El sueño de Hipatia (32 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

—¿Qué quieres decir?

Hipatia se encogió de hombros.

—Pienso que habéis rechazado el texto del primero y dado crédito al del segundo.

—¿Ves en ello algún problema?

—Acabo de decírtelo; el primero conoció a Jesús, el segundo no.

—No te comprendo, ¿adónde quieres ir?

—A que, contra toda lógica, rechazáis la fuente más fiable. Supongo que eso cuadra mejor a vuestros intereses.

—¿A qué clase de intereses?

—A los que configuran una religión donde ese Pablo hace afirmaciones como las que explicabas antes. En cualquier caso, en el texto que yo leí en el Evangelio de Felipe se afirmaba que Jesús amaba a esa María Magdalena más que a los demás discípulos y también que la besaba en la boca.

Cirilo no pudo contener su cólera.

—¡Eso es una blasfemia!

Hipatia iba a replicar, pero el prefecto imperial intervino. Orestes, cuyas relaciones con el patriarca no eran buenas, no deseaba que la conversación, muy tensa, se transformase en una agria disputa.

—¿Conocéis las últimas noticias de Constantinopla?

Cirilo se encogió de hombros, mientras que Hipatia respondía:

—¿A cuáles te refieres?

—A las medidas contra la piratería. Al parecer, la flota imperial ha emprendido una amplia operación. La osadía de los piratas es cada vez mayor después del saqueo de Roma por Alarico. La destrucción de la ciudad ha influido gravemente en el comercio del Mediterráneo occidental y ahora atacan los mercantes que surcan nuestras aguas.

Aunque aquello afectaba y mucho a una ciudad como Alejandría, cuyo puerto era de los más importantes del imperio, el asunto no despertó el interés de los congregados, mucho más excitados por la polémica entre la matemática y el patriarca. El corro se deshizo rápidamente y Cirilo se despidió farfullando una excusa, y dirigiendo una rencorosa mirada a Hipatia.

—Debes guardarte de las iras de ese clérigo; sabes que es un hombre peligroso —le advirtió Orestes, después de que el patriarca se hubiese marchado.

Hipatia dio el último sorbo al vino de su copa.

—Lo conozco desde hace mucho tiempo y sé de lo que es capaz.

El joven Siro sopesaba la propuesta que acababan de hacerle y, aunque le parecía demasiado arriesgada, no podía rechazarla sin más porque temía las consecuencias de una negativa.

—Ignoro dónde puedo buscarlos.

—Sabes tan bien como yo que los libros se guardan en las bibliotecas.

—No tengo acceso a ella —se defendió el joven—. ¡Y la casa es tan grande!

El archidiácono Aurelio le pasó el brazo por encima de su hombro.

—En eso, precisamente, consiste tu trabajo. Entérate en qué parte de la casa está, actúa con discreción, sonsaca a alguno de los esclavos. No se trata de alcanzar tu objetivo en un día ni en dos, aunque tampoco sería conveniente dejar que el tiempo pase sin lograr nuestro propósito.

Siro vacilaba, no acababa de estar convencido.

—Temo que me descubran.

A Aurelio, el archidiácono de Cirilo, empezaba a agotársele la paciencia; decidió ser más persuasivo.

—Supongo que eres consciente de que tu relación con esa hembra impía no te beneficia.

Al clérigo no se le escapó el destello de preocupación que brilló en los ojos del muchacho.

—Solo acudo a su casa para aprender matemáticas.

—¡No estamos hablando de matemáticas! ¡Estamos hablando de que eres su discípulo!

—¿Es algo malo? Algunos de los nuestros asisten a sus clases.

—¡Gente sin criterio, a los que habrá que advertir! Además, ninguno de ellos quiere consagrarse al servicio de la Iglesia. Tienes ante ti una carrera brillante, en pocos años serás obispo y luego quién sabe cuál es la voluntad de Dios.

Siro, a pesar de no haber cumplido los dieciocho años, había recibido ya la más alta de las órdenes menores. Era uno de los pocos acólitos a los que, además del servicio en el altar, se le permitía repartir la eucaristía entre los fieles.

—Esa mujer —Aurelio evitaba pronunciar su nombre— es tan sutil que apenas te das cuenta de que su influencia es perniciosa. ¡Las matemáticas y la filosofía han muerto! Nuestros esfuerzos han de encaminarse hacia metas más elevadas.

—Pero el conocimiento racional… —balbuceó el joven.

—¡La fe es lo principal, Siro! ¡La fe ha sustituido a la razón!

—Pero…

—¡El conocimiento de Dios es el fin de todos nuestros esfuerzos y desvelos! ¡También la eliminación de los obstáculos que se oponen a dicho conocimiento, como es el caso de esa pérfida filósofa!

El joven se estremeció.

—¿Ha sido el patriarca quien ha manifestado su deseo de que sea yo quien se encargue de esa misión?

La pregunta indicó al archidiácono que las reticencias de Siro se debilitaban.

—Sí. Deberías sentirte orgulloso de que el propio Cirilo deposite tanta confianza en ti. Nuestro patriarca no encomendaría este encargo a cualquiera.

