El sueño de Hipatia (8 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

El viejo filósofo, antes de ponerse de pie, templó su voz con un trago de vino rebajado con agua. Carraspeó y leyó con tono vibrante que ganaba en intensidad conforme desgranaba los párrafos:

—«Queremos que todos los pueblos que son gobernados por la administración de nuestra clemencia profesen la religión que el apóstol Pedro dio a los súbditos de Roma, que hasta hoy se ha predicado como la predicó él mismo, y que es evidente que profesan el pontífice Dámaso y el obispo de Alejandría Pedro, hombre de santidad apostólica. Esto es, según la doctrina apostólica y la doctrina evangélica creemos en la divinidad única del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, bajo el concepto de igual majestad, en una santísima Trinidad. Ordenamos que tengan el nombre de cristianos católicos quienes sigan esta norma, mientras que los demás los juzgamos dementes y locos y sobre ellos pesará la infamia de la herejía. Sus lugares de reunión no recibirán el nombre de iglesias y serán objeto, primero, de la venganza divina y después serán castigados por nuestra propia iniciativa, que adoptaremos siguiendo la voluntad celestial.

»Dado el tercer día de las calendas de marzo en Tesalónica, en el quinto consulado de Graciano Augusto y primero de Teodosio Augusto».

El final de la lectura fue acogido con gritos de la concurrencia:

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!

El padre de Hipatia, que asistía al acto desde una terraza próxima, pidió una vez más silencio y respeto, acompañando sus palabras con gestos apaciguadores de sus manos.

Sinesio, el brillante matemático que impartía clases en el Serapeo y uno de los principales impulsores del acto, no esperó a que Teón le concediese la palabra. Era de temperamento vehemente, algo que lo perdía en numerosas ocasiones.

—¡Teófilo no puede acogerse a ese edicto imperial para justificar sus actuaciones! Sus secuaces incendiaron el teatro porque, según afirmaba el anterior patriarca, las actrices se exhibían impúdicamente en el escenario y, sobre todo, porque hombres y mujeres se reunían en un mismo sitio, lo que daba lugar, según su febril imaginación, a toda clase de promiscuidades. Luego vino el fin de los juegos circenses, invocando razones parecidas. ¡Así nos quedamos sin representaciones, sin luchas de gladiadores y sin carreras!

Un rugido de desaprobación surgió de la muchedumbre. El incendio del teatro había dado lugar a numerosos enfrentamientos callejeros en las semanas siguientes, pero el cierre del circo fue mucho más grave.

—Las luchas de gladiadores eran algo detestable, Sinesio —señaló Anaxágoras, que aún no había tomado asiento.

—Es cierto —concedió el irritado matemático—, pero coincidirás conmigo en que las cosas pudieron hacerse aquí como en Constantinopla, donde se prohibieron las luchas, pero se han mantenido las carreras que gozan del favor del pueblo, que acude en masa al hipódromo. ¡El objetivo de Teófilo no es terminar con un espectáculo sangriento, es acabar con costumbres que él rechaza y condena en su afán de imponer las rígidas normas de su religión!

La gente jaleaba al matemático, cuyo vozarrón no necesitaba de artilugios para hacer llegar sus palabras hasta los últimos rincones del Ágora.

—¿Cómo se explica el cierre de las termas? —Sinesio estaba cada vez más encolerizado—. Afirma, sin tener en cuenta que la separación de sexos estaba reglamentada en sus horarios de funcionamiento, que son lugares de promiscuidad. ¡El muy ignorante las ha comparado a grandes burdeles, afirmando que a ellas concurrían hombres y mujeres que se desnudaban sin pudor!

—Está claro que el texto firmado por Teodosio en Tesalónica es, ciertamente, un ataque a la libertad de las creencias —comentó Hermógenes, el anciano médico, dando un tono de serenidad a sus palabras—. Pero lo que en esas líneas se señala de forma expeditiva es su condena a ciertas interpretaciones de algunas sectas de los galileos. Está dirigido a poner algo de orden en sus rencillas internas. Señala que esos tres dioses de los cristianos, que ellos refunden en uno…

—¡Una locura irracional! —lo interrumpió Sinesio.

—… son iguales en cuanto a su divinidad —prosiguió el médico sin alterarse—. Los que no acepten esos postulados serán considerados herejes y sobre ellos lanza amenazas muy serias.

—¡Cómo es posible que el patriarca invoque ese edicto imperial para justificar el incendio! —bramó Sinesio, una vez más.

—Eso no es lo peor —señaló Filotas, uno de los últimos representantes del epicureismo en la ciudad—. Lo verdaderamente grave es que Teófilo quiera buscar un apoyo legal a su acción que, sin dejar de ser un atentado contra un bien público, tiene su lógica.

—¿Significa eso que tú defiendes a Teófilo?

La pregunta de Harmodio, el jurista, estaba cargada de insidia, fruto de la rivalidad que desde hacía mucho tiempo sostenían ambos.

