El templario (20 page)

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Authors: Michael Bentine

Robert de Barres había pasado una noche agitada, pues sus pensamientos se poblaban permanentemente con la presencia del apuesto Simon. Existen tantos grados de amor y de lujuria entre los que se sienten atraídos hacia los de su propio sexo como entre los amantes convencionales. Los sentimientos de Robert de Barres por Simon Creçy se caracterizaban por un deseo concupiscente, tan bestiales como los de un oso solitario en celo. Quería poseer el cuerpo de Simon en una pasión brutal.

En cuanto se encontraron a solas, el fornido y sudoroso templario hizo un primer movimiento. Tuvo más el carácter de un ataque físico que el de una proposición amorosa. Belami tenía razón. Los abrasadores soles de mil días de patrullar los desiertos inclementes habían inflamado el cerebro del valiente soldado. De Barres ansiaba la frescura del cuerpo de Simon para apagar su ardiente pasión.

El joven normando luchó contra los ataques arrolladores del robusto templario, tratando de refrenar el incontrolado maltrato de su mariscal, mientras hacían eclosión todos los frustrados deseos contenidos en la mente del obseso.

Mientras jadeaban y resollaban, debatiéndose sin palabras en un cerrado, silencioso y antinatural abrazo, el cálido aliento de De Barres olía fuertemente a vino. Otra violación de los votos que había hecho el templario. Además de haber enloquecido de deseo, el caballero templario estaba borracho.

Luchaban con todas sus fuerzas; Simon para proteger su virilidad de las poderosas manos ávidas de De Barres, y el fornido caballero para vencer su resistencia. La locura había obnubilado los sentidos embotados de De Barres. Preso de la furia, cogió una maza que colgaba de la pared de la habitación e intentó golpear a Simon. Felizmente, el joven servidor llevaba la armadura, con excepción del casco, que se había quitado cuando el mariscal le mandó llamar. A pesar de ello, el golpe casi le dejó sin sentido.

Simon quedó medio desvanecido, pero aun así resistió los frenéticos esfuerzos de De Barres por violarle. Una mesa enorme se partió por la mitad bajo el segundo golpe de la maza, que Simon esquivó por pocas pulgadas. En aquel momento la puerta se abrió de par en par.

Era Belami. Con una mirada se hizo cargo de la situación. Comprendió que De Barres se había vuelto loco. Cerró dando un portazo y sacó la espada.

—Mariscal De Barres —dijo, con tono pausado—, sois un hombre enfermo. ¡Arrojad la maza! Enviaré a De Creçy a buscar al residente hospitalario.

El enloquecido templario lanzó un sonoro bufido de rabia y volvió a levantar la maza, esta vez para atacar a Belami. El veterano cogió una silla para usarla como escudo, pero en aquel instante el rostro encendido de De Barres se tornó intensamente morado. Los ojos se le salían de las órbitas y profirió un horrible grito ahogado, al tiempo que soltaba la maza sobre el piso de piedra. Abrió la boca, mostrando los dientes rotos. Una bocanada de sangre brotó de su garganta.

Dando medía vuelta, con las manos tratando de aferrar el aire, el robusto templario se estrelló de espaldas contra la pared y se deslizó hasta el suelo, donde quedó inmóvil.

—¡Rediós! —juró Belami—. ¡Nuestra Santa Madre le ha fulminado!

Los dos servidores se persignaron. Se arrodillaron precipitadamente junto al cuerpo inconsciente del mariscal, mientras los talones de sus botas repiqueteaban contra las baldosas.

Belami desabrochó la cota de rafia de De Barres y trató de reanimarle, mientras Simon corría en busca del hospitalario. El hermano Manuel era un caballero español de la Orden de San Juan de Jerusalén, un hábil sanador y médico.

No había nada que él pudiera hacer. Para cuando llegó, Robert de Barres estaba muerto, con los ojos fijos en el vacío en su lívido rostro.

—Trágico. Fue un ataque fatal. Su corazón ha estallado. Rogad por él, hermanos —dijo el hospitalario.

Mientras se arrodillaban para orar, el médico cerró los ojos vidriosos del mariscal muerto. Simon aún estaba temblando por la pelea que había sostenido con De Barres. Belami le hizo seña de que no hablara.

Terminada la breve plegaria por el muerto, el veterano dijo:

—El mariscal había llamado a mi joven colega para que le diera un informe sobre las defensas de la guarnición. Robert de Barres, que Dios acoja su alma... —añadió, al tiempo que se santiguaban—, sufrió el ataque de repente y, en la agonía de la muerte, cayó sobre la mesa. Era tan robusto, que se partió bajo su peso. El servidor De Creçy intentó sujetarle cuando sufría las fuertes convulsiones, de ahí que haya quedado en ese estado. Recibió fuertes contusiones durante el proceso. Sin duda es un día trágico para la Orden, hermano Manuel.

El hospitalario meneó la cabeza, asintiendo tristemente. Era evidente que aceptaba como válida la historia de Belami.

