—Con todos mis respetos a Tu Paternidad, he de decirte que no acabo de verlo con claridad.

—¡Rechazas los acuerdos del concilio!

—En absoluto, paternidad.

—Entonces, ¿por qué dices que no aparecen claros los criterios utilizados para determinar los textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento?

—Respecto del Antiguo Testamento, nada tengo que decir.

—¿Tienes objeciones sobre el Nuevo?

Papías titubeó ante la pregunta, dejó escapar un suspiro y con voz pausada respondió:

—Sí, paternidad.

Teófilo entrecerró los ojos como si desease mejorar su visión. Le había sorprendido tanta sinceridad.

—¿Sabes que los padres conciliares han establecido que esos veintisiete textos son la verdad revelada?

—¿Por qué la verdad revelada ha recaído sobre esos textos y no sobre otros?

—Porque sus autores han recibido el soplo del Espíritu.

—¿Afirma Tu Paternidad que sus autores han escrito por inspiración divina?

—¡Exacto, Papías! ¡Fue el mismísimo Espíritu divino quien los iluminó!

El
apa
quedó en silencio, como si rumiase las últimas palabras de Teófilo. Al cabo de un rato, alzó la mirada con una molesta sensación de agobio.

—¿Cómo se ha discernido que el Espíritu iluminó a Lucas, a Marcos, a Mateo o a Juan y no lo hizo con Felipe o Tomás?

—¡Ya te lo he dicho, es una cuestión de fe! —gritó el patriarca.

Papías no se alteró; se limitó a mirar al patriarca y, con voz suave pero firme, respondió:

—A veces, la fe es el recurso para convertir en verdad indiscutible lo irracional.

—¿Rechazas la fe?

—Rechazo la rigidez de quienes la utilizan como la capa de su intransigencia.

La respiración de Teófilo era cada vez más agitada.

—Tus palabras desprenden un tufillo peligroso.

—¿Va Tu Paternidad a acusarme de herejía y aplicarme los decretos imperiales promulgados por Teodosio en Tesalónica?

El patriarca se sentó otra vez y paseó la mirada por la celda sin encontrar lo que buscaba.

—¿No hay nada que beber?

Un asceta como Papías no reparaba en tales cuestiones.

—Pido disculpas por mi falta de hospitalidad, aguarda un momento.

Abandonó la celda para regresar poco después. Traía un cantarillo y dos pequeños cuencos de barro.

—Es vino de pasas rebajado con agua, nuestra bebida para las grandes celebraciones.

Teófilo bebió con ansiedad. Su ánimo se conturbó al percatarse de que Papías no bebía y lo miraba con aire bonachón. El
apa
era persona condescendiente con las debilidades del prójimo.

El patriarca dejó el cuenco y, dando a su voz un tono más sosegado, le preguntó:

—¿Cuáles son tus objeciones al canon establecido?

El monje reflexionó unos segundos antes de responderle con otra pregunta:

—¿Puedo expresarme con sinceridad?

—Puedes.

—¿Tengo garantías?

—Tienes mi palabra.

Papías tenía sobrados motivos para dudar de la palabra del hombre que tenía delante. Las historias que se contaban sobre el comportamiento de Teófilo no apuntaban, precisamente, a que fuese respetuoso con ella; sin embargo, decidió exponerle su punto de vista. Midió cuidadosamente sus palabras.

—La selección realizada en Hipona responde, en mi opinión, a criterios interesados…

—¿Cómo osas decir una cosa así? —Teófilo tomó el cantarillo y llenó otra vez su cuenco.

—Has preguntado por mis objeciones al canon y no has puesto obstáculos para que me exprese con sinceridad, paternidad. ¿Puedo continuar?

—Continúa.

—Los padres conciliares han querido resaltar el papel de Pedro, como discípulo de Jesús. Sus esfuerzos han estado encaminados a señalar que él fue el discípulo designado por Jesús para asumir la primacía sobre los demás.

—¿Qué hay de malo en ello?

—Que somos muchos los que estamos convencidos de que Pedro era una buena persona, pero nada más. Sabemos que las preferencias de Jesús apuntaban en otra dirección. Pedro, como la mayor parte de los apóstoles, estaba asustado los días de la Pascua en que Nuestro Salvador fue crucificado; tan asustado que negó por tres veces que fuera su discípulo.

—Lloró amargamente su pecado —defendió el patriarca.

—Es cierto, como hacen muchos pecadores y no por eso se les considera más que a otros. ¿Dónde estaba cuando Jesús cargó con la cruz camino del monte Calvario? ¿Dónde estaba cuando fue crucificado? ¿Dónde cuando murió en la cruz? ¿Dónde cuando fue sepultado y cuando resucitó? ¿Dónde estaba en todos esos momentos que configuran el pilar más importante de nuestra religión?

Teófilo había bebido con avidez el vino de su segundo cuenco; estaba cada vez más agobiado y respiraba con dificultad.

—Tu Paternidad —prosiguió Papías— lo sabe tan bien como yo y como lo saben todos los que leen las Escrituras. Pedro, como la mayor parte de los apóstoles, estaba aterrado y escondido.

—Era un hombre. Vivió un momento terrible y reaccionó como cualquier ser humano.

—¡No! ¡Como cualquier ser humano, no! —Por primera vez Papías levantaba la voz—. Hubo quien mostró valentía y decisión.

—No te entiendo. —Teófilo tenía de nuevo la garganta seca.

—¿Quién acompañó a Jesús cuando cargó con la cruz? ¿Quién estaba a su lado cuando caminó hacia el monte Calvario? ¿Quién estaba junto a él, al pie de la cruz, cuando expiró? ¿Quién cuando fue bajado de la cruz y quién fue la primera persona en acudir al sepulcro para llorar su pérdida y se encontró con que había resucitado?

—Los evangelios señalan que, en esos momentos terribles, eran varias las personas que estaban junto al Salvador —replicó el patriarca, antes de escanciar más vino en su cuenco.

—Cierto que algunos evangelios señalan a personas diferentes, si bien todos coinciden siempre en una de ellas, pero los padres conciliares han decidido quitarle importancia porque entienden que la divinidad de Jesús, después de la controversia con Arrio, cuya herejía se mantiene viva y pujante en grandes zonas del imperio, puede quedar manchada con ciertas realidades de su vida terrenal.

—¿A qué te refieres?

—No disimules, sabes de sobra a quién me estoy refiriendo.

—¡Dilo! —gritó el patriarca.

—A una mujer, a la persona más relevante de su vida.

—¡Esa es una interpretación errónea!

—Sé que la verdad es dura, pero es la verdad y, a pesar de todos los intentos, no han podido hacerla desaparecer. Se está tergiversando todo para acomodarlo a los intereses de una Iglesia protagonizada por Pedro y por Pablo, una Iglesia concebida por hombres, planificada por hombres y falseada, en elementos de suma importancia, por hombres.

—¡Basta, Papías, basta! ¡Te lo acabo de decir, eso no es más que una interpretación!

—No lo es y lo sabes. —El
apa
se había puesto de pie—. El Evangelio de Felipe está escrito por uno de sus discípulos. Por el contrario, los tres que denomináis sinópticos fueron escritos por discípulos que no conocieron en vida a Jesús, que no recorrieron junto a Él los caminos de Galilea, que no durmieron al raso en los campos de Palestina, que no compartieron con Él la cena en que quedó instituida la eucaristía. ¡Felipe sí estaba allí, pero lo habéis postergado porque en su texto María Magdalena aparece como la persona en quien el Maestro tenía depositada la mayor confianza!

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