Filotas le dirigió una mirada torva, al tiempo que lo acusaba:

—¿Cómo te atreves a insinuar tal cosa? ¡Teófilo es un fanático! Aplica lo que él y sus secuaces llaman el fuego purificador a lo que no les gusta. ¡Son incendiarios! Algo de lo que en esta ciudad tenemos tristes y sobradas experiencias. Lo que quiero señalar es que, ante la magnitud de sus continuados desafueros, busca subterfugios legales.

Parecía imposible que en un espacio abierto y con una concurrencia tan numerosa se hubiese hecho un silencio como el que flotaba en el ambiente. El acto no estaba defraudando, ni mucho menos, las expectativas.

—Entonces, ¿qué es lo más grave? —preguntó Harmodio.

—¡La actitud sumisa del prefecto imperial! Eso es lo verdaderamente grave. Es él quien tenía que actuar con diligencia, deteniendo a los pirómanos, empezando por Teófilo —aseguró Filotas—. Tiene la obligación de abrirles un procedimiento por desórdenes y por atentar contra bienes públicos. Toda Alejandría sabe quiénes le prendieron fuego al teatro y promovieron los desórdenes que mantuvieron a la ciudad en vilo durante semanas. La única razón que dieron entonces fue simplemente que rechazaban las representaciones. ¡Destruyeron bienes públicos y tal acto está severamente penado por las leyes!

—¡Eso fue en tiempos de Atanasio! —gritó Harmodio—. ¡No querrás enredarte en un pleito inútil!

Hipatia, desde la terraza donde estaba acomodada, trataba de no perder detalle. A sus casi dieciocho años era la mujer más hermosa de Alejandría.

Teón, en su condición de moderador, intentaba que el debate no se convirtiese en un pulso dialéctico entre los dos adversarios. Mientras Filotas explicaba su posición, había murmurado algo al oído de Pausanias, el pontífice del Serapeo y la máxima autoridad de aquel centro donde se daban la mano ciencia y religión, el mundo egipcio y el griego.

Todavía resonaba en los oídos de los asistentes su última acusación cuando el venerable pontífice, sin dirigirse a nadie en particular, lanzó una pregunta al aire:

—¿Serviría de algo enviar una comisión al prefecto Alejandro para tratar el asunto y exigir responsabilidades a los incendiarios?

—¡No creo que eso ponga remedio a nada! —La voz que había sonado tan rotunda era la de Lisístrato.

El astrónomo se había percatado de las intenciones de Teón, al que miraba de reojo cuando susurraba al oído de Pausanias. Sabía que su rival era, desde hacía tiempo, partidario de presionar sobre el prefecto imperial. Si había respondido con tanta energía era solo para fastidiarlo. Teón y él habían protagonizado, días atrás, otra agria polémica en torno a la influencia de los planetas en la vida de las personas. El escándalo había sido de tal magnitud que quedaron emplazados a un debate público, cuya fecha estaba por determinar.

A pesar de la afirmación de Lisístrato, entre el gentío se alzaron algunos gritos de apoyo a la propuesta de Pausanias.

—Tal vez no sirva para gran cosa —replicó Teón—. Pero, al menos, nos permitirá dejar clara nuestra posición ante el representante del emperador y hacer patente nuestra disconformidad con lo que ocurre en la ciudad.

—¡Yo apoyo enviar esa comisión!

Quien se mostraba partidario de la propuesta era Clodio, representante de una de las escuelas filosóficas que mayor predicamento había tenido durante muchos años en Alejandría. Era un anciano descreído, al que popularmente conocían como Diógenes en recuerdo del más popular de los filósofos cínicos.

—¡Yo también! —gritó Aristarco, el físico, que enseñaba en el Serapeo.

—¡Y yo!

—¡Y yo!

La propuesta de Pausanias encontró apoyo en casi todos los presentes, salvo en Lisístrato y Hermógenes, quien también la consideró una pérdida de tiempo.

El médico opinaba que si la ley estaba tan clara y el prefecto imperial no había actuado era porque no estaba dispuesto a hacerlo.

—Sabéis, al igual que yo, que mantiene unas excelentes relaciones con el patriarca. Incluso he oído decir que, aunque no está bautizado, acude con frecuencia a sus celebraciones —señaló Hermógenes.

Hipatia estaba cada vez más decepcionada con el desarrollo del acto. Había sido una ardiente defensora de su celebración porque no concebía que su padre y el círculo de aristocráticos filósofos y maestros que tanto decían defender las gloriosas creencias y tradiciones de sus antepasados estuviesen cada vez más arrinconados en sus cenáculos, mientras que los cristianos se hacían dueños de la calle. A diferencia del ambiente que se palpaba en el Ágora, donde las disputas encandilaban a la plebe, ella se percataba de que los reunidos estaban más pendientes de sus propias rencillas que de afrontar los puntos clave del asunto.

