El templario (30 page)

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Authors: Michael Bentine

—¿Cómo pueden ser tan ciegos? —Abraham meneaba la cabeza con asombro—. «Aquellos a quienes los dioses quieren destruir, primero los vuelven locos» —citó.

Mientras tanto, en abril de 1185, Saladino marchaba hacia el norte para reunirse con Kukburi de Harram, un antiguo aliado, que en una ocasión le había ayudado a consolidar su posición como el sarraceno supremo. La intención de Saladino consistía en levantarse contra los jefes seldjuk si no accedían a unirse a él en la Jehad contra la cristiandad.

Antes de que pudiera tener éxito con su estrategia, el líder sarraceno cayó enfermo. Casi moribundo a causa de una fiebre violenta, Saladino logró buscar refugio en casa de Kukburi, en Harram.

Su médico personal, Maimónides, conocido por los sarracenos como Abu-Imran-Musa-ibn-Maymun, le salvó la vida. Abraham tuvo noticia de ello por boca de uno de los agentes de Saladino en Jerusalén.

—Recuerdo que Bernard de Roubaix y Raoul de Creçy me hablaron de ese gran sanador judío —dijo Simon.

Abraham sonrió.

—Tienes buena memoria. Tus tutores estaban acertados al reconocer la capacidad de Maimónides. Si alguien puede salvar a Saladino, ese alguien es mi viejo amigo. Le conocí durante mis viajes por Egipto, cuando acababa de llegar de España. Es un gran sabio.

«Si Saladino muere, que los cristianos de ultramar no esperen mucha piedad ni compasión de parte de sus sucesores.

Simon ahora pasaba todo su tiempo libre con Abraham, absorbiendo los elementos básicos del gnosticismo. Así aprendió por qué Jerusalén se llamaba la Ciudad Santa; cómo había crecido en el transcurso de 3.000 años, y sin embargo continuaba encerrada en un círculo tan pequeño.

—Los romanos reconstruyeron Jerusalén, volviendo a basar sus fundamentos sobre el verdadero eje del centro cruciforme de su energía. No eran para nada tontos —le dijo el anciano.

—Al dejar la base del templo como el gran generador de energía, teniendo como fuente la Piedra de Abraham, aseguraron el continuado efecto de la Ciudad Santa sobre todos los seres vivientes en el interior de sus murallas, así como sobre aquellos que la contemplan desde las colinas circundantes. Los romanos advirtieron la energía de esos montes; en caso contrario, ¿por qué construyeron su propia capital en sus siete colinas?

A Abraham se le escapaban pocas cosas. A pesar de estar al filo de los ochenta años, la mente del anciano era clara como un cristal de roca. La fuerza juvenil de Simon constituía una constante fuente de energía para el sabio, y a cambio le brindaba a su discípulo cada migaja de conocimiento que poseía. Abraham supo desde el primer momento que se conocieron que el hijo natural de Odó de Saint Amand había sido puesto bajo sus enseñanzas por un gran propósito. Nunca se preguntó por qué, sino que le dio su amor y su sabiduría sin retaceos.

Quedó profundamente perturbado por la noticia de la enfermedad de Saladino, y, durante el sueño, abandonaba su cuerpo físico para ir al encuentro de Maimónides en Harram. Sin ser visto por los guardias del líder sarraceno, pero siendo advertida su presencia por el médico judío de Saladino, el cuerpo sutil de Abraham transmitía sus energías curadoras al enfermo.

También Simon, ante la sugerencia de su maestro, consintió que Abraham le pusiera en trance profundo y proyectara su alter ego al lugar donde yacía Saladino. Cuando el cuerpo sutil de Simon llegó junto a la cama del sarraceno, Maimónides sintió la presencia de otro aliado sanador.

Durante el extraño sueño, una luz azul pareció bañar el cuerpo febril del agotado enfermo. El resplandor azulado de las energías sanadoras en torno a Saladino vibró violentamente.

Simon comprendió que la esbelta figura del médico presente debía de ser la de Maimónides. El mago judío llevaba una gallabieh blanca y turbante, y en tanto Simon le observaba, el médico advirtió la presencia de su espíritu. Maimónides se sonrío.

En el otro lado de la cama del enfermo, la sombra espiritual de Abraham se materializó en el cuerpo sutil del tutor de Simon. De nuevo, fue evidente que Maimónides reconoció a la otra presencia por lo que era.

El médico de Saladino sonrió y asintió con la cabeza, en señal de reconocimiento de la manifestación de los dos ayudantes.

Los ojos del líder sarraceno se abrieron parpadeando al recobrar la conciencia. Con anterioridad, Simon notó que la figura de Saladino pareció duplicarse: como si las imágenes de dos sarracenos se sobrepusieran, una flotando ligeramente sobre la otra.

Al tiempo que Saladino recobraba la conciencia, la segunda imagen volvió a meterse en su cuerpo. Por un instante, Simon sintió que el jefe sarraceno les había visto a ambos, a Abraham y a él mismo, junto a la cama. Entonces la visión se desvaneció, y Simon sintió que su cuerpo sutil viajaba raudo por el espacio, para despertar en el dormitorio de Abraham. Junto a él, su maestro estaba sentado en una amplia silla de caña árabe, que utilizaba para la meditación. También él estaba despierto.

