El sueño de Hipatia (28 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

—¡Cállate! —gritó Teófilo, con el rostro encendido por la ira.

—Fue ella quien estuvo al lado de Jesús, cuando cargó con la cruz —prosiguió el monje—. Fue ella quien estuvo al pie de la cruz y la que allí continuaba cuando expiró. Fue ella quien ayudó a llevar el cadáver para darle sepultura y también ella la primera que acudió al sepulcro y recibió la buena nueva de la resurrección. Fue ella, porque le correspondía como su preferida, ya que Jesús la distinguía de los demás.

—¡Calla! ¡Estás blasfemando!

—¡No, Teófilo, yo no blasfemo! ¡Todos vosotros lo sabéis bien! ¡Lo que ocurre es que ese Jesús humano y sensible no encaja en vuestro esquema! ¡En vuestro intento de sepultar a los arrianos habéis deformado la figura del Maestro!

—¡Calla de una maldita vez! ¡Te lo ordeno!

—¿Te suenan estas palabras? —Papías se puso a recitar—: «Las mujeres escuchen en silencio las instrucciones y óiganlas con entera sumisión, pues no permito a la mujer hacer de doctora en la Iglesia, ni tomar autoridad sobre el marido; mas estése callada en su presencia… Las mujeres callen en las asambleas, porque no les es permitido hablar allí, sino que deben estar sumisas, como dice también la ley… Pues es cosa indecente en una mujer hablar en una asamblea». ¿Te suenan? O tal vez estas otras: «La mujer oiga la instrucción en silencio, con toda sumisión. No permito que la mujer enseñe ni domine al hombre. Que se mantenga en silencio. Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue Adán, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión».

—¡Calla! —gritó el patriarca una vez más.

—Son palabras de Pablo de Tarso en la primera de sus epístolas a Timoteo. Si lo habéis santificado, ¿cómo ibais a consentir que una mujer fuese la figura principal de la Iglesia?

—¡Estás corrompido, Papías!

—¡No, Teófilo! Los corrompidos sois vosotros que para enmascarar una verdad que no os gusta, habéis convertido en prostituta a la amada de Jesús. Habéis inventado la virginidad de María, cuando todos sabemos que Jesús tuvo hermanos, hijos de esa madre que pretendéis virginal, para dejar a Magdalena en un segundo plano; porque en vuestra Iglesia, dominada por los paulinos, la mujer ha de guardar silencio y permanecer sumisa. A estas alturas de mi vida que se acerca a su fin, solamente tengo una duda.

—¡Blasfemo!

—¿No deseas saber a qué me refiero?

Papías desafió con su mirada a un desconcertado Teófilo que se dirigía a la puerta para comprobar con estupor que estaba atrancada. El
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había tomado precauciones cuando salió en busca del vino.

—Ignoro si vuestras perversas maquinaciones están dictadas por el terror que os produce que se conozca el papel desempeñado por María Magdalena en la vida de Jesús y por esa causa habéis proclamado en Hipona una doctrina contraria a la mujer, o es vuestro rechazo a la mujer el que os lleva a deformar el papel de María Magdalena en relación con Nuestro Salvador, presentándola como una licenciosa prostituta que hubo de hacer penitencia el resto de su vida.

Teófilo, incapaz de controlar sus nervios, aporreaba la puerta y gritaba para que alguien abriese.

Desde el exterior, unas voces descompuestas le indicaban que se hiciese hacia un lado. Mientras echaban abajo la puerta, Papías escanció un poco de vino en su cuenco y lo bebió con un sosiego que en aquellas circunstancias resultaba incluso pasmoso.

La puerta, arrancada de sus goznes, cayó con estrépito, levantando una pequeña polvareda. Varios parabolanos, armados con porras, irrumpieron en la celda.

—¡Paternidad! ¿Qué te sucede? ¿Por qué gritas?

El patriarca se limitó a señalar con un dedo acusador hacia donde estaba Papías.

—¡Prendedlo por hereje y por blasfemo!

En pocas horas habilitaron un local derribando las paredes de adobe que separaban varias celdas. Teófilo rechazó la posibilidad de celebrar el juicio en el refectorio porque no quería demasiado público. La tensión entre los partidarios y los enemigos del
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se había desatado con fuerza.

En el estrado, formando el improvisado tribunal, estaban, además del propio Teófilo, dos clérigos; uno pertenecía a su séquito y el otro era un monje de pelo hirsuto y mirada penetrante, llamado Panonios. Cirilo, que ejercería funciones de secretario, tomó asiento a un lado del estrado, tras una mesa pequeña donde se veía un tintero, varios cálamos y una provisión de papiros.

El anciano
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estaba de pie; a su espalda una docena de monjes y una fila de parabolanos controlaba la entrada para evitar el acceso de la comunidad que se agolpaba en el exterior. La tensión era tan grande que el patriarca deseaba despachar aquel asunto con la mayor brevedad.