—Es la voluntad de Dios y de nuestro bendito san Juan —dijo con la debida veneración—. Haré los preparativos para el entierro inmediato. —El hospitalario hizo un esfuerzo para agregar, en voz baja—: Este calor pondrá el cadáver en estado de putrefacción en pocas horas. Será mejor enterrar al mariscal hoy mismo.

Belami había hecho lo correcto al proteger la reputación del templario. Antes de la puesta del sol, el cadáver de Robert de Barres había sido colocado en un ataúd rápidamente construido con madera de cedro de la zona y, con la debida pompa y el ritual adecuado, en ausencia de un hermano del templario, fue enterrado por el hospitalario oficiante, hermano Manuel de Ortega.

La princesa Eschiva asistió al funeral, profundamente emocionada por la súbita muerte de un viejo amigo y honorable invitado, y adecuadamente vestida de un maravilloso vestido negro; la acompañaba lady Elvira, envuelta dramáticamente en una negra capa de amazona. Con ellas formó casi toda la guarnición, incluyendo a los lanceros turcos. Como sea que tanto los hospitalarios como los servidores templarios vestían de uniforme negro, la sombría ceremonia resultaba impresionante. Por otras razones, Simon y Belami no la olvidarían jamás.

En cuanto terminó el servicio funerario, el cadáver de De Barres fue bajado a la fosa profunda que habían cavado tres servidores templarios como un postrer gesto de respeto hacia su mariscal muerto. Se acababa de arrojar la última palada de arena sobre el flamante ataúd, cuando un exhausto lancero turco llegó montado en un caballo cubierto de sudor. Se dirigió directamente a Belami y le informó, en árabe:

—Reinaldo de Chátillon ha enviado una patrulla a atacar una rica caravana sarracena. Si partís de inmediato, servidor Belami, podréis llegar antes que ellos. Este mensaje lo manda el servidor D’Arlan de los hospitalarios.

Las últimas instrucciones que Belami recibió de parte de De Barres fue la orden de mantener la presencia de los templarios en la ruta de los sarracenos a La Meca, con el fin de prevenir esta suerte de ataques depredadores por parte de De Chátillon.

—Ensillad, mes amis —ordenó Belami—. Yo le explicaré a la princesa la situación. Partimos hacia el norte inmediatamente. Con un poco de suerte, los atacantes avanzarán despacio, para conservar las energías para el ataque. Si llegamos demasiado tarde, esto sólo puede conducir a la guerra.

Las patrullas de los templarios van ligeramente pertrechadas, pues otras posesiones que no sean las raciones de campaña y las armas no son consideradas de importancia por la orden. Pierre apenas tuvo tiempo de despedirse de Eschiva, y Simon ni un segundo para decirle adiós a Abraham-ben-Isaac. A Belami le llevó sólo un minuto informar a la princesa y expresarle su gratitud por su amable hospitalidad.

A los diez minutos de la dramática llegada del mensajero, la patrulla de los templarios franqueaba las puertas de Tiberias en dirección al norte. La tormenta de verano estaba a punto de estallar.

Mientras Simon cabalgaba al frente de su tropa, le palpitaba el cerebro a causa de la conmoción que le habían producido los terribles sucesos de la mañana. De repente, recordó unas palabras de Abraham-ben-Isaac: «Los acontecimientos futuros se presienten». La mente creadora capta esos presentimientos, como los reflejos del heliógrafo del pulido escudo de un explorador al enviar un mensaje de alerta a una patrulla en el desierto. Por lo que me has contado sobre tus vuelos durante el sueño, hijo mío, deduzco que tú posees ese don de profetizar: don o castigo, como quieras verlo.

«Yo puedo enseñarte a controlar esos sueños, en que tu espíritu se desprende de tu cuerpo dormido, como el halcón Horus del dormido Osiris. Hasta el momento, estas visiones han sido involuntarias aventuras nocturnas. Ahora, podrás ponerte en trance meditativo y controlar tu cuerpo sutil a voluntad, para que vague por Netsach, el lugar del pensamiento creativo.

En el curso de la semana siguiente, el mago judío le había enseñado a Simon la técnica de la relajación, para inducir un estado de sueño semejante al trance.

—Al principio, nunca debes hacerlo solo. A tu padre también se lo enseñé La dulce sonrisa de Abraham irradiaba afecto—. Oh, sí, mon de Creçy, reconocí el rostro de tu padre en ti la primera vez que te vi. No temas. Tu secreto está seguro conmigo. También yo he profesado el juramento del rey Salomón.

Y entonces se habían abrazado. Ahora Simon se disponía a cumplir su destino.

La patrulla cabalgó sin descanso en la oscuridad, guiada por un explorador armenio de la guarnición de Tiberias que conocía el terreno, o el arte de reconocerlo, incluso mejor que Belami. Pararon para un breve descanso cuando la luna se ocultó tras las colinas del horizonte.