El filósofo sonrió.

—Y bien, Simon, ¿qué soñaste?

Su discípulo se lo dijo. Abraham asintió con la cabeza.

—Yo tuve también la misma visión. Maimónides notó nuestra presencia.

Si aquella experiencia de proyección en estado de trance se la hubiesen relatado a Simon un par de años antes, no le habría dado crédito. Ahora aceptaba la experiencia como parte de su forma normal de vida. También sabía que un día conocería a Maimónides personalmente, y que descubriría un signo de reconocimiento en la cara del médico.

Al comentar más tarde aquella extraña experiencia con Belami, Simon dijo:

—No había nada ilógico en el sueño. Podría describir con todo detalle el interior de la habitación de Saladino. Lo extraordinario fue la impresión de que Maimónides tenía plena noción de nuestra presencia y aceptaba de buen grado nuestra ayuda. Aún no sé cómo ayudé al sarraceno enfermo, pero seguramente Abraham pudo enjaezar mis energías y mi salud.

«También estoy seguro de que llegamos al palacio de Kukburi en Harram en el momento de la crisis. La sensación de fuerzas poderosas en actividad fue sobrecogedora. Aún me siento desorientado por toda la experiencia. Abraham me dice que eso pronto pasará. Quiso que aprovechara la proyección conjunta de nuestros cuerpos sutiles, con el fin específico de sanar. El hecho me ha dado ciertamente una nueva perspectiva en mi actitud hacia la muerte física. Ahora comprendo lo que Abraham ha estado tratando de decirme.

«La diferencia entre una experiencia fuera del cuerpo físico y la muerte es meramente una cuestión de grado. En el momento de la muerte física, la persona sutil ya no tiene necesidad del cuerpo físico, que ha ocupado durante la vida terrenal. Esta revelación extraordinaria la experimentamos cada vez que soñamos, pero no la reconocemos como lo que verdaderamente es: una anticipación de la muerte.

«Normalmente no nos asusta la experiencia del sueño: ¿por qué entonces le tememos a la muerte? Le agradezco a Abraham este conocimiento, que por supuesto mi maestro posee y disfruta desde hace mucho tiempo.

En principio, Belami estuvo de acuerdo con Simon, pero comentó con su espíritu siempre práctico:

—Un miedo saludable a la muerte forma parte del mecanismo de sobrevivencia del hombre. Si fuese tan fácil, tal vez no lucharíamos tanto para permanecer vivos. Eso podría ser el fin de la raza humana. Mi madre en una ocasión me contó que cuando nací, sintió que abandonaba el cuerpo y contemplaba todo el proceso de mi nacimiento. Yo era el cuarto hijo y el primer varón. Nunca antes había experimentado nada semejante.

Mientras Saladino se recuperaba en Harram, y posteriormente en su amada Damasco, los barones francos bregaban por el poder y el reino de Jerusalén se tambaleaba al borde del desastre.

Un rey había muerto, otro se encontraba cerca del fin de su corta vida, y el sultán sarraceno se hallaba en la encrucijada de su destino.

Durante la convalecencia de Saladino, fracasó un complot contra su sultanato, cuando un viejo enemigo, Nasr-ed-Din, falleció después de celebrar la «Fiesta de las Víctimas». Se sospechó que le habían envenenado, pero no se pudo probar.

Débil aún a raíz de su estrecho contacto con la muerte, Saladino perdonó al joven hijo del traidor cuando el muchacho citó un apropiado versículo del Corán sobre la expoliación de los huérfanos. El líder sarraceno también devolvió todas las posesiones que los emires le habían confiscado al padre del muchacho. Podía darse el lujo de ser compasivo, pues ahora Saladino era el jefe supremo indiscutido de todo el islam.

La fortuna no fue tan bondadosa para con el reino cristiano. El rey infante murió en Acre, en agosto de 1186, y una vez más el reino de Jerusalén se hundió en el duelo y el caos político.

La primera jugada corrió por cuenta del conde Joscelyn. Él sugirió que debía llevar el cadáver del rey infante de vuelta a Jerusalén para el entierro, mientras que Raimundo III de Trípoli reunía a los barones contra el patriarca, Heraclio, sus seguidores y sus simpatizantes.

Raimundo aceptó la sugerencia en buena fe y partió inmediatamente. No bien se hubo marchado, Joscelyn se levantó contra Tiro y Beirut, proclamando reina a Sibila. Envió el cadáver del pequeño rey de vuelta a Jerusalén con los templarios.

Belami y Simon formaban parte de la escolta que salió al encuentro de la comitiva funeraria a mitad de camino, para asegurar su seguro viaje hasta la Ciudad Santa.

Mientras tanto, Joscelyn había hecho una alianza con Guy de Lusignan y urgido a Reinaldo de Chátillon a unírsele. Todos convergieron sobre Jerusalén. Joscelyn, De Lusignan y De Chátillon iban acompañados por poderosas fuerzas de hombres elegidos. Raimundo comprendió que había sido engañado, pero era demasiado tarde para volverse atrás.

