—Es cierto que existe en la catedral de Colonia una tumba dedicada a los Reyes Magos —concedió Best de mala gana, despejando las dudas del juez.
—He leído un artículo, no recuerdo el nombre del autor —terció el coronel Bishop—, donde en los Hechos de los Apóstoles se relaciona a los Reyes Magos con Juan Bautista.
Otra vez se puso de manifiesto la autoridad de Best en la materia.
—¿En los Hechos de los Apóstoles? No lo creo. Lo que sí existe es un texto, conocido como el Evangelio de los Mandeos, en el que se afirma que también unos magos hicieron acto de presencia cuando se produjo el nacimiento del Bautista.
—¿Quiénes son los mandeos? —preguntó el quinto de los contertulios, un comerciante en piedras preciosas llamado Arthur Irving, cuya joyería estaba en el corazón de Bloomsbury, en Guilford Street.
—Una secta cristiana que existe aún en Irak. Se declaran seguidores de las enseñanzas del Bautista.
—Esta mañana lo he escuchado hablar de Herodes y de la matanza de los inocentes, en relación con la actuación de los magos de Oriente —planteó el coronel al profesor en su condición de estrella de la BBC—. Decía usted que hay demasiados puntos oscuros en esa historia.
—Así es.
—Me gustaría escuchárselos con detalle, esta mañana en la radio no me fue posible.
—El evangelista Mateo, al que ha aludido Donald —en algunas ocasiones, pocas, el profesor Best condescendía a denominarme por mi nombre de pila—, señala en el versículo dieciséis de su texto que los magos dieron un rodeo cuando emprendieron el camino de regreso para no pasar por Jerusalén. Adivinaron las perversas intenciones de Herodes, cosa que no debe extrañarnos, dadas sus capacidades. El rey, sintiéndose burlado al comprobar que no aparecían, dispuso que fuesen asesinados todos los niños varones nacidos en Belén que no hubiesen cumplido los dos años. El hecho de que el evangelista ponga un límite de edad tan preciso, en un tiempo en que no había registro de nacimientos, me parece un infantilismo. Los soldados recibirían órdenes de matar a todos los niños pequeños del lugar, lo que ha sido presentado como paradigma de la crueldad del monarca, convertido en uno de los personajes malditos de la historia. Sin embargo, si analizamos los hechos con frialdad, nos encontramos con que matar a un inocente era algo habitual en aquel mundo. Entonces la vida no valía un adarme de sal. No estoy justificando la actuación de Herodes —aclaró Best—. Estoy explicando un acontecimiento que, por cierto, no recoge ninguna otra fuente de la época, algo sumamente importante.
—¿Por qué dice usted eso?
—Porque si la matanza ordenada por Herodes hubiera tenido el relieve que posteriormente se le ha dado, habría sido consignada en alguna otra fuente, aparte de los evangelios. Llamo la atención sobre esa circunstancia porque supone que los contemporáneos no la percibieron como el acto de inaudita crueldad con que se nos ha presentado después.
—¿Quiere decir que matar niños pequeños era algo corriente? —preguntó Bishop alarmado.
—No. Lo que quiero decir es que en su tiempo no llamó mucho la atención. Insisto en que nadie, fuera de los evangelistas, consideró la llamada matanza de los inocentes un hecho digno de ser consignado.
—Comprendo —asintió el coronel.
—Por otro lado, hemos de situarnos en el contexto histórico. Belén era una aldea situada en las proximidades de Jerusalén. ¿Cómo pudo Herodes aguardar tanto tiempo el regreso de los magos? Belén estaba a menos de media jornada a pie de Jerusalén, había gentes que hacían el camino de ida y vuelta en un mismo día. Puede comprobar lo que digo en un mapa de la zona.
—No necesito comprobarlo —afirmó el coronel—. Yo estuve destinado en Palestina hace veinticinco años, cuando era un joven oficial. Belén, efectivamente, no está a más de seis millas al sur de Jerusalén, el camino puede hacerse en un par de horas, dando un placentero paseo podrían emplearse a lo sumo tres.
—Entonces, entenderá por qué pienso que aquí hay algo que no encaja. A tan poca distancia y estando tan interesado por tener noticias de un asunto que le concernía directamente, ¿por qué Herodes no actuó de otra forma para garantizarse la muerte de aquel rey, del que hablaba la profecía y que aquellos magos afirmaban que había nacido? ¿Cómo es posible que se le pudieran escabullir? El texto evangélico deja traslucir que pasaron muchos meses desde que éstos informaron a Herodes del motivo por el que habían hecho tan largo viaje hasta que el tetrarca comenzó a sospechar que los magos se habían burlado de él. Tanto tiempo, dada la proximidad, me parece una flagrante contradicción.
—¿Opina usted que la matanza de los inocentes no tuvo lugar y que se trata de una invención? —preguntó Simpson.
