El sueño de Hipatia (29 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

—Necesito recado de escribir. ¡Rápido, Apiano, no pierdas un instante!

—¡Pero el monje no me dejará traerte tinta y papel!

—Te dejará, si lo unes a la mitad del dinero que tenemos guardado y se lo entregas.

Poco después regresó con una hoja de papiro, un pequeño cuerno de tinta y un cálamo. Papías garabateó unas líneas y sopló sobre el texto para que la tinta se secase rápidamente; hizo un rollo y se lo entregó, a la par que le daba instrucciones muy precisas. El monje asentía con ligeros movimientos de cabeza. Antes de marcharse, se hincó de rodillas y el
apa
lo bendijo.

Apiano, con los ojos arrasados por las lágrimas, miró al anciano que durante tantos años había sido el faro que iluminó su pensamiento. Era consciente de que no volvería a verlo. Antes de abandonar la celda Papías le dijo:

—¡Ahora todo depende de ti!

Al día siguiente, Teófilo dictó sentencia. Papías era despojado de su condición de
apa
del cenobio y se le condenaba a encierro e incomunicación de por vida en una de las celdas que había en los sótanos de la residencia del patriarca. Allí, recluido, a pan y agua, pasaría el resto de su vida.

Eutiquio fue nombrado nuevo
apa
. Los parabolanos de Teófilo lograron que quienes se mostraban reticentes se ablandasen.

A los monjes les llamó la atención que el patriarca no pusiese más empeño en buscar textos heréticos. Aparecieron algunos de ellos, pero no se encontró rastro de los considerados más peligrosos. Al cuarto día de su estancia en Xenobosquion Teófilo decidió regresar a Alejandría. Era allí donde tenía que buscar lo que Papías le había ocultado. Se llevó consigo al hereje, encerrado en una jaula, como si fuese un peligroso animal.

Una semana más tarde, cuando el cortejo llegó a Licópolis, Teófilo visitó al vidente que había predicho la victoria de Teodosio en la batalla de Frígido; mantuvo un encuentro con él que se prolongó por espacio de dos horas. A la mañana siguiente, al reemprender la marcha, encontraron a Papías muerto en su jaula.

20

El Cairo, 1948

El profesor me llamó mucho antes de la hora que habíamos fijado para cenar. Recibí la llamada justo cuando acababa de salir de la ducha y me frotaba la cabeza con la toalla; era una costumbre que había convertido casi en un ritual.

—¿Burton?

—Al aparato.

—Me ha llamado Boulder desde el Papyrus Institute.

—¿Qué quiere?

—Dice que ya tienen el informe.

Me extrañó que los egipcios hubiesen hecho el trabajo en tan pocas horas.

—¿Tan pronto?

—Sí. A mí me ha sorprendido tanto como a usted. No sé lo que habrán hecho, pero insiste en que ya tienen el informe.

—¿Le ha anticipado algo?

— Nada. Lo único que me ha dicho es que me esperan en el instituto a las nueve en punto.

Consulté la hora.

—Eso significa que tendremos que posponer la cena.

—Exacto.

—En tal caso, nos vemos en el vestíbulo dentro de veinte minutos.

A las nueve menos cinco el taxi nos dejó en la orilla izquierda del Nilo, junto al puente que unía aquella ribera con la isla de Roda, muy cerca del instituto y frente al Jardín Botánico. Prefería caminar unos metros, siguiendo mi costumbre de no apearnos en el lugar al que íbamos. La noche se había cerrado sobre El Cairo y el lugar estaba poco concurrido y menos iluminado. Sin apenas darnos cuenta varias sombras salieron de los jardines y nos rodearon. Segundos después, apareció Naguib y se acercó a nosotros.

—Veo que no han hecho caso de mis educadas advertencias. ¿Van a obligarme a ser más persuasivo?

—¡Usted no es quien para…! —inicié una protesta que cortó con suavidad.

—¿Para invitarles a que se marchen de El Cairo?

—¡Usted nos ha amenazado! —exclamó Ann.

Naguib la miró de arriba abajo.

—Lamento que hayan interpretado mis palabras como una amenaza —comentó con descaro—. En cualquier caso, sepan que no habrá una tercera vez. Les aconsejo tomar el primer vuelo para Londres. Sale pasado mañana a las ocho y media y hace escala en el aeropuerto de Ciampino. Espero que esta vez no echen en saco roto mis consejos.

Empecé a barruntar quién podía estar detrás de las amenazas. Naguib hizo un gesto a los individuos que nos habían cercado y desaparecieron tan rápidamente como habían aparecido. Se perdían ya entre la vegetación del Botánico cuando Ann le gritó:

—¡Suleiman!

Naguib tardó unos segundos en volverse.

—¿Sí?

—Nada, nada.

Hizo un gesto de contrariedad y desapareció entre las sombras de la noche.

—¿Por qué lo has llamado? —le pregunté a Ann.

