Hipatia no consideraba el matrimonio como un destino al que la mujer se encontrara obligada. Había rechazado no menos de media docena de pretendientes, varios de los cuales habían utilizado el procedimiento de pedirla a su padre sin hablar con ella. Eso bastaba para que los rechazase. ¡Ella no era una mercancía con la que su padre pudiese negociar o cerrar algún tipo de acuerdo! Si algún día ligaba su vida a la de un hombre sería porque se había enamorado de él.
A lo largo de las paredes del templo corrían dos bancos labrados en la misma roca, muchos de cuyos asientos ya estaban ocupados. Todos eran hombres. Claudio le indicó que se sentase en un rincón apartado, aunque no tuviese la mejor visión del ritual. En el ambiente flotaban los murmullos de los devotos de Mitra, la deidad de origen iranio, extendida desde hacía siglos hasta los más apartados rincones del imperio por mercaderes procedentes de la región del Éufrates y el Tigris y sobre todo por los legionarios.
El mitraísmo formaba parte de las religiones aceptadas en el panteón romano. Era un culto mistérico que celebraba sus ritos de forma secreta. Esos secretos eran los que habían dado lugar a múltiples rumores. Sus principios eran arcanos conocidos solo por los iniciados. Los devotos pasaban por diferentes grados de iniciación hasta alcanzar el último nivel, el séptimo.
—¿Cómo se llaman los que se inician en los rituales? —le preguntó Hipatia con un hilo de voz.
—Se les llama
corax
—susurró el general a su oído.
—¿Por qué ese nombre?
—Porque el cuervo es un animal muy querido para Mitra, es el mensajero. Se encuentra ligado al planeta Mercurio —explicó Claudio.
Hipatia observó cómo en la pared de enfrente estaban representados tres planetas: Mercurio, Venus y Marte. Los identificó por sus colores y dedujo que los dos últimos corresponderían a otros tantos grados.
—Tú estás en el sexto grado, ¿no?
—Sí, soy un
heliodromos
.
—¿Qué planeta le está asociado?
—El Sol.
—Eso no es un planeta, es una estrella —protestó Hipatia.
—Es cierto, pero creo que deberías permanecer callada, como habíamos acordado. No tentemos a la suerte, si alguien te descubre…
Se concentró en la hornacina que se abría al fondo. Había una escultura donde el dios, ataviado como los individuos que controlaban la entrada, sacrificaba un toro, hundiendo un puñal en su cuello. La herida manaba abundante sangre que un perro y una serpiente acudían a beber. No entendía muy bien el significado. Un detalle llamó su atención: un escorpión picaba al animal en los testículos.
—¿Por qué un escorpión pica los testículos del toro? —preguntó, olvidándose del consejo de Claudio.
—Porque busca su semen, el principio de la vida. El sacrificio que realiza el dios…
—¿Cómo que el semen es el principio de la vida?
Hipatia había elevado la voz más de lo debido y atrajo la atención de algunos devotos.
Claudio les dedicó una sonrisa, después miró a Hipatia llevándose su dedo índice a los labios. El peligro pareció conjurado.
—Te he dicho que permanezcas en silencio o levantarás las sospechas de todo el mundo —la reprendió el militar, pero ella no le hizo caso, aunque el tono de su voz era ahora un susurro:
—Si piensas eso, estás equivocado.
—¿Por qué?
—Porque el principio de la vida está en el útero femenino. Ahí está la fertilidad y es donde se desarrolla la vida.
—Yo solo he respondido a la pregunta que me has hecho —se defendió Claudio, que por nada del mundo deseaba polemizar.
—Pero tu respuesta carece de fundamento, la fuente de la vida está en la mujer. —Hipatia dejó escapar un suspiro—. Ahora me explico por qué el culto a Mitra es cosa exclusiva de hombres y por qué prohibís a las mujeres acceder a vuestros misterios y rituales.
—Vas a conseguir que nos metamos en un lío —protestó Claudio de nuevo.
El templo estaba lleno cuando al filo de la medianoche apareció el oficiante de la ceremonia. Vestía una túnica en cuyo pecho aparecía un sol radiante bordado en oro y llevaba cubierta la cabeza con una adornada tiara, que recordaba a las de los antiguos faraones. Inclinó la cabeza ante la representación del Mitra
tauroctonos
y bisbiseó una plegaria antes de dirigirse a los fieles que se habían puesto de pie y guardaban un respetuoso silencio.
—Hermanos, estamos reunidos para glorificar al
Invictus
, al que venció a la muerte después de morir, al que volvió a la vida para dárnosla. Estamos reunidos para rendir el culto debido a Mitra, nuestro creador y señor.
—Amén —respondieron a coro los reunidos.
—Realizaremos el sacrificio en su honor para obtener el perdón de nuestros pecados y solicitar su asistencia en el momento del tránsito al más allá.
—Amén.
