El templario (33 page)

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Authors: Michael Bentine

—Quiero que se les brinde toda clase de auxilios y de atenciones, si la voluntad de Alá ha querido que siguieran con vida. Mi médico personal, Abu-Imram-Musa-ibn-Maymun les atenderá.

Alá se mostró compasivo, pues sólo tardaron unos minutos en encontrar a los dos servidores malheridos, el cuerpo del mayor aún protegiendo al más joven mientras yacían sin conocimiento los dos juntos. Por supuesto, no encontraron ni rastro de Pierre de Montjoie.

Cuando los batidores condujeron al comandante sarraceno hasta donde ellos estaban, Saladino desmontó y les humedeció los labios con agua de su propio odre.

—Con la ayuda de Alá y los conocimientos de mi médico, vivirán —dijo.

Maimónides había acompañado a las fuerzas de Saladino al campo de batalla y ahora se apresuró a preparar el transporte de los servidores heridos en litera hasta Tiberias, pero primero debía curar sus heridas.

—Se les debe dar todos los cuidados necesarios y la atención adecuada —le indicó su señor.

Maimónides asintió con la cabeza, atusándose la corta barba gris, una costumbre que se había contagiado de Saladino.

—Sus heridas son graves, señor, pero si la fiebre no les mata, vivirán. ¡Allahu Akbar! —dijo el médico judío.

—¡Inshallah! —exclamó Saladino, y, volviéndose de cara a La Meca, inclinó la cabeza al suelo y elevó con las tropas victoriosas una oración de gracias.

El trato que dio a los demás prisioneros fue severo, pero piadoso. Sólo deseaba la muerte de un hombre, De Chátillon, y tenía que recibirla de su propia mano.

Sin embargo, algunos musulmanes extremistas sufíes ya casi habían dado muerte a todos los templarios y hospitalarios heridos. Saladino detuvo la matanza e hizo trasladar a los sobrevivientes a su tienda. Ésta había sido levantada en el campo de batalla, lejos de la carnicería que se había hecho con el grueso de las tropas cristianas. Allí, Saladino recibió formalmente a sus nobles prisioneros. Raimundo había huido después de un ataque abortado contra Taki-ed-Din, sobrino de Saladino, y Balian de Ibelin y Reinaldo de Sidón también pusieron pies en polvorosa. Ellos eran los únicos que se habían salvado de la matanza. Sus hombres yacían en Hittin.

El obispo de Acre fue muerto y la Vera Cruz cayó en manos de los sarracenos. Sólo un patético puñado de exhaustos sobrevivientes fue conducido a la tienda del sultán supremo.

Saladino recibió al rey Guy de Lusignan y su hermano Almaric, Reinaldo de Chátillon y su hijastro, Homfroi de Toron, Gerard de Ridefort, el Gran Maestro templario, y el anciano marqués de Montferrat. Aparte del señor de Jebail y el lord de Botrun, sólo unos pocos barones e hidalgos de bajo linaje habían sobrevivido.

Ofrecían un triste espectáculo mientras estaban de pie ante su vencedor. Éste era la cortesía en persona y ofreció al rey Guy y a los otros una copa de agua de rosas, enfriada con nieve del monte Hebrón. El rey bebió un sorbo del refrescante líquido y luego pasó la copa a Reinaldo de Chátillon.

Saladino inmediatamente gritó:

—¡Rey Guy, vos le disteis la copa a De Chátillon, no yo!

Su intención residía en evitar que el traicionero Reinaldo pidiera inmunidad, lo que habría podido hacer si hubiese recibido la copa de las propias manos de Saladino. De acuerdo con el protocolo de la hospitalidad musulmana, por el hecho de ofrecer comida o bebida a un prisionero o a un huésped, el receptor gozaba de inmediato de inmunidad mientras permaneciese en los dominios de su anfitrión. Al negarle a De Chátillon el derecho a reclamar por su vida y seguridad, Saladino había demostrado a todos sus intenciones con respecto al innoble caballero. Saladino le maldijo por sus crímenes. Sus palabras fueron muy amargas.

—Habéis deshonrado el nombre de vuestro linaje, asesinado a mujeres y niños inocentes, roto la Sagrada Tregua entre nosotros y abjurado de vuestra palabra de honor ante mí.

En el tenso silencio que saludó las palabras de Saladino, De Chátillon trató de sacar la daga que llevaba oculta bajo su sobrevesta. Con un destello de acero, Saladino empuñó su cimitarra afilada como una navaja y, de un solo golpe, cercenó la cabeza de De Chátillon.

Mientras el tronco decapitado se desplomaba sobre la preciosa alfombra de la tienda de Saladino, la barbuda cabeza rodó hasta los cojines de seda en que los demás prisioneros ilustres estaban sentados.

Mientras este drama tenía lugar en la tienda de Saladino, Maimónides y dos médicos árabes bregaban por salvar los miembros heridos de Belami y Simon de ser amputados. En ambos casos, la gravedad de las heridas no se hizo aparente de inmediato. En un examen más minucioso, el profundo corte en el muslo derecho de Belami, y el casi cercenamiento del antebrazo izquierdo de Simon habían dado a los médicos motivos de seria preocupación.