Teófilo indicó a Cirilo que procediese y el secretario formuló al acusado unas preguntas rutinarias para identificarlo, luego dio lectura a un breve texto:

—«Hoy, que se cuentan tres días de los idus de agosto del cuarto año del mandato del emperador Teodosio, segundo de su nombre, comparece ante su reverencia Teófilo, patriarca de Alejandría, Papías,
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del cenobio de Xenobosquion acusado de los delitos de herejía y blasfemia. El susodicho Papías sostiene, en contra de lo establecido en el canon treinta y seis del Santo Concilio de Hipona, que existen otros evangelios, negando que los padres conciliares señalaron de forma inequívoca cuáles son los textos considerados Sagradas Escrituras y prohibieron que fuera de ellas nada más se lea en las iglesias, salvo lecturas piadosas referidas a la vida de los mártires en los días en que se celebran sus aniversarios. Igualmente sostiene como verdaderos determinados principios, así como hechos relacionados con la vida de Nuestro Salvador Jesucristo contenidos en textos considerados espurios y falsos y, como tales, condenados por los santos padres conciliares.

»Forman este tribunal que preside el patriarca, el hermano Quirón del séquito de Su Paternidad y el hermano Panonios miembro de la comunidad cenobítica de Xenobosquion.

»Su Reverencia Teófilo, patriarca de Alejandría, como suprema autoridad de las diócesis que constituyen la provincia de Egipto, ha ordenado la detención del acusado y su comparecencia ante este tribunal eclesiástico constituido bajo la autoridad de su presidencia en la fecha señalada en el encabezamiento».

Concluida la lectura, Cirilo miró al patriarca. Teófilo se dirigió al acusado, que había escuchado impasible la lectura.

—¿Tiene el acusado algo que alegar?

Papías no respondió y Teófilo repitió la pregunta, sin obtener tampoco respuesta. Contrariado, preguntó por tercera vez:

—¿Tiene al acusado algo que alegar en su defensa?

El
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mantuvo su silencio.

—En tal caso, que proceda la acusación.

Panonios se puso de pie y Papías trató de disimular su tristeza al ver que uno de los monjes en quien tenía depositada su confianza se convertía en su acusador. Se ajustó el cordón que ceñía su hábito y señaló con el dedo a su superior.

—Hace muchos meses llegó tu orden indicando qué lecturas debían ser desterradas de las celebraciones. Los numerosos evangelios utilizados por las distintas iglesias quedaban reducidos a cuatro porque eran los revelados, los que recogían la verdadera palabra de Dios. Solo serían utilizados los de Marcos, Lucas, Mateo y Juan. Se sumaban catorce de las epístolas del apóstol Pablo, el Apocalipsis de Juan, los Hechos de los Apóstoles y también otras siete epístolas de los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Todos los demás libros, incluidos numerosos textos a los que se daba el nombre de evangelios, quedaban prohibidos porque su contenido se alejaba de la verdad. En ese grupo entraban obras como el llamado Evangelio de Tomás, el de Felipe o el de María; también el denominado Apócrifo de Juan, la Oración de Pablo, el Evangelio de la Verdad o el Tratado de la Resurrección. Sin embargo, el
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de este cenobio, ese hombre que hoy comparece ante Tu Paternidad, el que mayor obligación tenía de cumplir el mandato de los padres conciliares, se negó a darle cumplimiento. En nuestra iglesia han sido esos falsos evangelios los que han marcado las lecturas de la liturgia, a pesar de que únicamente uno de ellos, el de Juan, ha sido considerado palabra de Dios, mientras que los otros deforman la realidad de la vida, el mensaje y la verdadera sustancia de Jesucristo Nuestro Señor. Ésa fue la razón por la cual te hice llegar el malestar que reinaba en buena parte de esta comunidad y que con tu sabiduría y autoridad pusieses fin a prácticas tan heréticas impulsadas por el acusado, porque la mala semilla se extiende con rapidez, como ocurrió con las maldades propuestas por otros grandísimos herejes como en el caso de Arrio.

Papías no daba crédito a lo que escuchaba. ¡Jamás lo hubiera pensado de Panonios! Nunca se manifestó contrario al contenido de los textos que ahora rechazaba ante el patriarca.

Teófilo se removió inquieto en su asiento. El discurso le parecía demasiado largo para sentenciar un caso que deseaba concluir sin dilaciones. Él mismo había escuchado de boca del acusado las razones por las que comparecía. Temió que Panonios se pusiese a hablar de otros herejes.

—Abrevia —le ordenó.

El monje titubeó un momento y concluyó con voz vacilante:

—Eso… eso es todo, paternidad.

—¿Tienes algo que alegar en tu defensa?

Papías se percató de las prisas del patriarca. Lo miró desafiante.

—Sí, paternidad.

—¡Habla entonces! —le ordenó con voz desabrida.

—Supongo que Tu Paternidad se habrá dado cuenta de que hay un fondo común en los evangelios a que ha aludido Panonios.

—¿Qué quieres decir?