—Para confirmar algo que empiezo a sospechar.

—¿Qué?

—Ese tipo es italiano y no se llama Naguib.

—¿Cómo lo sabes?

—Por la forma en que ha pronunciado el nombre del aeropuerto de Roma y porque, cuando lo he llamado, ha tardado unos segundos en reaccionar. Cuando llamas a alguien por su nombre la respuesta es más inmediata.

—¿Eso te da alguna pista?

—Confirma las sospechas del profesor.

Best la miró con la frente arrugada.

—¿A qué sospechas se refiere usted?

Ann decidió ponerle nombre a lo que todos sabíamos desde que Best reveló el contenido de aquella página del Evangelio de Felipe, mientras degustábamos el excelente té de Groppi, aunque ninguno nos habíamos atrevido a hacerlo.

—A que es el Vaticano quien está detrás de las amenazas y ellos son los que presionan a Boulder e incluso lo están intimidando. Lo único que me extraña es que los agentes del servicio secreto del Vaticano no se hayan apoderado todavía del códice.

—¿Agentes del servicio secreto del Vaticano? —preguntó Best inquieto.

—¿Duda que el Vaticano disponga de un servicio secreto, profesor?

—Por supuesto.

—Pues es uno de los mejores del mundo.

—Y usted, ¿cómo lo sabe?

—He trabajado con ellos.

Best no dijo nada, se dio la vuelta y echó a andar. En la puerta del Papyrus Institute nos aguardaban Boulder y los dos técnicos. El profesor no se había equivocado en sus apreciaciones.

La reunión fue muy breve, casi clandestina. Los técnicos certificaron la autenticidad de la tinta y avalaron la antigüedad de las hojas de papiro del códice. En su informe señalaban algo tan evidente que hasta un ignorante en la materia como yo podía certificar: los textos procedían de dos copistas diferentes, «según se deducía de los rasgos de la escritura».

Boulder entregó el informe al profesor junto a un sobre amarillo de papel recio donde aparecía la palabra Kodak. Quedamos en vernos al día siguiente, a las nueve de la mañana, en su tienda de antigüedades. Boulder se excusó por convocarnos a una hora tan temprana, pero afirmaba que tenía una cita ineludible a mediodía y otra reunión por la tarde.

Cinco minutos después de la hora fijada estábamos sentados en el despacho del anticuario ante unas humeantes tazas de té. Ann había pedido agua. Boulder parecía algo recuperado, aunque su aspecto denunciaba una mala noche.

—Solamente falta un requisito para certificar, sin el menor margen de duda, la autenticidad del códice.

El anticuario dejó de remover su infusión.

—¿Qué quiere decir con que falta un requisito?

—Necesito saber, con el mayor detalle posible, las circunstancias de la aparición del códice.

El anticuario se relajó, debió pensar que se trataba de algo más grave.

—Si es eso lo que quiere saber, puedo garantizarle que las conozco con todo detalle.

—¡Eso es magnífico, Boulder! Me interesan todos los detalles. Los testimonios del pasado nos hablan mucho mejor cuando conocemos su entorno.

Comenzó a explicarnos, con todo lujo de detalles, una larga historia. He de reconocer que jamás pensé que tuviera tan excelentes dotes de narrador. Lo que nos contó el anticuario era tan vívido como si estuviésemos en el cine viendo una película.

—Parece ser —comenzó Boulder— que todo empezó una mañana de diciembre de hace ya más de dos años. Un campesino llamado Muhammad Ali Samman abandonó su casa con las primeras luces del día. Lo acompañaba un hermano más pequeño, llamado Omar. Su destino era un farallón montañoso a menos de media milla de la orilla del río. Allí se estrellaban las inundaciones que dos veces al año provocaban las crecidas del Nilo, extendiendo los limos fertilizantes por sus riberas.

Comenzaron a trabajar. Sus azadones entraban limpiamente en aquella tierra negra que el paso del tiempo había convertido en el preciado
sabaj
, un humus fertilizante que los campesinos de la zona utilizaban como abono para sus cosechas. Después de un buen rato, la azada de Muhammad rebotó al golpear algo sólido. Tanteó una superficie dura con el mocho del azadón. Rastrilló un poco y se topó con una superficie plana. Omar miraba a su hermano apartar la tierra con las manos hasta que apareció una superficie arcillosa, renegrida por el contacto con el oscuro
sabaj
. El joven se sumó entonces a la tarea, los dos hermanos apartaron la tierra con las manos hasta que sacaron la urna. Era pequeña y estaba sellada con brea. Por lo que me contaron, Muhammad vacilaba y fue Omar quien alzó la azada y descargó un golpe sobre la tapa con todas sus fuerzas, rompiéndola. Lo que vieron en su interior les produjo una gran desilusión: eran unos viejos libros.

El profesor se removió incómodo en su sillón.