El nuevo Gran Maestro de los templarios, Gerard de Ridefort, apoyó a Sibila contra Heraclio, que en un tiempo había sido amante de ella. En una acción sin precedentes, De Ridefort reunió a sus templarios y cerró las puertas de Jerusalén, con los servidores vestidos de negro apostados en cada uno de los portales de la Ciudad Santa.

El patriarca se vio obligado a efectuar la coronación de la reina Sibila del reino de Jerusalén. Ella en seguida llamó a su esposo Guy de Lusignan a su lado y ella misma colocó una segunda corona en la cabeza de su consorte.

Todo fue realizado limpiamente y con presteza, mucho antes de que las facciones disidentes conducidas por Raimundo de Trípoli pudiesen intervenir. La asamblea de ciudadanos de Jerusalén reconoció sin vacilar la validez de la coronación y la aceptó como un ¡alt accompie!

—Ya te dije que había una mujer detrás de todo esto —le dijo Belami al asombrado Simon, que estaba confundido por la celeridad de los acontecimientos—. Así que ahora tenemos a un comandante indeciso al frente de las fuerzas francas, y nosotros, los servidores templarios y hospitalarios, tendremos que tratar de recoger los pedazos. Saladino debe de estar muriéndose de risa. Un certero golpe de sus bien disciplinadas fuerzas, y todo este castillo de naipes de tarot se derrumbará.

La nueva tregua, con apenas un año de duración, volvió a ser rota por el espíritu traicionero de Reinaldo de Chátillon. El reino, que bajo el tratado había gozado de renovada prosperidad, tuvo buenas razones para maldecir la impetuosidad de De Chátillon.

En una repetición exacta de su ataque a la caravana de Sitt-es-Sham hacia La Meca, que a Saladino casi le costó la vida de su hermana, De Chátillon atacó una caravana sarracena que se dirigía tranquilamente a El Cairo.

La partida de bandidos cristianos abatió a la escolta egipcia y saqueó las mercaderías, matando y violando indiscriminadamente. Por fin, llevaron a los mercaderes y a sus aterradas familias, con todas sus pertenencias, a Kerak de Moab. Esta vez no hubo ninguna columna volante de servidores templarios para intervenir.

Cuando se enteró de la noticia, Saladino juró vengarse. Sin embargo, a sus emisarios no se les permitió la entrada en Jerusalén y sus justas demandas de resarcimiento fueron desoídas. Era como si De Chátillon cobijara un deseo de muerte.

El mundo musulmán quedó horrorizado por el terrible episodio y Saladino aprovechó la oportunidad y declaró una segunda Jehad.

—No vamos a ganar esta Guerra Santa —observó Belami con tristeza—. ¡Al menos muramos con honor!

Simon nunca había visto al veterano tan deprimido.

14
LOS CUERNOS DE HITTIN

Los motivos del pesimismo del viejo servidor habrían resultado obvios para cualquiera que hubiese visto el gran despliegue de las fuerzas islámicas unidas de Saladino. Seldjuks, fatimitas, sudaneses, escitas, turcos, kurdos, egipcios y mamelucos, comandados por la jerarquía de los ayyubid, se habían aliado con Saladino y su caballería pesada para formar un ejército nunca antes reunido bajo una sola bandera. La de la media luna flameaba a todo lo largo de las columnas de las tropas musulmanas mientras avanzaban en dirección a poniente hacia Damasco.

Para hacer frente a aquella poderosa fuerza de musulmanes rabiosos, consumiéndose en el fuego de la venganza y el ansia de exterminio de la partida de bandidos de De Chátillon, las fuerzas francas podían reunir un millar de caballeros, seiscientos lanceros templarios y hospitalarios, extraídos de todas las guarniciones que podían prescindir de ellos, y unos cinco mil lanceros turcos. Incluyendo a la infantería y a los arqueros, el total de las fuerzas ascenderían apenas a los veinte mil hombres.

Al no estar instruidas con la táctica romana de Belami de combinar la caballería con la infantería, esas tropas francas sólo podían avanzar al paso de los hombres que iban a pie. Eso significaba que su poderosa táctica, la carga de los lanceros, caballeros, servidores y lanceros turcos, tendría que prescindir de la vital infantería, los arqueros y los lanceros a pie. La balanza del poder se inclinaba hacia el ejército sarraceno, y el coraje sólo, por ilimitado que fuese, no era suficiente para hacer frente a los bien entrenados lanceros musulmanes, apoyados por las hordas de arqueros montados y escaramuzadores escitas.

Aunque las flechas de los turcos y escitas eran ligeras, cuando las disparaban en masa, podían abatir a muchos de los caballos francos que, aparte de las gruesas mantillas de silla, no iban en esa época con las adecuadas protecciones del tiempo de las Cruzadas anteriores. Un caballero sin montura queda tan estático como un lancero o espadachín de infantería. No puede resistir ni siquiera el impulso de un ataque de la caballería ligera.

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