El templario (31 page)

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Authors: Michael Bentine

La nueva táctica de Saladino consistía en disparar a los caballos de los caballeros francos y luego acabar con ellos en tierra.

Arnold de Toroga, el fallecido Gran Maestro de los templarios, había comprendido plenamente la vulnerabilidad de la caballería sin apoyo y siempre esperaba el respaldo de la infantería, sobre todo de sus arqueros. Gerard de Ridefort, su sucesor, no poseía la misma larga experiencia en escaramuzas y batallas en masa que De Toroga había obtenido cuando combatía junto a Odó de Saint Amand.

El padre de Simon fue víctima de un error de cálculo al atacar a una fuerza de sarracenos muy superior a la suya, cayó prisionero y falleció en Damasco. Sólo Belami, malherido y apenas consciente, pudo salir de la trampa y se puso a salvo con unos cuantos lanceros turcos malheridos. Hubiese preferido morir junto a su Gran Maestro, pero su caballo, enloquecido por muchas heridas de flecha, había caído con él y estaba demasiado débil por la pérdida de sangre como para poder levantarse. Los pocos sobrevivientes de la matanza siguieron a Belami en la huida.

—Me temo que De Ridefort no tiene suficiente experiencia en el campo de batalla como para comandar a la totalidad de las fuerzas de los templarios. Tú y yo, Simon, debemos tratar de mantener a los entrenados lanceros juntos. Ojalá el joven De Montjoie estuviese aún con nosotros. Pero haremos cuanto podamos. ¡Sabe Dios que no podemos hacer más!

El viejo soldado eligió a un reducido número de jinetes de su antigua columna volante y se agruparon bajo su banderola. Los lanceros turcos sabían que la mejor oportunidad que tenían de salir con vida residía en alinearse tras el veterano servidor y su joven comandante de tropa.

En total, Belami consiguió reunir setenta lanceros turcos que habían combatido antes junto a él y cuarenta arqueros que no sólo sabían montar en la grupa, sino que también eran capaces que disparar una descarga de sus mortales flechas, antes de descabalgar para volver a preparar el arco. No era la solución más satisfactoria, pero era mejor que dejar a la infantería atrás.

De Ridefort sabía de la valentía del veterano en el campo de batalla y le envió en una misión de reconocimiento. Belami llevó a Simon, al viejo D’Arlan, el veterano de Acre, que se había unido a él, y a veinte lanceros con los arqueros correspondientes. El objeto de su misión consistía en realizar un relevo de las fuerzas de Saladino.

Cabalgando a la luz de las estrellas, durante unas pocas noches sin luna, y descansando durante el calor del día, ocultos en algún torrente alejado de las rutas, Belami pudo escapar a la vigilancia de los exploradores sarracenos. Gracias a su osadía y a los años de experiencia, los dos servidores veteranos lograron apostarse en un terraplén rocoso cerca de la línea de marcha de Saladino.

Lo que vieron les dejó estupefactos. Por debajo del lugar donde se encontraban iban pasando, uno tras otro, los escuadrones de caballería ligera y pesada. Centenares de arqueros montados, acompañados por las columnas de arqueros turcos, pertrechados con las armas más nuevas y poderosas, livianos arcos de acero así como los arcos comunes de largo alcance, desfilaban frente al puesto de observación rocoso. La procesión parecía interminable.

—¡Que Jesús nos proteja, Belami! —murmuró D’Arlan—. Son miles. Todo el islam está en marcha.

Contrariamente a su costumbre de avanzar al ritmo de tambores y címbalos, el ejército sarraceno desfilaba en un fantasmal silencio, sólo alterado por los ocasionales bufidos y relinchos de las monturas y el tintinear de los arneses, en tanto que el suelo temblaba bajo el taconeo de los hombres marchando.

Al igual que un enorme monstruo destructor de hombres, los resueltos sarracenos de sombría expresión avanzaban a marchas forzadas a través del árido desierto hacia el extremo meridional del mar de Galilea.

—Se dirige a Tiberias —dijo Belami, en voz baja—. Luego dividirá su enorme ejército y sitiará la ciudad y el castillo con una fuerza poderosa mientras seguirá hacia Hittin con el resto de las tropas. Lo siento en los huesos. Debemos regresar y advertir a De Ridefort antes de que sea demasiado tarde. Saladino conoce esta región como las calles de Damasco. Si coge a De Lusignan desprevenido, le partirá por la mitad, con medio ejército franco dividido.

Los dos viejos soldados tuvieron que esperar hasta que la última columna de Saladino se hubo perdido en la distancia, antes de que pudiesen montar y regresar de vuelta al pequeño valle donde Simon les esperaba con impaciencia. Casi había desobedecido las estrictas órdenes de Belami de permanecer ocultos a cualquier costo, para salir al galope con su reducida fuerza al ver que sus amigos no volvían en el momento esperado. Simon se disponía a partir, cuando Belami y D’Arlan llegaron galopando al extremo del torrente. Sin decir ni una palabra, el joven normando obedeció sus apremiantes señales, y la columna volante inició un galope tendido hacia el campamento de De Ridefort.

Lo que ambos veteranos ignoraban era que, si bien habían observado al ejército principal de Saladino, se les había escapado una fuerza avanzada de exploración bajo el mando del temible Kukburi; también él aprovechó las noches sin luna para situar a sus fuerzas alrededor de las Fuentes de Cresson, o como los sarracenos llaman al oasis, Saffuriya.

La suerte quiso que una breve escaramuza entre una de las partidas de reconocimiento de De Ridefort y unos cuantos hombres de Kukburi terminara en una fugaz victoria franca. Los cristianos volvieron galopando al campamento de De Ridefort y dieron la alarma. El flamante Gran Maestro templario era también impetuoso y pensó que contaba con suficientes lanceros para exterminar lo que creía que era una pequeña fuerza de reconocimiento sarracena.

Dejando a la infantería en la retaguardia, De Ridefort condujo a su mariscal y a los ochenta hermanos templarios hacia adelante y reunió otros ciento cuarenta caballeros de Qaqun y Faba por el camino. Con él iba Roger des Moulins, el Maestro de los hospitalarios. El nuevo Gran Maestro se dirigía directamente a la trampa.

Kukburi estaba abrevando a sus caballos antes de volver a unirse al grueso del ejército sarraceno, cuando una nube de polvo le anunció la llegada de De Ridefort. Sin esperar a comprobar el tamaño de la fuerza combinada de seldjuks, De Ridefort atacó a los sarracenos desmontados.

La propia imprudencia del Gran Maestro fue lo que activó el cepo. En un instante, decenas de sarracenos y seldjuks montaban de nuevo a caballo.

De repente, la tropa franca se encontró frente a cinco mil musulmanes ululantes. Una lluvia de flechas de los arqueros montados se batió sobre la vanguardia de los cruzados. Caballeros, templarios, hospitalarios y francos se fueron estrellando sobre el suelo, unos tras otros. Medio aturdidos, con los caballos muertos por las flechas, o con los pobres animales tambaleándose y relinchando mientras las lanzas sarracenas les arrancaban las entrañas, los cruzados sin montura trataban de contener a la caballería musulmana.

No les faltaba coraje, pero de nada les servía. La horda de sarracenos y seldjuks pasó sobre ellos como una riada.

De Ridefort fue presa del pánico y junto con un par de caballeros templarios más, huyó al galope, seguidos de cerca por los jubilosos vencedores. La batalla terminó en una carnicería. Entre los muertos se encontraba Roger de Moulins y noventa y siete templarios y hospitalarios. Por fin, Kukburi detuvo la matanza y partió para volver a unirse con Saladino, llevando a cuarenta caballeros francos con él.

Belami y D’Arlan llegaron a lo alto del cerro desde donde se dominaba las Fuentes de Cresson a tiempo de ver los resultados del desastre. El desierto alrededor del oasis estaba cubierto de cadáveres y centenares de flechas que surgían del suelo como espigas de trigo. No había nada que ellos pudiesen hacer. Simon se unió a ellos mientras descendían al paso para contar las bajas y ayudar a los moribundos.

—¡Maldito De Ridefort! —juró Belami—. Ha perdido los mejores hombres y Dios sabe que los precisamos todos y cada uno de ellos. Al menos nuestro aguerrido Gran Maestro hubiera podido morir con ellos. Como Des Moulins.

Belami saludó al comandante hospitalario muerto.

—Enterradles antes de que los buitres profanen los huesos de esos valientes —dijo.

Raimundo III de Trípoli quedó aturdido al enterarse de la matanza y se apresuró a hacer las paces con Guy de Lusignan, el nuevo rey de Jerusalén. Reunieron a todas las fuerzas que pudieron encontrar en Acre y sobre la marcha se les unió Reinaldo de Chátillon desde el Puerto de mar con todas las tropas de Kerak.

Entretanto, las tropas de Saladino sitiaron Tiberias. El escenario estaba dispuesto para un espectacular enfrentamiento del ejército cruzado con el líder sarraceno y sus vastas hordas musulmanas combinadas.

Ningún bando conocía la magnitud exacta de las fuerzas adversarias, pero De Lusignan creía que tenía posibilidades de derrotar a Saladino con el ejército recién formado. El rey tenía bajo su mando a cerca de un millar de caballeros, mil doscientos lanceros mercenarios, cuatro mil lanceros turcos y un cuerpo de infantería de unos quince mil mercenarios, armenios y algunos peregrinos beligerantes armados con lanzas. En arqueros solamente, De Lusignan y sus nuevos aliados contaban con unos dos mil hombres. La confianza de De Lusignan creció al comprobar que tenía unos veintidós mil guerreros, lanceros e infantes bajo su mando. Su vanidad alcanzó su punto más alto.

—¡Barreremos al maldito Saladino de Tierra Santa! —gritó.

Belami dio un respingo como si le hubieran golpeado.

—¡Oh, Abraham! —gruñó—. Mi sabio y viejo amigo, cuánta razón teníais. Los dioses han enloquecido al nuevo rey.

El ejército de Saladino, un total de por lo menos cuarenta mil hombres, se encontraba acampado en Kafar Sebt, a siete millas al sur de la fortaleza del conde Raimundo en Tiberias. El jefe sarraceno dominaba el camino principal a Tiberias y Sennabra. El castillo estaba fuertemente guarnecido, y su senescal era la esposa del conde Raimundo, la temible princesa Eschiva.

Mediante veloces mensajeros, que milagrosamente salvaron el pellejo al atravesar como un rayo los puestos avanzados de Saladino, mandó urgentes peticiones de ayuda al rey Guy de Lusignan. El momento de decisión había llegado.

Bernard de Roubaix le había explicado a Simon en una ocasión cuán vital era el agua para los templarios. Para todos los cruzados, la falta de ese elemento estratégico podría ser el factor más siniestro en el horror que se avecinaba.

Las fuerzas francas se habían concentrado en las Fuentes de Cresson, el lugar que los sarracenos llamaban Saffuriya, y el sitio donde tuvo lugar la reciente y humillante derrota de Gerard de Ridefort.

—Al menos tenemos agua —comentó Belami.

El humor de Simon pasaba del júbilo ante la perspectiva del futuro choque a la natural aprensión causada por la espera del inicio de la batalla. En el lenguaje de los soldados, «sudaba» las horas precedentes al ataque. Como todos los jóvenes guerreros, Simon tenía la sensación de que era inmortal. No le temía a la muerte, sobre todo desde las demostraciones que Abraham-ben-Isaac le había hecho sobre la proyección voluntaria del espíritu. Pero el joven servidor templario tenía ahora, en 1187, sólo veinticuatro años y tenía más miedo a caer gravemente herido que a morir. La mayoría de los jóvenes sentían horror ante la clase de herida que le había quitado la virilidad a Raoul de Creçy. Simon ya había sido herido en la batalla del puente cerca de Orange. Sabía qué era el dolor. Pero la idea de morir no le preocupaba. Sólo le perseguía la duda de no estar a la altura de las expectativas de Belami y su tutor con respecto a él.

Belami, en cambio, no tenía esas dudas. Sabía que Simon se comportaría como un hombre. El veterano había estado numerosas veces muy cerca de la muerte como para temerla, y su fuerte y moreno cuerpo conservaba las cicatrices de muchas honorables heridas; pero, como viejo soldado, sufría el «sudor» de la tensión que se siente con anterioridad a cualquier batalla, y en especial antes de la que vendría.

Cuando Simon confesó sus temores, Belami le dijo:

—Sólo los imbéciles no sienten miedo antes de entrar en acción. Si uno tiene miedo después de empezar la batalla..., entonces es un cobarde.

«No temas, Simon. No eres un marica como De Ridefort, nuestro maldito Gran Maestro, demostró serlo aquí, en este mismo lugar. Si así no fuese, no consentiría que me acompañaras. Te portarás como corresponde, mi joven amigo. Aún te veré armado caballero.

Los sarracenos habían desfilado con las cabezas de varios caballeros francos de las fuerzas derrotadas de De Ridefort, ante las puertas de Tiberias. No fue una idea de Saladino. Más probablemente la orden provenía de Kukbuni o de alguno de los emires de Zcljuk.

El líder sarraceno no participaba en el sitio de Tiberias. Toda la ciudad estaba en llamas, pues las antorchas sarracenas la habían incendiado.

A pesar de todo, la princesa Eschiva se mantenía fuerte en su castillo, que dominaba la ciudad. Su esposo, el estoico Raimundo, comprendía que avanzar contra Tiberias para liberarla del sitio sólo redundaría a favor de Saladino. Dominando el deseo natural de rescatar a su esposa y todas sus posesiones del castillo, aconsejó noblemente a Guy de Lusignan que desechara cualquier intento de romper el sitio.

—¡He aquí un hombre! —exclamó Belami, cuando se enteró del sacrificio de Raimundo—. Ésta era una decisión difícil de tomar. Yo le saludo.

Al norte de la pequeña ciudad de Saffuriya, que se levantaba sobre las bajas colinas del noroeste de Nazaret, el ejército franco ahora ocupaba las Fuentes de Cresson, con toda su valiosa agua potable.

De las aldeas de los alrededores se podía conseguir comida, y la posición defensiva era suficientemente fuerte como para que Saladino lo pensara dos veces antes de atacarla. El campamento sarraceno estaba situado a diez millas al este de la posición del rey Guy, cerca del pueblo de Hattin, o Hittin como lo llamaban los árabes.

En los valles al pie del pueblo había agua en abundancia, así como muchos olivares y árboles frutales, entre los cuales el ejército podía ramonear a gusto. Entre ambos campamentos, cristiano y sarraceno, se extendía el vasto llano carente de agua, muerto y ardiente bajo el sol del mediodía. Para liberar Tiberias, el rey Guy tenía que llevar a su ejército a través del árido desierto bajo un calor devastador. Parecía estar en jaque.

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