—Cuando regresaban con suficiente
sabaj
para sus cebollinos —prosiguió Boulder—, llevaban en un rincón del carro, envueltos en la manta, los códices que habían pulverizado sus ilusiones. El papiro viejo y seco serviría para prender el fuego del hogar.

Boulder dio un sorbo a su té. Hacía rato que ya estaba frío, aunque no pareció importarle demasiado. Best no podía quejarse, sus explicaciones estaban siendo exhaustivas.

—Unos días más tarde, el imam de la aldea, apareció por la casa de Muhammad. Su esposa le dijo que aún no había regresado de sus tareas, pero que no tardaría mucho. Le ofreció una taza de caldo que el imam aceptó.

La espera no fue larga. En la conversación que mantuvieron, que era por un asunto que nada tenía que ver con el hallazgo, el imam se enteró de que habían encontrado unos viejos libros. En realidad —matizó Boulder— solo quedaba uno porque los demás habían servido para alimentar el fuego del hogar.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Ann.

El anticuario se encogió de hombros y prosiguió:

—El imam le recriminó haber hecho tal cosa y consiguió que Muhammad le prometiese ir a entregarlos a la policía de Nag Hammadi. Tengo que decirles que los egipcios en general, y los campesinos en particular, son muy reacios a tener contactos con la policía, piensan que eso siempre trae complicaciones —aclaró Boulder.

—¿Dónde está Nag Hammadi? —preguntó Ann.

—Es una ciudad cercana a la antigua Luxor, en otro tiempo se llamó Xenobosquion —le explicó Boulder.

—Disculpe la interrupción.

Boulder apuró su té. Debía estar helado.

—Según tengo entendido, en un primer momento, el imam no le concedió mucha importancia, pero aquella misma noche volvió a la casa de Muhammad.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Ann.

—¡Algo increíble! —exclamó Boulder satisfecho con la expectación que su narración había despertado entre nosotros.

Sacó un puro y lo encendió con parsimonia, consciente de que era el centro de nuestras miradas. El anticuario disfrutaba con la explicación. Se recreaba con todo lujo de detalles en la historia de los códices encontrados por aquellos campesinos. Expulsó la primera bocanada de humo con una delectación casi morbosa.

—¿Va a decirnos que ocurrió? —lo apremió Ann.

Dejó escapar un suspiro y susurró:

—Al final fue a parar a sus manos por unas pocas piastras.

»Con el códice en su poder vino a El Cairo con el propósito de ganarse una buena suma. Era consciente de su antigüedad, aunque no podía calibrar su valor. Acudió en busca de un viejo conocido: un profesor, llamado Raghib, que redondea sus ingresos con el comercio de antigüedades y quien, por lo que he escuchado, trató de engañar al imam. Pero el clérigo era un hueso duro de roer.

—¿Cómo sabe usted eso? —le preguntó Best.

Boulder miró al profesor con aire de suficiencia y una media sonrisa en la boca.

—Usted no puede imaginarse lo que es el mundillo de las antigüedades en esta ciudad. Basta que una mosca levante el vuelo para que todo el mundo se entere. Aunque también es cierto que circulan muchos rumores falsos. A veces se ponen en circulación con el propósito…

—¿Qué pasó con el códice? —le pregunté sin la menor consideración. No deseaba que nos ilustrase sobre los entresijos del mercado de las antigüedades.

Boulder me miró con cara de pocos amigos, pero respondió a mi pregunta.

—Raghib le hizo una oferta que el imam rechazó, amenazándole con llevarse el códice.

—¿Qué iba a hacer con él un clérigo rural?

—Ese imam, por lo que he sabido, tiene otros contactos en El Cairo porque simpatiza con el partido WADF.

—¿Quiénes son ésos? —preguntó Ann.

—Son nacionalistas egipcios. Sostienen que la independencia del país es más teórica que práctica. Están enfrentados al monarca por su sometimiento a Gran Bretaña y por la corrupción que rodea a Faruk. El imam, que había contado a alguno de ellos la razón de su presencia en El Cairo, consiguió por esa vía un posible comprador.

—¿Qué pasó al final? —le pregunté.

—Raghib logró convencerlo de que tenía alguien que podía hacerle una oferta mejor. ¡Ese alguien era yo! —exclamó satisfecho.

Best asintió con ligeros movimientos de cabeza.

—He de decirles que las negociaciones no fueron fáciles. Como les he indicado ese imam es duro de pelar. Así es como ese códice llegó a mi poder.

Las palabras de Boulder sonaron a conclusión del relato. Los deseos de Best de saber cómo había llegado el códice a sus manos estaban sobradamente satisfechos, pero no los míos. Mi instinto periodístico me decía que allí había una historia mucho más complicada, que el propio anticuario había calificado de increíble cuando Ann le preguntó qué había ocurrido cuando el imam regresó a casa del campesino. Pensé que ese otro individuo que según el anticuario había estado dispuesto a comprar el códice podía ser también una pista para llegar a quien estaba detrás de Naguib.

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