Después de un breve silencio, el acólito susurró con un hilo de voz:

—Hágase la voluntad de Dios.

23

El Cairo, 1948

Eran las once y pocos minutos cuando estábamos acomodados en el taxi que nos conducía desde la tienda de Boulder a la plaza de Suleiman Pasha. Ann quería saborear otro de sus cafés turcos y las deliciosas pastas que servían en Groppi. Le pregunté a Best qué le parecían las explicaciones del anticuario.

—La historia es curiosa y además encaja dentro de lo que pudo haber ocurrido entre los siglos
IV
y
V
, después de que los concilios de Hipona y Cartago establecieran lo que se conoce como el canon bíblico.

—¿Qué es eso? —preguntó Ann.

—El conjunto de libros que constituyen el Antiguo y el Nuevo Testamento, allí decidieron qué evangelios recogían la palabra de Dios y cuáles había que destruir. Los textos seleccionados constituyen el canon bíblico.

—¿Qué se sabe acerca de los evangelios que se destruyeron?

—Prácticamente nada. Casi todas las referencias que tenemos provienen de las críticas que les hicieron los ortodoxos. Son textos como los de Orígenes o Ireneo, el obispo de Lyon, quien afirmaba que los herejes se jactaban de poseer más evangelios de los que realmente existían. En realidad, el único texto original de uno de esos evangelios es un pequeño fragmento descubierto por un francés a finales del siglo
XIX
; se trata de unas cuantas líneas en las que se alude a un supuesto Evangelio de Tomás, se conoce como el «Pseudo Tomás».

—¿Cuál fue la reacción de la Iglesia católica al descubrirse ese fragmento? —le pregunté a Best.

—La más inteligente.

—¿Cuál es la más inteligente?

—No hacerle el menor caso —me respondió Ann.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque ésa es la reacción más inteligente.

—La destrucción de los textos considerados heréticos fue sistemática y debió planificarse con rigor —explicó el profesor—. Piensen que, salvo ese fragmento encontrado hace algo más de medio siglo, todas las demás referencias habían desaparecido.

—¡Hasta el día de hoy! —exclamé.

—Exacto, Burton, exacto.

—¡Ese códice es dinamita pura! —Ann estaba entusiasmada.

—No le quepa duda, señorita Crawford. Su contenido puede provocar un terremoto. Tiene tanta importancia que no encuentro la palabra adecuada.

—Ésa es la razón por la que el Vaticano está tan interesado —comenté.

—Para ser algo de tanta trascendencia, no veo que estén apretando demasiado —puntualizó Ann.

Asentí con la cabeza. Lo que Ann acababa de señalar era de una lógica aplastante. Que hubiésemos recibido unos anónimos invitándonos a abandonar El Cairo y luego una amenaza más directa no me parecían unas acciones lo suficientemente contundentes para lo que allí parecía estar en juego. Lo que Best nos había leído venía a señalar que María Magdalena no era la prostituta que nos habían hecho creer, sino una mujer muy especial para Jesús a la que, según ese testimonio, amaba por encima del resto de sus discípulos. Ann lo había expresado con contundencia: aquello, informativamente hablando, era pura dinamita. Sin embargo, había algo que no encajaba.

Hice al taxista una indicación para que nos dejase ante la puerta del Savoy. Groppi estaba al otro lado de la plaza desde cuyo centro la imagen de Suleiman Pasha miraba impasible el discurrir caótico del tráfico.

Con riesgo de nuestra vida, sobre todo porque el profesor Best caminaba con la lentitud propia de su edad, llegamos hasta Groppi. Otra vez pedí una mesa en el jardín. Nos acomodaron en un rincón de vegetación exuberante, protegidos de las inclemencias del sol del mediodía por unos toldos listados en tonos ocres. Ann pidió su café turco, Best y yo nos inclinamos por tés aromatizados con cardamomo; aunque la hora no era apropiada, los acompañaríamos de pastas y bombones.

Pensé que había llegado el momento de plantear la cuestión principal: tomar la decisión acerca de nuestro viaje de regreso a Londres, aunque opté por aguardar a que el camarero nos atendiese. Miré a Ann, estaba relajada y tenía los ojos entrecerrados.

—Parece que Boulder está muy nervioso.

—Desde luego —asintió el profesor.

—Supongo que está relacionado con las amenazas.

—No podría asegurar la causa —dijo Best encogiéndose ligeramente de hombros—, pero tiene mucha prisa por rematar este asunto. Quizá también a él lo estén presionando.

—¿Usted cree?

—Sin duda ninguna. —La voz de Ann sonó contundente.

La miré. Continuaba con los ojos cerrados, inmóvil, con las piernas extendidas, como si estuviese tomando baños de sol en un balneario.

—¿Por qué lo dices?

—Porque sus nervios comenzaron después de que le dijésemos que habíamos recibido amenazas. Recuerden el momento. —Ann se incorporó—. Salió del despacho para hacer una llamada y cuando regresó estaba descompuesto. Le dije que daba la sensación de haber visto un fantasma y su respuesta fue: «Mucho peor».