—Que se trata de los evangelios de quienes compartieron con el maestro su vida terrenal: los apóstoles Juan, Felipe y Tomás, y el Evangelio de María Magdalena, una mujer cuya importancia en la vida del Maestro se cuestiona, pero que a los padres conciliares les ha sido imposible eliminar porque el escándalo hubiese superado todo lo conocido hasta el presente. Se trata de testimonios directos de personas que estuvieron al lado del Maestro, no como en el caso de los tres que han sido seleccionados, pertenecientes a Marcos, Mateo y Lucas, todos ellos posteriores a la presencia del Maestro en la tierra. ¿Cuáles han sido los criterios de selección? —preguntó un Papías desafiante.

—No estás aquí para formular preguntas, sino para responder de tus herejías.

—¡Yo te lo diré, Teófilo! El criterio ha sido eliminar todo lo que ponga en cuestión lo establecido por el Credo de Nicea, aunque ello signifique deformar la verdad.

—¿Puedo deducir de tus palabras que rechazas la divinidad de Jesucristo?

—No he dicho tal cosa.

—¡Explícate!

—Es muy sencillo, Teófilo. Cuando un texto revela aspectos de la naturaleza humana del Maestro, tratáis de ocultarlo.

—El Concilio de Nicea no rechazó la naturaleza humana de Jesucristo.

—Pero molestan ciertos elementos de su humanidad.

—¿Como cuáles?

Papías dudó un momento y buscó las palabras:

—Jesús también se dejaba llevar por sus sentimientos.

Teófilo lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Sostienes que tuvo relaciones con Magdalena?

Papías suspiró.

—Eres tú quien lo ha dicho; yo estaba pensando en su justa cólera cuando expulsó a los mercaderes del Templo. Pero ya que señalas su relación con Magdalena, no tengo inconveniente en afirmar que habéis falseado casi todos los aspectos de la personalidad de esa mujer, presentada por numerosos textos como compañera del Maestro.

—¿Afirmas que Jesucristo se dejó vencer por la tentación de la carne?

—El Evangelio de Felipe indica las preferencias de Jesús por ella, la consideraba una iniciada a la que impartía enseñanzas especiales y también que la besaba en la boca.

—¡Eso es blasfemia!

—En tal caso no soy yo el blasfemo, sino el apóstol Felipe.

—¡Blasfemo contumaz!

—¡No, Teófilo! La verdad es que, desde hace décadas, habéis degradado la imagen de Magdalena con el propósito de anular todo vestigio de la relación que mantuvo con el Maestro. Y lo habéis hecho porque esa imagen de la mujer más importante en su vida no cuadra a vuestros propósitos, pero su figura es tan relevante que no habéis podido anularla.

—¡Estás delirando!

—No, estoy señalando lo que se recoge en los evangelios que habéis considerado verdaderos, tras el expurgo que conviene a vuestros propósitos.

—¡Blasfemo! —Teófilo se puso en pie—. ¡Encerradlo! ¡Encerradlo donde nadie pueda escuchar sus blasfemias! ¡Él mismo se ha condenado!

Mientras dos parabolanos lo sacaban a rastras, Papías le gritó:

—¡Estáis falseando la verdad!

Teófilo se encerró en una celda, necesitaba reflexionar. Al filo de la medianoche unos suaves golpes en la puerta llamaron su atención. Tomó un candil y se acercó sigiloso.

—¿Quién va?

—Paternidad, un monje desea hablarte —respondió uno de los guardianes que vigilaban ante su puerta.

—¿A estas horas?

—Como he visto que todavía tenías luz… —se excusó.

Sin abrir la puerta, preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Eutiquio, paternidad.

El patriarca abrió la puerta y vio al monje con la cabeza gacha. Teófilo alzó el candil para verlo mejor.

—¿Qué quieres?

—Hablar con Tu Paternidad.

—¿A estas horas?

—Prefiero que no haya testigos de mi visita.

—¡Habla! —le ordenó—. ¿Qué tienes que decirme?

—Lo que tengo que decirte solo debe escucharlo Tu Paternidad.

El patriarca miró a sus parabolanos.

—¿Lo habéis registrado?

—De arriba abajo.

—Está bien, pasa. Y vosotros, estad atentos.

Teófilo cerró la puerta, dejó el candil en una repisa y le preguntó:

—¿Qué tienes que decirme?

La explicación de Eutiquio fue detallada, y cuando concluyó, Teófilo lo sometió a un largo interrogatorio. Al cabo de dos horas el patriarca rebosaba satisfacción. Al despedirlo le ordenó:

—Ni una sola palabra, ¿lo has entendido?

—Sí, paternidad.

Apiano observó atónito cómo Eutiquio abandonaba la celda donde estaba instalado Teófilo. Ahora sabía por qué no estaba en su yacija cuando fue a buscarlo para acudir a la llamada de Papías. El anciano
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había conseguido hacerle llegar un recado a través del guardia que vigilaba su encierro. Corrió a la celda donde custodiaban al
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y el monje lo dejó pasar. Entristecido, le contó lo que acababa de ver. El anciano permaneció en silencio unos minutos.

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