Tres horas más tarde, el falso amanecer les encontró despiertos y de nuevo en ruta hacia el norte. Debían de estar aproximadamente una hora más atrasados que los soldados de De Chátillon, que seguramente debían haber acampado para pasar la noche, sabiendo que su presa estaba segura.

Mientras Simon se entregaba al breve, pero reparador sueño del soldado, su cuerpo sutil abandonó, voluntariamente esta vez, su forma envuelta en la manta, con la cabeza sobre la silla de montar. Siguiendo las meticulosas instrucciones de Abraham, por fin era capaz de efectuar él solo aquella proyección mágica. Ahora podía vagar a voluntad por los lugares místicos del Sepiroth, concentrando la fuerza de voluntad en mantener el espíritu dentro del reino de Netsach, el dominio del pensamiento creativo.

Lo que vio le llenó de inquietud. Debajo de él, la caravana sarracena se encontraba acampada, con sólo unos pocos soldados escitas y ayyubid montando guardia. No sospechaban lo que les esperaba. Simon, desde su elevada posición sobre el campamento, vio la partida franca acercándose en silencio a ellos.

De inmediato, tocó al dormido Belami en el hombro. Antes de que pudiese retirar la mano, el veterano le había cogido del brazo y arrojado por encima de su cuerpo sobre la blanda arena del otro lado. Al reconocer las facciones paralizadas por la sorpresa de Simon, le dijo severamente:

—No vuelvas a hacer eso nunca más, mon brave. Podría haber tenido una daga en la mano.

La voz de Simon tenía un tono imperioso.

—¡Alarma! —gritó—. ¡Debemos partir en seguida! He soñado que los hombres de Chátillon se disponen a atacar. Estoy seguro de que no se encuentran muy lejos de aquí.

—Eso es suficiente para mí. Sé por Abraham que tus sueños no mienten —gruñó Belami.

Se puso de pie de un salto, gritando para despertar al resto de las tropas a su mando. Al cabo de unos minutos, habían ensillado los caballos y galopaban en dirección al norte.

La luz anaranjada del sol del amanecer teñía la parte inferior de capa de nubes de una tonalidad cromada. Al no compadecerse de las monturas, Belami demostraba su fe en el don profético de Simon, pero después de veinte minutos de cabalgar raudamente, redujeron del galope al trote. En aquel momento, los lanceros turcos, que cabalgaban un «paso» delante de ellos, volvieron galopando y se detuvieron levantando una nube de polvo.

—¡Los sarracenos! Están al otro lado de la próxima loma —dijeron los exploradores.

—¡Llegó la hora no tengáis piedad con los caballos! —gritó Belami—. ¡A la carga!

Al principio, en ominoso silencio, y luego, cuando el choque de las armas llegó a sus oídos, aullando como locos, los cascos de la caballería turca atronaban en la arena del desierto. Llegaron a la cima de la loma envueltos en una nube de polvo finísimo y se lanzaron por la pendiente del lado opuesto. La caravana de los sarracenos ya estaba luchando por su vida. La situación no era buena para ellos.

Los hombres de De Chátillon habían dado muerte a varios guardias escitas y ayyubid silenciosamente, con la daga. El resto de la escolta de la caravana se había concentrado formando un círculo para proteger una sola tienda negra con sus vidas. Era evidente que un sarraceno de importancia se hallaba en su interior.

Los lanceros turcos de Belami, chillando como los espíritus que presagian la muerte en Escocia, atacaban por la retaguardia desprevenida de la caballería franca. Simon había descolgado el arco de su hombro y disparado dos flechas antes de que los turcos alcanzaran su objetivo. Las flechas de una yarda hicieron blanco en dos caballeros francos, cuyas monturas quedaron sin jinete.

De pronto, en la entrada sombría de la negra tienda, apareció una mujer, daga en mano, evidentemente decidida a vender cara su vida.

Un caballero franco de cerrado casco, que parecía haber surgido de la nada, se precipitó hacia ella, con el brazo levantado, empuñando su propia daga, con la intención de hundirla en el corazón de la mujer. Nunca llevó a cabo su propósito, pues la flecha de Simon le perforó el brazo derecho. Lanzando una maldición, hizo dar la vuelta a la montura y cabalgó en dirección al arquero normando, manteniéndose agachado detrás de la cabeza de su montura para protegerse de una segunda flecha, al tiempo que intentaba desenvainar la espada con la mano izquierda.

Simon, cuyo código ético como servidor templario le prohibía matar a un caballero cristiano a menos que fuese atacado primero, titubeó. Pero no lo hizo Belami, cuya hacha de guerra giró y luego salió disparada de su mano derecha, en dirección al jinete atacante.

Al tiempo que el vociferante caballero chocaba contra Pegaso y casi arrojaba a Simon al suelo, el hacha de Belami se clavó en el pecho del caballero franco, después de atravesar su cota de malla. Con un agudo chillido, el jinete del casco de acero fue arrancado de la silla para caer estrepitosamente con su armadura a los pies de Simon. Belami desmontó al tiempo que los hombres de De Chátillon huían presa del pánico.

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