Por una puerta lateral, que Hipatia no había visto, aparecieron cuatro individuos vestidos con amplias túnicas. Los dos primeros sostenían un gallo por las alas; el animal estaba inmóvil, probablemente bajo los efectos de un narcótico. Otro portaba una bandeja con un cuchillo y el cuarto llevaba en sus manos una copa de barro. El de la bandeja ofreció el cuchillo al
Pater
, quien lo empuñó y, elevando la mirada hacia la representación del planeta Saturno que decoraba una pequeña bóveda, sujetó al gallo por la cabeza y le cortó el cuello de un tajo certero. La sangre fue recogida en la copa. A Hipatia le llamó la atención la precisión de todos los movimientos; apenas se perdieron algunas gotas de sangre, a lo que colaboró el adormecimiento del animal sacrificado.
Una vez desangrado los asistentes murmuraron una plegaria, mientras los acólitos se retiraban, salvo el de la copa que permaneció al lado del
Pater
. Cuando éste la tomó en sus manos el ayudante cogió de una hornacina una bandeja cubierta con un paño; al destaparla, Hipatia vio que estaba llena de galletas. Muchos asistentes desfilaron ante él; tomaban una de las galletas, la mojaban en la sangre de la copa y se la comían. Hipatia permaneció inmóvil, impresionada por la ceremonia, mientras observaba a Claudio que, con mucho recogimiento, respondía a las invocaciones del oficiante.
—¡Mitra invicto, ayúdanos a imitar tus virtudes!
—Amén.
—¡Mitra poderoso, ayúdanos a vencer el mal!
—Amén.
—¡Mitra bondadoso, ayúdanos a hacer el bien!
—Amén.
—¡Mitra inmortal, ayúdanos a alcanzar la otra vida!
—Amén.
—¡Mitra celestial, que tu intercesión nos ayude a superar las dificultades!
—Amén.
—¡Mitra
tauroctonos
, que tu ejemplo en la búsqueda de la verdad, nos ayude a encontrarla!
—Amén.
Después el silencio se prolongó varios minutos, antes de que el
Pater
despidiese a los asistentes, aunque algunos permanecieron en sus lugares. Hipatia tampoco se movía.
—¡Tenemos que salir! —la apremió Claudio.
—¿Y ésos?
—Son los
Pater
, los que han alcanzado el séptimo grado.
—¿Por qué se quedan?
—Porque solo ellos pueden participar en el banquete ritual.
—¿Qué es eso?
—Hipatia, por favor, tenemos que salir. ¡Nos están mirando!
Una vez en la calle Claudio resopló.
—Has tentado demasiado a la suerte y eso no es bueno.
—Lamento haberte puesto en un aprieto y te pido disculpas, pero cuando dijiste lo de que el semen es el principio de la vida, no pude contenerme. Ahora entiendo mucho mejor algunas cosas.
—¿Qué cosas?
—Que el culto a Mitra esté tan extendido entre los soldados. Es un dios cazador, que mata a un toro en combate cuerpo a cuerpo. Es un dios que exhibe su masculinidad hasta límites irracionales. Aunque eso no diferencia su culto de otras religiones, cuyos principios están reñidos con el ejercicio de la razón.
—El hombre necesita creer en algo que sea más poderoso que él.
—Ése es un consuelo estúpido, además no sé por qué dices el hombre. ¿Y las mujeres? Aunque no merece la pena que te lo pregunte: tenemos vetado acceder a vuestros templos y asistir a vuestras celebraciones. Por cierto, ¿cómo has conseguido que los guardianes de la puerta nos franquearan el paso?
—Me debían un favor y ahora me lo han devuelto.
Hipatia y Claudio se habían alejado un centenar de pasos del mitreo. A una respetuosa distancia los seguía una escuadra de soldados que, mientras su jefe satisfacía la curiosidad de la profesora, habían matado el tiempo en una taberna cercana. La noche era apacible, invitaba al paseo y la conversación. Tomaron por una calle que discurría paralela al canal de Canopo que moría en el puerto interior, el que se abría al lago Mareotis. Era un lugar solitario y mal iluminado, pero también el camino más corto para llegar a la Vía Canópica, donde la luminosidad era mayor gracias a los fanales del alumbrado público, los candiles de los establecimientos que permanecían abiertos toda la noche y las farolas que alumbraban las puertas de algunas mansiones.
Poco antes de desembocar en la avenida tres bultos surgieron de las sombras y se acercaron a la pareja. Los legionarios se pusieron en guardia, temiendo que fuesen ladrones de los que pululaban por los lugares solitarios al acecho de una oportunidad en forma de caminantes solitarios o parejas despistadas.
—¡Es ella! —gritó una de las sombras.
Los soldados avanzaban con las espadas desenvainadas.
Claudio se adelantó hacia el individuo que había identificado a Hipatia, interponiéndose entre él y la joven. Los otros dos, al ver acercarse a los soldados, alzaron las manos.
—Es nuestra ama, hace horas que la buscamos por todas partes.
Hipatia lo identificó.