Compresas de agua de rosas helada y vinagre fueron aplicadas a las heridas, al tiempo que habían vertido elevadas dosis de opio en la garganta de los pacientes. Ambos seguían inconscientes debido a la profusa pérdida de sangre, pero su férrea constitución hacía prever que superarían el trance. Finalmente, les cauterizaron las heridas con hierros al rojo vivo.

Aquella silenciosa batalla tenía lugar en la tienda de Maimónides, que estaba preparada como sala de operaciones, con una mesa de madera bien fregada y un cofre grande con instrumentos, medicinas, drogas, pociones, ungüentos, brebajes y grandes cantidades de telas limpias.

También había siempre agua hirviendo sobre un fogón de carbón afuera, y Maimónides limpiaba escrupulosamente los escalpelos y todos sus otros instrumentos quirúrgicos en el líquido hirviendo antes de usarlos.

El sabio filósofo, médico y cirujano sabía que la infección y supuración de las heridas eran causadas, o agravadas, por la suciedad y las moscas. El primer peligro lo disminuía mediante el uso de instrumentos y otros materiales limpios, y el segundo lo evitaba empleando asistentes que ahuyentaran las moscas de las heridas de los enfermos mientras él operaba.

Cuando se dedicaba a este quehacer llevaba un turbante limpio bien ajustado a la cabeza y evitaba respirar directamente en la cara o las heridas de los pacientes. Maimónides había aprendido muchas de estas técnicas secretas en los papiros de los antiguos egipcios.

Los médicos árabes que formaban parte de su equipo en el campo de batalla contribuían aplicando una sucesión de cataplasmas calientes y frías para extraer los venenos de las heridas. Todo ese tiempo, Belami y Simon estaban considerablemente sedados, pero se les refrescaba dejando caer gotas de agua de rosas helada en la boca a través de un tubito de porcelana.

Al cabo de una hora, ambos pacientes tenían las heridas cosidas, con hilos de seda y agujas de bronce, y los miembros vendados con telas de hilo limpias y empapadas con destilados astringentes.

De nuevo, como sucedía con los procedimientos médicos del hermano Ambrose, el Aquae Hamamelis de los romanos figuraba en lugar prominente entre aquellos líquidos sanativos. Maimónides también prescribió reposo y sueño, y abandonó la tienda para ir a informar a Saladino.

—Tienen una excelente posibilidad de sobrevivir. Sólo Alá sabe si se salvarán sus miembros.

Tocándose la frente, los labios y el pecho, sobre el corazón, en señal de obediencia y respeto, Maimónides se retiró de la presencia de Saladino para pasar el resto de la noche sentado al lado de sus pacientes en silenciosa meditación.

A medianoche, se sumió en un sueño profundo, y no tardó en advertir la presencia de dos seres junto a los camastros donde yacían sus pacientes. Inmediatamente reconoció a una de las figuras como la de su viejo amigo Abraham-ben-Isaac. La otra, presintió que se trataba de un pariente cercano del joven servidor que se encontraba reposando en profundo sueño provocado por las drogas.

El nombre de «Saint Amand» se le cruzó como un rayo por la mente. La voz de Abraham pareció que decía: «¡El padre del muchacho!»

Maimónides se sonrió en el sueño. Ahora sabía dónde había visto antes el rostro del joven templario; fue en un sueño anterior, cuando pasó una noche de angustia durante la crisis de la grave enfermedad de Saladino en Harram.

Por la mañana, todo el ejército de Saladino se marchó del campo de batalla cubierto de cadáveres. Las moscas habían aparecido por todas partes y el peligro de contagio por los cuerpos en estado de putrefacción se volvía inminente. Los sarracenos abandonaron a los muertos, aun a los propios, a los buitres, que ya celebraban su festín.

Los dos servidores templarios heridos fueron suavemente levantados en sus literas y llevados, aún en estado semicomatoso bajo el efecto de las drogas de Maimónides, a Tiberias, donde sus asistentes habían llegado por la mañana temprano para preparar un alojamiento temporario para los honorables huéspedes de Saladino. De allí, serían trasladados a Damasco para una prolongada convalecencia.

Maimónides consideró que un viaje demasiado largo, en aquel primer momento, hubiera puesto en riesgo los miembros heridos. Prefirió que tuviesen una semana de reposo y de curación en Tiberias, antes de ser transportados en literas sobre caballos a Damasco.

Saladino, después de descargar su bilis al matar a De Chátillon, se sentía generoso y permitió que la princesa Eschiva partiera con todas sus pertenencias. El sultán sentía una profunda admiración por la firmeza que había demostrado al defender el castillo, y la envió con una fuerte escolta de vuelta al lado de su esposo, Raimundo III de Trípoli.