El camarero apareció empujando el carrito. Nos sirvió con exquisita pulcritud y se retiró después de desearnos buen provecho. Había llegado el momento de plantear el viaje de vuelta y, aunque la conversación sobre el anticuario había cobrado interés, lo hice sin ningún preámbulo:

—Hemos de tomar una decisión sobre nuestro regreso a Londres. El vuelo al que aludió ese Naguib, o como se llame, sale mañana por la mañana.

—Mi opinión es no ceder al chantaje. —Ann no vaciló.

Best la miró inquieto.

—¿Piensa que ésa es la mejor opción?

—No sé si es la mejor, pero no me gusta que otros decidan por mí.

—Nuestra vida está en riesgo —afirmó el profesor con gesto preocupado.

—Por lo que veo, usted es partidario de que nos marchemos con el rabo entre las piernas.

Best se removió molesto en su asiento.

—Añadiré que la misión que me ha traído hasta esta ruidosa ciudad ha concluido.

—¿Teme que Naguib cumpla su amenaza? —le pregunté tratando de rebajar la tensión.

—Mis temores aumentan cada minuto.

—¿Por qué razón?

Best dio un sorbo a su té y después se extendió en una larga explicación:

—Mi vida ha transcurrido de forma apacible. Cuando comenzó la Gran Guerra, yo había cumplido los treinta y cinco años. El ejército consideró que era demasiado mayor para acudir a las trincheras donde perdieron la vida muchos de mis alumnos, así que presté servicio en la intendencia militar. Si eso ocurrió en 1914, imagínense lo que pensaban los militares cuando tuvimos que pararle los pies a Hitler, para entonces era ya casi un sexagenario. Les cuento esto porque jamás he vivido una amenaza directa. No pueden imaginarse cómo me ha afectado ese anónimo. —Recordé el momento en que lo encontramos asustado en su habitación—. Si no me marché de El Cairo inmediatamente, fue porque el interés por ver el códice era muy grande. No quiero ofenderlos, pero es probable que no calibren lo que supone para un investigador como yo, que ha llegado al tramo final de su vida, encontrarse con una posibilidad como ésta. Tengo que confesar, además, que su contenido ha superado todas mis expectativas. Mi vida está ya en el crepúsculo, pero me gustaría vivir lo suficiente para estudiar detenidamente ese códice. ¡Es algo extraordinario! —Dio otro sorbo a su té y vi en sus ojos brillar un destello de ilusión—. No me gustaría perder la vida en este momento; jamás imaginé, cuando Milton y Eaton me llamaron, que podía encontrarme con algo así. Ésas son las razones por las que deseo marcharme cuanto antes mejor y no arriesgarme a un incidente desagradable. Si como usted piensa, ese tal Naguib es un agente del Vaticano, algo sobre lo que yo albergo pocas dudas, estoy convencido de que hará todo lo que esté en su mano para que esos textos no vean la luz.

Las razones de Best eran sólidas y su argumento acerca de que el motivo que nos había traído a El Cairo había concluido resultaba irrebatible. A ello tenía que sumar los aspectos sentimentales que había expuesto.

—Si nos marchamos mañana, no tendremos ocasión de visitar las Pirámides —comentó Ann en tono conciliador.

—Permítame recordarle, señorita Crawford, que no hemos venido a hacer turismo. Además, el nerviosismo del anticuario es un factor más a tener en cuenta. Si ese hombre está tan nervioso, algo en lo que coincidimos los tres, es porque vislumbra un peligro mucho mayor que el riesgo de traficar con una antigüedad que pueda darle un quebradero de cabeza con las autoridades encargadas de la protección del patrimonio. Como usted afirma, es posible que también él haya sido amenazado.

Estaba de acuerdo con Best y, por muy doloroso que resultase para mí, no podía dar satisfacción a los deseos de Ann. Me sumé a su posición y eso significaba que era necesario realizar los trámites correspondientes para adelantar nuestro vuelo.

Media hora más tarde, salíamos de Groppi en dirección al Shepheard, donde almorzamos en el comedor que daba a la ribera del Nilo. Ann tendría que conformarse con ver los faluchos con sus velas triangulares en lugar de surcar el río a bordo de uno de ellos. Después de comer el profesor se retiró a su habitación, mientras que Ann y yo íbamos a las oficinas de la BOAC; dábamos por sentado que no habría problemas para cambiar los billetes. La realidad fue mucho más complicada y solo después de numerosas gestiones y de que una amable azafata realizase no menos de media docena de llamadas el asunto quedó resuelto. Tomaríamos el vuelo del día siguiente abonando un pequeño sobreprecio y por la tarde, después de dos horas de escala en Roma, estaríamos en Londres. Aquélla sería nuestra última tarde en El Cairo y le propuse a Ann, a modo de compensación, visitar Cicurel. Podía permitirme, con las dos mil quinientas libras que Milton me había adelantado, hacerle un regalo en la tienda más lujosa de El Cairo. Luego iríamos a La Parisina a tomar un café y ver la puesta de sol desde su terraza.

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