—¡Cayo! ¿Qué haces tú aquí?
—¡Buscarte, mi señora! ¡Llevamos toda la noche! ¡Tu padre esta muy preocupado!
A Hipatia, después de las emociones de la jornada, ni se le había pasado por la cabeza que su ausencia fuese a provocar tanto desasosiego. Había abandonado el Ágora para encontrarse con Claudio, cambiar su atuendo por uno masculino y acudir al mitreo. Sintió una punzada de culpabilidad.
—¿Dónde está mi padre?
—No lo sabemos, mi señora. Andará con alguno de los grupos que recorre la ciudad en tu busca o tal vez haya regresado a casa.
—¡No había pensado en que mi ausencia produjera tanta preocupación!
—¿No se lo habías dicho a tu padre? —preguntó el tribuno.
Hipatia lo miró fijamente.
—¡Tengo dieciocho años! ¡Me dijiste que guardase silencio acerca de mi visita al mitreo! ¡Estos días apenas lo he visto, dedicado como estaba a la preparación del acto en el Ágora! ¿Te parece suficiente motivo? —Hipatia suspiró—. Lamento haberle hecho pasar este mal rato. Vamos rápido, no quiero prolongar su angustia un minuto más, pero la culpa no es solo mía. ¡Tú, Cayo, adelántate y di a mi padre que ya voy!
Hipatia había acortado su clase, confirmando a sus alumnos la impresión de que estaba ausente. Algo revoloteaba por su mente, como indicaba el que apenas se había mostrado interesada en sus preguntas. Despidió a Claudio que, como siempre, remoloneaba antes de marcharse.
—¿Te ocurre algo? —le preguntó mientras ella, con delicadeza, lo conducía hasta la puerta.
—Me duele la cabeza, nada de lo que debas preocuparte. Espero que me traigas la solución a ese problema para la próxima clase.
Subió rápidamente a la sala de estudio, donde se encerraba para trabajar sin que nadie la molestase. Abrió el códice por la página que había marcado con una señal y se enfrascó en la lectura. Llevaba dos días en que, aparte de dormir, comer con frugalidad y atender a lo más inexcusable de sus obligaciones, siempre estaba leyendo aquellos papiros. Se sumergía en sus páginas y perdía la noción del tiempo; de vez en cuando anotaba alguna observación en un pliego. Había aprendido la lengua copta de dos esclavas que la habían criado; una de ellas sabía incluso leer y escribir, y se la enseñó al tiempo que sus maestros la instruían en el griego y el latín.
La tarde declinaba cuando concluyó la lectura. Cerró el volumen y acarició el cuero de sus tapas. Se puso de pie, tensó su cuerpo llevándose las manos a la cintura y se desperezó, como si saliese de una ensoñación. «¡Qué gente más extraña!», farfulló para sí.
Salió a la terraza y contempló el jardín; su enorme extensión hacía que la zona más próxima a la vivienda estuviese dedicada a plantas ornamentales y el fondo a huerto, donde se cultivaban verduras para el consumo de la casa. Vio a su padre y al monje con quien ya había sostenido dos fuertes discusiones, cuyas últimas consecuencias habían sido aquellas lecturas. Estaban sentados bajo un emparrado y departían relajadamente.
Cambió su vestido y se aderezó el peinado sin pedir ayuda. Diez minutos después estaba bajo el emparrado, junto a su padre y Papías.
—He leído esos textos.
—¿Todos? —se sorprendió el monje.
—Todos.
—¡Solo han transcurrido dos días!
—Algunos son cartas, apenas un centenar de líneas. En total, unas quinientas páginas.
—Exacto —corroboró Papías, que seguía extrañado porque la joven las hubiese leído en tan poco tiempo.
Teón ofreció a su hija una copa de limonada.
Hipatia la rechazó.
—¡Es excelente!
—No, gracias.
Le interesaba más la conversación con aquel monje amigo de su padre.
—Aunque tienen un sustrato común, se trata de materias diversas.
Papías asintió.
—¿Qué opinión te merecen?
—La variedad hace que mis opiniones difieran de unos textos a otros. En cualquier caso, rechazo que el conocimiento intuitivo sea superior al de la razón.
—La intuición es superior cuando se utiliza para el conocimiento interior —refutó Papías.
—Nada hay superior al conocimiento racional —replicó ella.
—No en el caso de la búsqueda de Dios. El mejor camino para encontrarlo está en nuestro interior, en nuestra mente y en nuestra alma. Si averiguamos el origen de los pesares que nos afligen, del gozo que nos alegra, si encontramos las raíces del amor o del odio, nos encontraremos a nosotros mismos, que es tanto como encontrar a Dios.
—¿Equiparas conocimiento a divinidad?
—Sí. El yo y lo divino son cosas iguales.
—Eso significa que para Teófilo eres un hereje.
Hipatia esperaba una reacción cargada de vehemencia, pero se equivocó. Sin alterarse, Papías le respondió tranquilamente: