Authors: Michael Bentine
«Persiguió a los Asesinos como si cumpliese una penitencia. Sinan-al-Raschid se convirtió en el símbolo de su amarga frustración. Parte del resto, ya lo conoces.
Viendo la dolorida expresión de Simon, Belami trató de consolarle cambiando de tema.
—Tu padre tenía extrañas ideas sobre Galilea. El creía que Jesús era calafate. Por eso Nuestro Señor se llevaba tan bien con los pescadores. Nuestro fallecido Gran Maestro creía que Jesús construyó la barca de Pedro el Pescador, junto con muchas otras, en las playas de Galilea.
Simon escuchaba fascinado, dando vueltas a la idea en su mente.
—¿Por qué mi padre creía eso, Belami?
—Tu madre le puso la idea en la cabeza. Ella le dijo que se trataba de una leyenda local. Si bien lo piensas, parece lógico. —Belami se entusiasmaba hablando del tema—. Al fin y al cabo, Jesús tenía unos catorce años cuando la Santa Biblia le pierde el rastro. Entonces no volvemos a saber de él hasta que regresa, cuando tiene treinta, de algún lugar del desierto, para ser bautizado por san Juan el Bautista.
—Es una cuestión interesante, Belami. ¿Qué le pasó a Nuestro Señor durante esos años en que nada se sabe de él?
—Tus padres creían que después de que Jesús estuvo constantemente discutiendo con los rabinos en el templo, quedó señalado como un agitador. Después de todo, sólo tenía trece años. Su padre, José, estaba preocupado por el extraño comportamiento de su inteligente hijo y le pidió a un amigo suyo, a José de Arimatea, que se llevara al muchacho en su barco. Recuerda que ese José, que aparece posteriormente en la Santa Biblia, era un mercader y visitaba muchos países extranjeros en sus viajes. ¿Qué más natural que este mercader, que siempre podía tener necesidad de un calafate, se llevara a Jesús con él? Al fin y al cabo, el Señor, aun siendo niño, era aprendiz de su padre, el maestro carpintero de Nazaret.
«Sin duda, Jesús conocía de embarcaciones, y más adelante se hizo íntimo amigo de los pescadores, como en el caso de Pedro. Los pescadores no parecen, por lo general, dispuestos a brindar su amistad a aquellos que no comprenden los peligros de su oficio. Sin embargo, escuchaban sus instrucciones cuando les decía dónde echar las redes. Nuestro Señor debió de ser un experto en barcas y en pesca.
—¿Quieres decir que Nuestro Señor pasó todos esos años..., veamos, unos quince años..., con José de Arimatea, o en Galilea?
Simon parecía intrigado, y su mente recorría raudamente todas las posibilidades.
—¿Por qué no? —dijo Belami—. Los cruzados ingleses me contaron que un mercader llamado José de Arimatea visitó un lugar santo en el oeste de su país, donde se explotan las minas de estaño. Si no me equivoco, el lugar se llama Glastonbury.
«También me dijeron que creían que Jesús le acompañaba. Los monjes han construido una abadía allí y tiene un famoso árbol de espinas que, según cuentan, florece una vez al año, por Navidad. Se supone que ese misterioso árbol creció del báculo de José. —Belami suspiró, pensativo—. ¿Quién sabe? Después de todo, sólo es una especulación.
De pronto, el joven normando sintió que le invadía una oleada de paz. Sonrió como si a la distancia viese a un hombre alto inclinándose sobre las barcas de pesca varadas en la playa. La figura del pescador era nítida, perfilándose a la luz de la luna, y Simon pudo ver que llevaba barba.
—Las cosas no han cambiado mucho aquí —dijo, casualmente, a Belami.
—¿Qué te hace decir eso, mon brave?
Simon señaló a la distante figura junto a la barca.
—Aquel pescador. Podría ser Simón, llamado Pedro, o incluso Jesús mismo, examinando una barca de pesca, todos esos años pasados.
—¿A la luz de la luna? ¿Mucho después de medianoche? —Belami rió—. ¿Dónde está esa persona tan dedicada a su labor? ¡Yo no la veo!
Un escalofrío recorrió la espalda de Simon. Señaló hacia la barca distante, varada en la arena.
—¡Allí! —gritó, pero la figura había desaparecido—. ¡Rediós! musitó, sin ánimo de blasfemar—. Estaba allí. Le he visto tan claramente como te veo a ti, Belami.
—Un efecto óptico de la luz lunar, muchacho. Quizá un exceso de vino también. No hay nadie allí, Simon. ¡Atribúyelo a la magia de Galilea!
Pero Belami había sentido el mismo escalofrío a lo largo de la espalda.
—Está refrescando —dijo, estremeciéndose como un perro viejo—. Vamos, Simon. Te desafío a una carrera.
En un instante, estaban montados y galopando por la playa iluminada por la luna; los cascos de los caballos chapoteaban el agua de la orilla.
—Pescador o calafate, juro que le vi a la luz de la luna —se dijo Simon en voz baja.
A la mañana siguiente, despertaron temprano e inspeccionaron las defensas de la ciudad amurallada. Luego, Belami, que había presentado su informe oficial al comandante de la guarnición, se reunió con sus camaradas. Le hizo algunas chanzas a Pierre por su resonante éxito con las mujeres.
—Te has anotado un triunfo, mon ami. Juro que lady Elvira se encuentra bajo el embrujo de la magia de los De Montjoie. Al igual que la princesa Eschiva. Ha puesto sus ojos de águila en ti, muchacho. No me equivoco si digo que ya está confeccionando la lista de los invitados a la boda.
Pierre se echó a reír.
—No corras tanto, Belami. Vas saltando unos cuantos obstáculos delante de mí.
El veterano sonrió abiertamente.
—No estés tan seguro, simpático gallito. La princesa es una mujer muy decidida. Por la expresión que vi anoche en la cara de lady Elvira, diría que ella también lo es. Es una belleza, ¿eh?
—¡Vaya si lo es! —suspiró Pierre, extasiado por el recuerdo de la alta doncella de los místicos ojos dorados.
Sus camaradas cambiaron sonrisas de complicidad.
—Puedes creerme, Pierre —dijo Belami, con una risita—, ya están preparando el pato de la boda.
Se volvió hacia Simon.
—He encontrado a un viejo amigo, que conocía mucho a tu padre. —Había bajado la voz, a pesar de que Pierre no podía oírles—. Pero no sabe que tú eres su hijo. Me gustaría que le conocieras. Se llama Abraham-ben-Isaac. Es un hábil fabricante de instrumentos que le enseñó muchas cosas a tu padre.
—Pero, ¿seguro que es judío? —Simon estaba perplejo—. ¿Es un converso, tal vez?
—¡No, no! ¡Abraham es judío y siempre lo será! Es un hombre notable. Artista, artesano y filósofo. Verdaderamente, un sabio. Iremos a verle esta tarde.
Simon se moría de impaciencia. Cuando conoció a Abraham, no sufrió decepción alguna. El alto y anciano erudito de hombros encorvados era todo lo que Belami había anunciado.
El sabio de barba gris elogió al joven servidor templario, sus astutos ojos brillando de placer en cuanto oyó el apellido de Simon.
—Raoul de Creçy debe de ser pariente cercano tuyo, ¿no? dijo—. Le conocía bien. Un hombre magnífico. ¿Está vivo y bien de salud, espero?
—En efecto, señor —respondió Simon—. Vive en Normandía. —Hizo una pausa—. Mi... tío Raoul me crió en su feudo, cerca de Forges-les-Eaux.
—¡Vaya! —exclamó Abraham como para sí mismo—. Ciertamente me recuerdas a alguien, pero no a Raoul de Creçy.
Belami se apresuró a interrumpirles.
—El joven Simon es todo un erudito, Abraham. Está ansioso por hacerte muchas preguntas.
El magro rostro del estudioso anciano irradiaba sabiduría.
—Si puedo responderlas, con gusto lo haré —dijo, sonriendo—. ¿Qué temas despiertan tu interés, joven?
—El hermano Ambrose me enseñó los rudimentos de la astronomía y las matemáticas. Mis conocimientos son escasos, pero sé hablar y escribir en latín, francés y árabe. En mi mente bullen las preguntas que deseo haceros, señor. Perdonadme que os moleste cuando debierais estar haciendo la siesta en esta tarde tan calurosa.
Abraham se sonrió, en tanto sus pesados párpados se abrían para expresar su divertido asombro.
—Los gentiles y los sarracenos duermen después del calor del mediodía. En cambio, a los judíos nos gusta trabajar en la sombra, cuando las cosas están tranquilas. Mira, mi joven amigo. He estado haciendo un nuevo astrolabio para el «Señor de Tiberias» Es un agudo estudioso de las estrellas.
—Bernard de Roubaix te manda saludos —interrumpió Belami.
Abraham profirió una risita, cálida y simpática.
—He ahí a otro viejo amigo. Una persona ávida de conocimientos. Solíamos reunirnos aquí, cada vez que vuestro Gran Maestro... —Los penetrantes ojos del anciano se clavaron de pronto con astuta expresión en Simon— ... Odó de Saint Amand, visitaba Tiberias. Aquéllos eran tiempos de gozo.
Belami volvió a interrumpir deliberadamente la cadena de pensamientos de Abraham.
—El padre de Simon murió en la Cruzada. Yo llevé de nuevo al muchacho a Normandía, con De Creçy, y él y Bernard de Roubaix me pidieron muy seriamente que te buscara por esa misma razón: para que enseñes al muchacho.
—Me sentiré muy honrado, Belami. ¿Me lo confiarás a mí o bien te quedarás tú también?
La voz de Belami se suavizo.
—No, Abraham. Dejaré que introduzcas parte de tu sabiduría en su dura cabezota normanda
Simon ya había quedado atrapado por la fascinación que ejercía el anciano erudito. En el curso de las siguientes semanas, llegó a querer a Abraham por su sabiduría, su compasión y su honestidad. El sentimiento fue mutuo. Desde el momento en que Abraham vio las facciones clásicas de Simon y los atractivos ojos azules del normando, Abraham reconoció el linaje del joven templario. Sin embargo, el secreto de Simon se hallaba tan seguro con el brujo de Isaac, el mago, como con Belami, De Creçy y De Roubaix. Abraham jamás le traicionaría.
Las semanas pasaban volando mientras Abraham llenaba todas las horas libres del tiempo de Simon con un alud de conocimientos.
En genio judío en acumular datos y cifras había servido para conservar la mayoría de los tesoros de las destruidas bibliotecas de Alejandría y Bizancio en el depósito de la memoria racial. Los judíos eran los guardianes del gnosticismo y sólo lo impartían a ciertos miembros de su propia posteridad, o, en raras ocasiones, a aquellos en quienes ponían su confianza, como en el caso de Simon de Creçy.
Abraham le enseñó la Geometría Sagrada, la Proporción Divina, importancia universal del patrón, el peso, la forma y el número; los principios de lo mágico y el dominio del poder de voluntad.
Simon lo absorbía todo, como una esponja de mar griega. Comenzaba a comprender por qué Bernard de Roubaix le había llevado a Chartres para realizar aquel misterioso recorrido por la catedral.
—Las piedras de la catedral son meramente un discurso —dijo Abraham—. Del mismo modo en que trazarías caracteres en una tableta de cera con una caña, dibujarías o grabarías jeroglíficos en el muro de un templo o escribirías letras en un pergamino. La idea subyacente lo es todo. Por lo demás, todo es simple vanidad.
Escrutó el rostro fascinado de Simon.
—Salomón era un gran mago. ¡Un Ipsissimus! Un maestro de maestros de la Gran Obra, la alquimia del alma humana. Ésa es la transformación de la escoria en oro y es un símbolo del verdadero objeto del gnosticismo. La Gran Obra es la transmutación de la escoria del materialismo del hombre en la dorada Esencia del Espíritu de Dios. ¿Me comprendes, Simon?
—¿Queréis decir: convertirse uno mismo en la imagen de Dios?
—¡No, Simon! ¡Eso es una blasfemia! Ningún hombre se vuelve Dios. Los judíos no adoramos imagen alguna de nuestro Dios. Hasta se nos prohíbe pronunciar Su nombre. En vez de ello, utilizamos la palabra Adonais, que significa Señor. Nuestro Dios tiene muchos nombres. Vuestro Jesús, en la Cruz, gritó: «¡Eloi! ¡Eloi! Lama bactani». Eso es arameo, Simon.
—Significa: «Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?» ¿No es cierto, Abraham? —preguntó Simon.
—No exactamente, muchacho. Era una invocación de Jesús, crucificado y agonizante, al Eloihim: el gran espíritu angélico. ¿Recuerdas cómo se rasgó el velo del templo, cuando Jesús exhaló el Espíritu de Cristo?
—«A Tus Manos encomiendo mi Espíritu» —murmuró Simon, reverente.
—Las manos del Eloihim, Simon. Si las manos de Dios hubiesen tocado el Calvario, Su poder habría sido más grande que el de una estrella fugaz al chocar contra la tierra. El lugar hubiera quedado devastado en cientos de millas a la redonda. El poder de los servidores de Dios, el Eloihim, fue incluso suficiente para rasgar el velo del templo.
Simon nunca olvidó la fascinación de aquellas mágicas sesiones con el filósofo judío. Sus lecciones eran también prácticas. Abraham le enseñó el uso del torno de pedal para tornear las delicadas roscas y las pequeñas tuercas y tornillos para la construcción de instrumentos. Aprendió que con una aleación de cobre y estaño se obtenía el bronce; el moldeo de los metales y, sobre todo, la aplicación de la matemática a la medición precisa de la materia, el espacio y el tiempo.
Pero fueron los ejercicios espirituales que Abraham le enseñó a Simon lo que hizo volar su mente con nuevas ideas. En verdad, fue Abraham-ben-Isaac quien abrió la mente de Simon a las maravillas del Universo.
Sus maestros en Normandía, en especial el hermano Ambrose, habían iniciado a Simon en el largo viaje por el camino interminable del conocimiento; pero fue Abraham-ben-Isaac, el constructor de instrumentos judío de Tiberias, quien le ensanchó aquel sendero hacia el vasto camino del gnosticismo.
El idilio intelectual de Simon en Tiberias llegó a un brusco fin con la llegada de Robert de Barres. Existían dos razones que justificaban la visita. En primer lugar, debía realizar la inspección de rutina de la ciudad; en segundo lugar, no podía ahuyentar de su mente los pensamientos turbadores que le provocaba el recuerdo del joven y apuesto templario. La llegada de una nave de los templarios, transportando un gran número de refuerzos, había brindado a De Barres la oportunidad de abandonar Acre y ver cómo progresaba la patrulla que efectuaba Belami en la zona desértica alrededor de Tiberias. Su visita terminó como un relámpago de una tormenta de verano.
Belami no esperaba la llegada del mensajero que le traía la noticia de la visita de De Barres y, astutamente, adivinó el verdadero motivo que se ocultaba detrás de ella. Maldijo en voz alta y se preparó para encarar el problema. Éste se produjo a los pocos días después de la llegada de De Barres.
Manipulando la orden del día, el veterano mantuvo a su protegido fuera del camino de De Barres, pero finalmente ocurrió lo inevitable. Simon se encontró a solas con el robusto caballero templario.