El sarraceno le pidió rescate por el resto de los prisioneros y éstos formularon un solemne juramento de no volver a combatir contra él. Sin embargo, una vez estuvieron de vuelta en sus respectivas provincias, todos abjuraron de la palabra de honor dada. Su libertad, en algunos casos, sería de cierta duración.

En Tiberias, ahora bajo dominio musulmán, Belami y Simon recuperaron transitoriamente el conocimiento. Si bien ambos sufrían terribles dolores, las pociones y soporíferos de Maimónides los mantenían en un nivel tolerable. Durante los largos periodos que Simon pasaba sumido en el sueño provocado por drogas, su cuerpo sutil abandonaba la forma física en Tiberias y vagaba por paisajes de ensueño.

Por el hecho de que su voluntad se encontraba sometida al efecto de los fuertes opiáceos, no podía controlar plenamente los viajes oníricos tal como Abraham le había enseñado. Necesidades inconscientes le llevaban a tierras lejanas y Simon se encontró planeando sobre De Creçy Manor.

Le pareció que se fundía a través de los muros y penetraba en el espacioso vestíbulo. Un rugiente fuego de leña ardía en el hogar de piedra. Sentados a ambos lados de la chimenea se encontraban Raoul de Creçy y Bernard de Roubaix, ambos dormitando. A sus pies descansaban dos grandes podencos que en seguida percibieron la «presencia» de Simon en el vestíbulo. Los animales se incorporaron y gruñeron, con las orejas echadas hacia atrás.

Raoul de Creçy se despertó y miró en torno para ver qué había provocado la alarma en los perros. Al no descubrir nada anormal, alargó la mano para acariciar al gran perro de caza. Con renuencia, el animal se calmó. El otro comenzó a ladrar, lo que despertó a De Roubaix. También él miró a su alrededor, al tiempo que echaba mano a la espada que colgaba en su vaina del respaldo de la silla de madera de roble tallada. Los dos viejos caballeros estaban confundidos por el extraño comportamiento de los podencos; pero cuando los animales se tranquilizaron, no tardaron en volver a caer en el sueño ligero que las personas de edad avanzada encuentran tan placentero. Es uno de los pocos placeres de la vejez.

El alter ego de Simon volvió prestamente al cuerpo transido de dolor que comenzaba a despertar en ultramar. En otra ocasión, se encontró sobrevolando la catedral de Chartres. Dejándose caer, traspuso la arcada de entrada a la nave para posarse precisamente sobre el misterioso laberinto inserto entre las losas del suelo de la catedral.

La iglesia estaba inundada de una luz dorada, pero parecía estar vacía de gente. De pronto, una figura borrosa hizo aparición en el otro extremo de la extensa nave. Iba cubierta con la capucha de la blanca túnica de un caballero templario. En el preciso instante en que la presencia fantasmal llegaba al laberinto, su mano derecha echó hacia atrás la capucha para dejar al descubierto un rostro enérgico, con barba de color gris acerado, facciones clásicas y penetrantes ojos azules. La generosa boca se partió en una sonrisa.

Una voz grave dijo:

—¡Éste es mi hijo, y ello me complace!

La luz en torno a la figura del espectral caballero templario se volvió insoportablemente brillante; luego la visión se alejó velozmente al tiempo que Simon regresaba a su malherido cuerpo en Tiberias.

Una visión recurrente en sus sueños, sea durmiendo o estando despierto, era la de una mujer con velo. Simon presentía su bondad, y sabía que la visita estaba allí para curarle.

A veces la mujer extendía la mano para acariciarle el brazo herido o para pasar sus dulces dedos sobre las otras múltiples heridas que le cubrían el cuerpo. Enseguida sentía el calor que irradiaban sus dedos penetrando en sus heridas para aliviar la carne cortada y los huesos quebrados. La sensación de paz que aquella mujer le causaba era algo que escapaba a su comprensión, pues era sagrado.

A veces, parecía haber dos mujeres, una a cada lado de la cama. Simon percibía que una era mayor y más diminuta que la otra. Ambas llevaban el rostro velado. Estaba seguro, sin embargo, que las conocía a las dos.

Pasaron varias semanas antes de que su cuerpo dolorido despertara un día libre de dolor. Las pócimas de Maimónides habían mantenido los peores tormentos a raya, pero aun el dolor tolerable, cuando persiste, resulta agotador, y cuando por fin Simon se vio libre de él, se sintió tan débil como un niño prematuro. Su vista resultó afectada y tenía dificultades para enfocar los ojos. Aquella mañana, su visión borrosa terminó por brindarle una clara imagen de su estancia de enfermo.

Era una habitación de alto techo, pintada de color blanco cremoso, con un revestimiento de azulejos con intrincados dibujos hasta la altura de la cintura. Un ventanal en forma de arco daba paso a una fresca brisa. A través del arco morisco, Simon podía contemplar las ondulantes palmeras y las matas florecidas que se extendían en vastos jardines.

El sonido de las fuentes y el trinar de los pájaros llenaban la habitación, mientras un viento céfiro llevaba la música tintineante de campanillas hasta sus oídos.

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