—No se ha bautizado —señaló Sinesio— porque son muchos los que prefieren hacerlo cuando están a las puertas de la muerte. Según tengo entendido, cuando reciben el bautismo se lavan todas sus faltas, sin necesidad de penitencia; por eso lo retrasan cuanto pueden para disfrutar de los placeres de la vida que su religión prohíbe. El emperador Constantino —apostilló el matemático— fue quien impuso esa moda de no bautizarse hasta avanzada edad.

Nadie confirmó sus palabras y se hizo un momentáneo silencio, que rompió una voz que llegaba desde la terraza de uno de los edificios que flanqueaban el Ágora.

—¿Por qué unos principios tan extraños a nuestras tradiciones como los que sustentan sus creencias han logrado tantos adeptos?

La pregunta había sonado limpia y potente, y mucha gente miró hacia la terraza del templo de Baco. Allí estaba la joven que había lanzado la pregunta.

Teón se removió incómodo en su asiento al percatarse de que se trataba de Hipatia. No sabía qué hacer, porque la intervención del público no estaba prevista. Si permitía que su hija participase en el acto, cualquier otro podría hacerlo, sin que a él le quedase un ápice de autoridad para prohibirlo. Aquello podía convertirse en una batahola. Tenía que reprenderla, aunque en su fuero interno detestaba hacerlo. Sabía que su hija era más brillante que la mayor parte de quienes tomaban asiento en el estrado. Sus titubeos, sin embargo, dieron tiempo a que Anaxágoras le contestase. Teón temía que fuese como abrir la caja de Pandora.

—Ésa es una buena pregunta, cuya respuesta es compleja, algo que suele ocurrir con las buenas preguntas.

Teón, con harto dolor de su corazón, empuñó el embudo y señaló que en las normas de celebración de aquel acto no estaba prevista la participación del público asistente y recriminó a la joven por protagonizar una intervención no autorizada.

Hipatia se había puesto de pie; la brisa que soplaba suave desde el puerto que se abría próximo a uno de los costados del Ágora desde el que arrancaba el Heptaestadio agitaba suavemente su negra cabellera. Su imagen aparecía desafiante, retadora. La gente la miraba y por todas partes surgían comentarios.

—¡Como ciudadana de Alejandría, reclamo el derecho que me asiste a poder intervenir en los debates que tienen lugar en el Ágora! ¡Nadie puede privarme de ese derecho!

Una garganta de entre la muchedumbre lanzó un grito emocionado:

—¡Ágora!

Se hizo un silencio momentáneo antes de que un murmullo se extendiese entre el público. Se alzaron algunas voces aquí y allá que poco a poco se acompasaron. Primero fueron unas pocas gargantas, después se sumaron algunas más, luego otras y otras. En unos instantes se había formado un amplio coro y al cabo de muy poco el clamor era unánime:

—¡Ágora! ¡Ágora! ¡Ágora!

El sonido era ronco y fuerte.

—¡Ágora! ¡Ágora! ¡Ágora!

Escuchar aquel grito hizo que a Anaxágoras se le erizase el vello de la nuca y que la emoción lo embargase hasta el punto de no poder contener las lágrimas. Hacía décadas que sus oídos no escuchaban aquel grito que resumía uno de los derechos que habían marcado la historia ciudadana de Alejandría. El derecho de todo alejandrino, cumplidos los dieciocho años, a participar en cualquier debate que se celebrase en el Ágora y concerniese a asuntos públicos.

Era un grito con el que se identificaban las libertades de la ciudad en la época de los Ptolomeos y que se había mantenido tras la conquista romana. Después había perdido fuerza hasta caer en desuso. Muchos de los presentes no sabían lo que estaban gritando, desconocían el valor de aquella palabra cuando era pronunciada en aquel lugar. Pero era como una respuesta atávica a algo que circulaba por sus venas. Había bastado que un puñado de personas lo secundasen para que Alejandría, representada por aquel gentío, clamase por un derecho propio.

Teón notó que le temblaban las piernas. No se atrevía a utilizar su embudo, al margen de su inutilidad porque el clamor era unánime. Miles de gargantas defendían el derecho de Hipatia a intervenir.

—¡Ágora! ¡Ágora! ¡Ágora!

Pausanias, el pontífice, también se había puesto de pie y paseaba su mirada por la muchedumbre entusiasmada. Los demás próceres también se levantaron. Ninguno había imaginado algo parecido.

El grito atronó en el cielo de Alejandría durante varios minutos. Nadie se atrevería a impedirle a Hipatia tomar la palabra.

—¡Anaxágoras! —gritó la joven desde la terraza pidiendo, con su brazo levantado, el silencio de la muchedumbre—. ¡Me gustaría escuchar tu respuesta! ¡Por muy compleja que sea!

El viejo filósofo, cuyos cansados y enrojecidos ojos solo percibían un bulto, conocía aquella voz que tantas veces lo había embelesado con sus respuestas, cuando le enseñaba las ideas de Platón a la niña despierta y vivaracha que no dejaba de asombrarlo continuamente. Su voz sonó tan potente que parecía imposible que saliese de aquel cuerpo, casi vencido por la edad.

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