El templario (18 page)

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Authors: Michael Bentine

—¡Qué sitio tan horrible! No me gustaría nada verme atrapado allí por paganos hostiles.

—Tienes buen ojo para los campos de batalla, Simon. Los Cuernos de Hattin es un mal lugar para caer en una emboscada. En la primera Cruzada, tuvo lugar ahí una matanza de cristianos y, según dicen algunos, todavía rondan por allí los espíritus perdidos. El veterano se santiguó, y sus jóvenes camaradas se estremecieron a pesar de que el calor de la tarde seguía siendo opresivo.

—Supongo que se podría levantar una fortaleza en una de aquellas colinas, pero sería muy desolada. —El viejo servidor meneó la cabeza—. Ahora, vamos. Faltan sólo unas pocas millas hasta Tiberias. Quiero llegar allí antes de que anochezca.

Las tropas habían desmontado y hacían caminar a sus monturas. A una señal de Belami, volvieron a encaramarse a las sillas y partieron a buen paso hacia el término de la patrulla. A ninguno de ellos le hubiese gustado pasar una fría noche en el desierto. De ningún modo en aquel horrible lugar.

Una vez se hubiese puesto el sol y la oscuridad se extendiera rápidamente sobre la tierra, la arena y las piedras muy pronto perderían el calor del día, y soplaría de Galilea el áspero viento del desierto. Por la noche el frío sería intenso.

En tanto Belami galopaba hacia atrás de la columna para que se apresurasen los de la retaguardia, Simon sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Sin embargo, aún no se había puesto el sol. De pronto supo cuál era la causa: en varios de sus sueños había sobrevolado aquel mismo paisaje desolado, mientras unas formas monstruosas intentaban atraparle. Se sacudió la sensación de intensa depresión que de repente se había apoderado de él y ordenó a sus tropas que le siguieran al tiempo que salía galopando hacia adelante.

Al cabo de una hora, la patrulla llegaba a las puertas de Tiberias.

Las fortificaciones de la ciudad se encontraban bien situadas en un farallón desde donde se dominaba el mar de Galilea, la mitad meridional del cual se pretendía proteger. Sobre las aguas de aquel vasto mar interior, Jesús había caminado en medio de una tormenta. Mientras se acercaban a la ciudad, los pensamientos de Simon se centraron en aquel incidente. Las palabras del Salvador: «¡Paz! ¡Callad!» resonaban en su mente, en tanto el joven cruzado conjuraba la imagen de Cristo encarnado, saltando de la barca de pesca que le llevaba y caminando sobre las aguas, que de pronto le sostenían como si fuesen cubiertas de espeso hielo.

—¡Un milagro sin duda! —murmuró, en cuanto puso los ojos en el lago azul de Galilea.

Aquella escena también le parecía de alguna manera familiar. Entonces se dio cuenta de que durante sus vuelos nocturnos, había planeado muy bajo por encima de su brillante superficie. Simon comprendió que habría sido capaz de dibujar un mapa de todo aquel mar interior, a pesar de que las orillas septentrionales se encontraban en aquel momento ocultas por la niebla del atardecer.

Ahogó una exclamación, lo que provocó la pregunta de Belami:

—¿Ocurre algo, muchacho?

—Todo me resulta extrañamente familiar. Tengo la impresión de haber estado aquí antes —balbuceó Simon.

Entonces le tocó el turno a Belami de mostrarse sorprendido.

—Pero es que ya estuviste aquí —dijo—. Si bien no comprendo cómo puedes recordarlo. Tu padre te trajo aquí, sólo unos días después de tu nacimiento. Él mismo te bautizó, en las aguas de Galilea.

—¿Y tú cómo lo sabes, Belami? —preguntó Simon, estupefacto.

—Porque estaba aquí, muchacho. Yo te sostuve en mis brazos. Entonces tenía dos manos. Simon..., ¡yo soy tu padrino!

Los dos hombres, sin desmontar, se acercaron de costado y se abrazaron calurosamente, con las lágrimas rodando libremente por sus mejillas. Minutos más tarde, entraban en Tiberias al frente de una impecable columna de hombres montados.

Tanto la ciudad como el castillo, con sus sólidas torres y la edificación central, se hallaban encerrados dentro de las murallas extensivamente fortificadas, con almenas y maciza construcción. Su señorío se hallaba bajo el dominio de Raimundo III de Trípoli. Su esposa, Eschiva, una formidable mujer, muy bien parecida, demostraría ser una aguerrida senescal bajo el estado de sitio. En el momento en que Belami y sus tropas llegaron allí, la dama estaba muy aburrida. Pocas cosas de interés ocurrían en Tiberias, y su esposo estaba ausente, de visita en Antioquía.

Ella y su sobrina, lady Elvira, ambas de la noble casa de Bures, recibieron alborozadas el rompimiento de la monotonía de su vida en aquella parte de ultramar. Belami y su pequeña tropa de caballería ligera se quedaron sorprendidos al recibir una entusiasta bienvenida cuando entraban en la ciudad.

El título que Raimundo había adoptado de «Señor de Tiberias» indicaba la importancia estratégica de aquella ciudad tan fuertemente fortificada mejor que su tamaño, que no era muy impresionante. Pero las sólidas fortificaciones, respaldadas por una guarnición bien dotada y la inevitable artillería compuesta de catapultas de diferentes tipos y ballestas lanzapiedras, compensaban la falta de grandeza de la ciudad.

Su guarnición era adecuada para resistir un estado de sitio, pero no lo suficiente como para realizar patrullas en gran escala. En cada ocasión en que la visitaba algún dignatario, como por ejemplo Guy de Lusignan, el conde Joscelyn o Reinaldo de Chátillon, se preparaba para impresionar a sus huéspedes. Por todas partes, a lo largo de sus cortas y angostas callejuelas, se colgaban banderas y banderines, y las tabernas y pequeños figones sacaban lo mejor que tenían para agasajar a los visitantes.

Sin embargo, Tiberias era un remanso para la vida social e incluso la visita de una patrulla de templarios era una ocasión memorable. Belami se sorprendió al ser invitado, junto con sus jóvenes servidores, a cenar con la princesa Eschiva y su sobrina, lady Elvira, en compañía de los oficiales de la guarnición.

Cuando se presentaron, después de una rápida ducha bajo la aguatocha del cuartel, se pusieron los uniformes de templarios, pero los tres llevaban jubones limpios, la ropa interior que conservaban para cambiarse las prendas manchadas de sudor. Habían frotado las mallas de acero con arena hasta sacarles brillo, pues la herrumbre no era problema en un clima tan seco. Sólo cerca de las playas del salado mar Muerto se aherrumbraban las armaduras o las armas de los cruzados.

Los tres servidores templarios ofrecían un aspecto impresionante con sus cascos en el hueco del brazo izquierdo, las capuchas de cota de malla echadas hacia atrás y las largas sobrevestas negras de la Orden luciendo la Cruz de los Templarios.

—Princesa, os traigo saludos de Robert de Barres, mariscal de los templarios en Acre —dijo Belami con su sonora voz—. Os ruego que aceptéis este humilde presente de dulces, de parte del servidor D’Arlan de los hospitalarios.

El veterano indicó a Simon que se adelantara con el regalo. Cuando el normando ofreció el cofre de mimbre que contenía el Rahat Lacoum, los dulces de los turcos aromatizados con cítricos y agua de rosas, conocidos como «Delicias», lady Elvira le dirigió una mirada de admiración. La princesa Eschiva, cuyo aburrimiento se acentuaba por la ausencia del marido, también les favoreció con una seductora sonrisa en los labios generosos. Estaba bien conservada y aún era atractiva, con una figura rotunda que competía con su rostro sensual, que en un tiempo había sido muy bello. Aún a los cuarenta y cinco años, aquella notable mujer lograba que el pulso de un hombre se acelerara en su presencia.

Lady Elvira era más alta que su tía, y sus clásicas facciones quedaban enmarcadas por una abundante cabellera, que había adquirido un brillo bronceado bajo el continuo cepillado. Sus ojos eran sorprendentes, con motas doradas centelleando en el fondo del iris castaño oscuro. A Simon le recordaron una rara piedra preciosa que el viejo padre Ambrose le había mostrado una vez. Un crisoberilo, le había dicho que era. El mismo tono tornasolado parecía brillar en los ojos de lady Elvira. Simon se sintió turbado por ellos. En cuanto a Pierre, se había enamorado de ella al cabo de una hora de haberla visto por primera vez.

Una ojeada a la cara de Pierre le dijo a Belami lo que le estaba sucediendo a su joven camarada. El veterano tomó mentalmente nota de decirle que era una locura enamorarse de alguien de rango más elevado que el propio. Pierre era un servidor; Elvira, la hija de un conde. No obstante, les estaba reservada una sorpresa.

Una sirvienta jovial de pronta sonrisa llamó la atención de Belami. El viejo guerrero comprendió que no dormiría solo en Tiberias.

La princesa Eschiva tenía infinidad de preguntas sobre Europa, que iban desde lo que vestían las damas en la corte del rey Luis hasta qué nuevos platos se servían en la casa real. La dama senescal tenía entendido que los servidores habían llegado recientemente de París, por lo que presumía que ellos debían de conocer algunas de las respuestas.

Ni Belami ni Simon pudieron ofrecerle información sobre aquellos temas aparentemente vitales, pero, para sorpresa de sus compañeros, Pierre de Montjoie si que pudo hacerlo. De hecho, resultó ser una fuente impresionante de conocimientos sobre la etiqueta, el comportamiento, la cocina y las intrigas de la corte. Después de dos vasos de buen vino francés, Pierre se superó a sí mismo.

Ni Simon ni Belami se habían mostrado dispuestos a hablar de sus respectivas familias, de modo que hasta entonces Pierre también se mantuvo reticente a hablar de la suya. Ahora, de pronto, todo salía a borbotones de sus alegres labios.

—Los De Montjoie son la rama franca de nuestra familia, que procede originalmente de Santiago, en España —explicó—. El castillo cercano a Jerusalén, llamado Cháteau Montjoie, fue construido recientemente por un tío mío.

Belami y Simon contemplaban a su camarada con estupefacción mientras él seguía diciendo:

—Yo me crié en la corte francesa, donde mi padre, el conde Denis de Montjoie, es consejero sobre asuntos españoles. El motivo por el que me alisté como cadete en el Cuerpo de Servidores en Gisors es muy simple. Me peleé con mi padre, y él me desheredó.

Los invitados al banquete estaban fascinados por las palabras de Pierre.

—Todo empezó porque mi hermana menor, Berenice, debía desposarse con un caballero riquísimo, Albert de Valois. Él tiene casi sesenta años y es viudo por partida doble. Mi hermana sólo tenía entonces doce años.

«La pobre Berenice estaba aterrada, huyó y vino a verme, para rogarme que la ocultara. A mí, Valois, que es un libertino, me desagradaba profundamente, así que llevé a Berenice a casa de una amiga mía de la infancia, la princesa Berengaria, que para ese entonces sólo tenía catorce años, pero era muy inteligente para su edad. Berengaria de Navarra es una joven maravillosa. En seguida supo qué hacer y le pidió ayuda a la reina Leonor de Aquitania, la esposa del rey Enrique de Inglaterra. Berengaria sabía que el primer esposo de la reina había sido Luis de Francia, y que la pareja real había estado en la Cruzada en ultramar. Allí, la reina Leonor se hizo íntima amiga del tío de Berengaria.