—No me atrevería a afirmarlo con tanta contundencia, pero la historia, como decía esta mañana en la radio, ofrece demasiados puntos oscuros y varias contradicciones. Piense usted que Belén era un lugar pequeño, donde vivían unos cientos de familias. ¿Cuántos bebés podía haber en un sitio así? ¿Veinte? ¿Quizá treinta? Hemos de suponer que la mitad eran niñas y, por lo tanto, estaban a salvo de las insidias de Herodes. Si la terrible matanza realmente tuvo lugar, ¿cuántas víctimas produjo?
—¿Una docena, tal vez? —aventuró el joyero.
—Esa es una cifra razonable.
Decidí encender una cerilla para ver si calentaba algo el fuego de la conversación, que había perdido vivacidad.
—Profesor Best, usted ha manejado los argumentos a su conveniencia para deducir lo que encaja con su planteamiento. —Utilicé un tono recriminatorio para provocar su reacción.
—Dígame dónde aparece ese… ¿ha dicho manejo, mi querido Burton?
—Efectivamente, ésa es la palabra que he empleado.
—Dígame dónde. ¿En el silencio de las fuentes coetáneas, excepción hecha de los evangelios? Muéstreme una y reconoceré que estaba en un error. ¿Acaso en la distancia de Belén a Jerusalén? Acaba de escuchar al coronel Bishop, él ha estado allí y coincide con mis apreciaciones; si no le parece suficiente, puede comprobarlo en un mapa. ¿Piensa que me he excedido en mi planteamiento al referirme al número de habitantes de Belén? Era una aldea de campesinos y pastores, puedo admitir una ligera variación en el número. ¿En lugar de veinte o treinta bebés había cuarenta o cincuenta? Muy bien, elevemos de doce a una veintena el número de inocentes muertos. ¿Cambia en algo mis planteamientos?
Había cometido un error y pagué las consecuencias. Best me había arrinconado dialécticamente. Para rematar su brillante exposición, se respondió a sí mismo con cierta dosis de ironía:
—Evidentemente, nada los cambia.
Decidí contraatacar, más que nada por no entregarme sin ofrecer una decorosa resistencia.
—¿Significa, profesor, que mañana podría publicar una columna en la que exonere a Herodes de la mala fama que ha acumulado a lo largo de los siglos, citándole a usted como fuente de autoridad?
—Usted puede hacer lo que considere conveniente, con tal de que no tergiverse mis argumentaciones.
En ese momento sonaron unos suaves golpes en la puerta y a continuación apareció la cabeza del mayordomo del club.
—Discúlpenme —se excusó y, con una compostura que casi rozaba lo ridículo, se acercó hasta donde yo estaba y me susurró unas palabras al oído. No pude evitar una arruga en mi frente—. Lo lamento, señor. Pero ha insistido tanto…
—¿Dice que se trata de una urgencia?
—Eso afirma, señor.
—Deberán disculparme, pero se trata de una llamada, al parecer urgente y, desde luego, inoportuna —me excusé mientras me levantaba.
El coronel Bishop tiró de la gruesa cadena de oro que colgaba del bolsillo de su chaleco y consultó el reloj. Iban a dar las siete. Los noventa minutos que dedicábamos a nuestra tertulia semanal estaban a punto de concluir. Teníamos establecido ese tiempo como norma de estricto cumplimiento.
—Caballeros, son las siete en punto.
Yo ya estaba de pie.
—En tal caso, antes de atender esa llamada, ¿puedo proponer un asunto para la próxima semana?
—Adelante, Burton —me invitó el coronel.
—Por todas partes se escuchan comentarios acerca de las ocultas razones que llevaron a Rudolf Hess a realizar su extraordinario vuelo a Escocia en 1942. ¿Qué les parece si lo abordamos?
Hubo un asentimiento general. La lluvia golpeaba con fuerza en las emplomadas vidrieras que daban un aire gótico a las ventanas del Isabella Club. Antes de abandonar la sala escuché la pregunta que el militar formulaba al juez:
—¿Qué noticias tiene de los procesos de Alemania? Supongo que vuestra señoría seguirá con especial atención sus recovecos jurídicos.
—Que se están sustanciando con mayores dificultades de las previstas. Muchos testigos que habían prestado declaración se niegan a comparecer públicamente en las salas de los tribunales. Hay miedo a posibles represalias si declaran en contra de los acusados.
—¿Represalias? ¿De quién?
—Al parecer los nazis mantienen ciertas estructuras…
Hubiese preferido permanecer en la sala unos minutos más. Aquella conversación me interesaba mucho, pero alguien estaba colgado al teléfono y tenía que atenderlo. Era habitual que recibiese llamadas en la redacción del
Daily Telegraph
en las que anónimos comunicantes me prometían la historia más extraordinaria del mundo. La inmensa mayoría de las veces se trataba de asuntos banales, pero muy de vez en cuando surgía algo interesante. Algunos de mis más relevantes éxitos habían llegado por dicha vía. A diferencia de otros colegas, yo nunca dejaba desatendida una vía de información.
La cabina telefónica del Isabella Club estaba a la bajada de la escalera principal. Cuando se decidió el lugar, primó el espíritu práctico de la junta directiva. Se aprovecharía el hueco, aunque el lugar no fuera todo lo discreto que algunas conversaciones requerían.
Empuñé el aparato tan malhumorado por haber tenido que dejar precipitadamente la tertulia que casi gruñí al auricular:
—Soy Donald Burton. ¿Qué desea?
Aún no sabía que aquella llamada era la más importante que iba a recibir en mi vida.
Alejandría, año 388
La gente llenaba hasta el último rincón del Ágora. Una muchedumbre se agolpaba en la explanada que hasta hacía poco había sido el centro neurálgico de la ciudad, el lugar desde el que se tomaba el pulso a los acontecimientos. Allí se celebraban las asambleas, se hacían ofrendas públicas a los dioses, se discutía o se cerraban acuerdos comerciales. También era donde los sofistas, por unas pocas monedas, ponían a prueba su ingenio y divertían con tramposos razonamientos a quienes querían escucharles.
Muchos se apretaban sobre las barandillas que acotaban el espacio reservado a los participantes en aquella reunión pública en la que iba a intervenir un grupo de filósofos, astrólogos, matemáticos, astrónomos e historiadores, ligados casi todos ellos a las actividades del Serapeo, el impresionante templo y centro cultural que se alzaba en el barrio de Racotis, cerca de la orilla norte del lago Mareotis.
El acontecimiento había levantado gran expectación. Sus promotores lo habían concebido como un desafío a Teófilo, el sucesor de Atanasio en el patriarcado, después de los violemos enfrentamientos entre sus seguidores y los de otros candidatos a hacerse con la importante sede episcopal. Teófilo, ayudado por los monjes de la Tebaida, se había impuesto a sus contrincantes.
La respuesta a la convocatoria de los maestros del Serapeo había superado las expectativas más optimistas. Era cierto que los acontecimientos de los últimos meses habían caldeado mucho el ambiente. A través de los siglos, la plebe alejandrina siempre había dado muestras de estar pronta a asistir a cualquier acto que significase un desafío y eso era lo que aquel puñado de defensores de las viejas costumbres había organizado en el lugar más emblemático de la vieja Alejandría. Habían escogido el Ágora para hacer una denuncia pública de las actuaciones del patriarca Teófilo y del fanatismo de sus seguidores, dispuestos a imponer los rigurosos preceptos de su religión.
Aquel grupo de defensores de los tradicionales modos de vida y de la ancestral religión de sus antepasados deseaba manifestar con aquella reunión que Teófilo actuaba contra la legalidad, ante la pasividad de las autoridades imperiales, sobre todo de Alejandro, el nuevo prefecto. El lugar escogido era un símbolo para muchos alejandrinos, nostálgicos del pasado. Algunos de los templos que se abrían al Ágora habían vivido mejores tiempos: el aspecto de sus fachadas mostraba la incuria, derivada de la pérdida de proyección social y la falta de fieles; en alguno de ellos, la hierba crecía frondosa bajo los dinteles de sus magníficas portadas de piedra. El edificio que mejor revelaba el recuerdo de los esplendores de otro tiempo era la biblioteca. Había sufrido saqueos destructivos y padecido varios incendios, alguno de ellos intencionado; en su fachada eran perceptibles las huellas de la barbarie desatada contra aquel santuario de la cultura. Ahora, en muchas de sus salas medio vacías resonaba el eco de los pasos de sus escasos bibliotecarios. En algunos
scriptoria
, voluntariosos copistas trataban de reproducir algunas de las obras, en muchos casos ejemplares únicos, que atesoraban sus estanterías, cuyos huecos señalaban las graves pérdidas sufridas en sus fondos. Apenas había recursos para sostener una institución en la que en otro tiempo latía el pulso del conocimiento universal.
El Ágora estaba adecentada y limpia. La víspera se había baldeado la plaza y quitado las hierbas que crecían en los intersticios de las losas. Unos operarios cortaron varias higueras que se abrían paso entre las piedras de algunos edificios y trepaban por sus fachadas. Guirnaldas de boj adornaban la zona porticada, que presentaba un aspecto decoroso.
Una vez que los doce elegidos tomaron asiento en las sillas curules, buscadas en los almacenes donde se amontonaba el mobiliario de las antiguas instituciones públicas, Teón, valiéndose de un embudo para aumentar la intensidad de su voz, pidió a los asistentes silencio. Poco a poco, los gritos se convirtieron en murmullos que se fueron apagando.
Tras una breve invocación a los dioses, pidió a Anaxágoras que leyese el texto que invocaba el patriarca como soporte legal a sus actuaciones. Otra vez pidió silencio a los asistentes al escuchar algunos gritos contra Teófilo, coreados por un sector de los asistentes. Los ánimos estaban excitados.