«Sucede que la reina detesta la práctica de las uniones matrimoniales infantiles y tomó a Berenice bajo su protección. Mi hermana tiene ahora trece años y es una de las damas de compañía de la reina. La reina Leonor ama a Berenice y a Berengaria. Con ella están a salvo de las represalias que pueda tomar Albert de Valois.

«Mi padre, por supuesto, se puso furioso y me desheredó. Para recuperar lo mío, decidí buscar fortuna como servidor templario.

La velada fue un resonante éxito. Además, lady Elvira en seguida se interesó en aquel atractivo joven servidor que era en realidad de sangre azul. Como no era una simplona, sabía que las disputas familiares raras veces duran eternamente. La princesa Eschiva vio con buenos ojos la atención extasiada de Elvira ante la fascinante historia de Pierre. La dama senescal era una mujer inteligente y rápidamente se dio cuenta de las posibilidades de aquella situación. Pierre de Montjoie se había convertido en candidato elegible con un breve parlamento.

Belami estaba fascinado.

—Por Dios, muchacho, ¿acaso esperas que te llame «sir Pierre»?

—De ninguna manera, mi respetado servidor —rió Pierre.

—¿Así que realmente estás en la fila para heredar el título de caballero? —dijo Simon, encantado.

Belami aclaró la situación.

—Todo saldrá bien. Serás armado caballero, Pierre, seguro. Sólo recuerda que hasta que llegue la feliz hora eres mi joven servidor, y así será hasta que te pongan las espuelas de oro. ¿Savez?

—¡Qui, je sai it! —sonrió Pierre, que gozaba plenamente la sensación que había causado.

—¡Brindo por eso! —exclamó Simon, levantando su copa.

—¡Por el destino! —dijo el veterano, y yació la suya de un solo trago.

Acto seguido, Belami llevó a Simon aparte.

—Vamos a dar un paseo; hay algo que quiero mostrarte —le dijo en voz baja.

Se excusaron ante la princesa Eschiva, diciendo que les llamaba el deber de la inspección nocturna, y luego se retiraron, dejando a Pierre rodeado de sus admiradoras, todas ansiosas por escuchar los últimos escándalos ocurridos en la corte de Francia.

Los templarios cabalgaron hasta salir por las puertas de Tiberias y, cogiendo un sendero que llevaba por la empinada pendiente hasta las orillas del lago, llegaron a una ancha franja de arena.

La luna brillaba con todo su esplendor en el aire frío de la noche cuando empezaron a galopar a lo largo de la orilla brillantemente iluminada. Cuando llegaron al sitio donde se almeaban las barcas de pesca, junto a unas oscuras casuchas, aminoraron el paso de sus monturas y, después de desmontar, condujeron a Pegaso y Calaban hasta una fuente para que abrevaran en ella, pues se merecían un trago de agua fresca.

—Siempre se aprende algo —observó Belami—. ¡Pierre un noble caballero! ¡Eh, bien! ¡Tant mieux! —Esbozó una amplia sonrisa a la plateada luz de la luna.

«A tu padre le encantaba venir aquí, Simon. En esta fuente solían encontrarse él y tu madre.

La voz de Belami tenía un dejo de nostalgia.

—¿Quién era ella? —preguntó Simon, ansioso.

Los ojos de Belami adquirieron una dulce expresión.

—Lamentablemente, aún no puedo decírtelo, Simon. Bernard de Roubaix no te dio su nombre y mi voto de silencio no me permite que yo lo haga. —Al ver la expresión de desencanto en el rostro de Simon, agregó—: Baste decir que tu madre era muy hermosa, sobre todo de alma. Tu padre aprendió de ella todo cuanto sabía de filosofía. Cuando tu madre murió, el espíritu de tu padre murió con ella. Sólo su sentido del deber le mantuvo en pie. Tenía una misión que cumplir y la cumplió, pero el corazón de Odó de Saint Amand se fue con tu madre. El hecho de no poder reconocerte como hijo suyo debió de ser para él un infierno en esta tierra.

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