Authors: Michael Bentine
—Si no supiese que sois un templario, mon brave sergent —dijo, riendo—, os habría tomado por un hechicero. ¡Bien fait, servidor Belami!
Ricardo se volvió hacia Simon, mirando con franca admiración al apuesto joven normando.
—Vuestro Gran Maestro me dice que vos, servidor De Creçy, sois un maestro con el arco. Vemos qué sois capaz de hacer con el arco inglés.
Hizo una señal al paje, que cogió el arco y una aljaba de flechas de uno de los guardias arqueros.
Simon llevaba habitualmente una muñequera de cuero en el brazo izquierdo, que los arqueros suelen llevar como protección, y también tenía puesto el guante en la mano derecha. Examinó prestamente el largo arco de tejo y asintió aprobativamente con la cabeza. Los ojos de la Corte estaban clavados en él.
—Como guste a su majestad —dijo, al tiempo que seleccionaba dos flechas de la aljaba del arquero.
Sujetando una flecha contra la panza del arco con la mano izquierda, engarzó el cabo de la otra en la cuerda.
—Disparad al escudo blanco que cuelga al extremo de la sala —dijo Ricardo, señalando un pequeño escudo redondo, colocado en una alta viga del techo.
Simon asintió y disparó la primera flecha. Silbó por el aire para clavarse en el escudo, que se desprendió de la viga. Mientras caía, Simon tensó el arco por segunda vez y soltó la flecha, todo en un rápido movimiento.
Antes de que el pequeño escudo blanco llegara al suelo, la segunda flecha de Simon lo traspasó en el aire.
De nuevo, exclamaciones de aprobación resonaron en la sala. El rostro del rey se iluminó de satisfacción. Le encantaba presenciar las demostraciones de destreza en el uso de las armas.
—Le agradezco a Robert de Sablé la proposición y os doy la bienvenida entre las filas de mi guardia personal. Ahora id, descansad, que esta noche cenaréis con nosotros.
Los templarios se inclinaron, saludaron y se retiraron. Mientras abandonaban la sala de audiencias del rey, Belami dijo en voz baja:
—He aquí un hombre a quien seguiremos con gusto. Esta va a ser una Cruzada real.
La cena resultó espléndida. Escoltados por sir Roger de Sherborne, los servidores templarios fueron los únicos miembros de la Orden que asistían al banquete. Para su sorpresa, les asignaron el sitio de honor, a cada lado del rey inglés.
Corazón de León presidía el banquete haciendo bromas bienintencionadas, que alternaba con momentos de gran solemnidad cuando brindó por el éxito de la tercera Cruzada.
—Mañana o pasado, de acuerdo con los caprichos del viento y la marea, esperamos dar la bienvenida a toda una delegación de Tierra Santa. El rey Guy de Lusignan vendrá con su hermano Geofrey, conde de Lusignan, y también viene Bohemundo de Antioquía. Homfroi de Toron y el Gran Maestro de los templarios, Robert de Sablé, van a ser asimismo nuestros invitados de honor. Fue el Gran Maestro quien me envió a dos valientes servidores templarios para brindarme los beneficios de su larga experiencia en Tierra Santa. Y así, mis queridos amigos, el brindis real es: «Por nuestros huéspedes», junto con el nombre de los Pobres Caballeros del Templo de Jerusalén.
Todos los invitados, excepto los templarios, la princesa Berengaria, la futura esposa de Ricardo, la reina Joanna y sus respectivas damas de compañía, se pusieron de pie para el brindis. Cuando la corte volvió a sentarse, otra dama de honor se unió a Berengaria. Era una rubia esbelta, menuda, con facciones de elfo y unos grandes y alegres ojos. Simon no pudo apartar la vista de ella. Ella a su vez dirigía furtivas miradas en su dirección. Sus ojos se encontraron y la adorable joven le sonrió; luego, para su sorpresa, le saludó con la mano.
—¿Quién es, Belami? —preguntó, emocionado.
—Mi hermana Berenice, grandísimo idiota —dijo, riendo, una conocida voz a sus espaldas, y Simon se encontró con que casi le estrangulaba su viejo amigo Pierre de Montjoie al abrazarle.
Simon no cabía en sí de gozo. El rey contemplaba aquella escena feliz.
—¿Habéis combatido junto al servidor De Creçy, conde de Montjoie? —inquirió, más con el tono de una afirmación que de una pregunta.
El impetuoso Pierre de Montjoie hizo una reverencia como muestra de arrepentimiento.
—Perdonadme, majestad, pero Simon, Belami y yo luchamos juntos en Tierra Santa durante años. Perdonad mi falta de cortesía al no presentaros primero mis respetos, majestad.
Corazón de León estaba de un humor expansivo.
—No hay nada que pueda compararse con el encuentro de viejos amigos, sobre todo cuando han sido camaradas de armas. Tenéis que contarme vuestras confrontaciones con los sarracenos, mes braves sergents. Y os conmino, conde de Montjoie, a hacer lo mismo.
Era característico de aquel hombre impulsivo, que si bien era un incurable romántico y poeta, prefería la compañía de hombres guerreros que la de las mujeres, por bellas e inteligentes que fuesen.
La princesa Berengaria era ambas cosas, pero callada y reservada a raíz de su estricta crianza. También estaba nerviosa ante la inminente unión con el rey de Inglaterra, y, en honor a la verdad, también lo estaba Ricardo, que en realidad se mostraba sumamente tímido con el sexo opuesto.
Dominado por su enérgica madre, la reina Eleanor, y adiestrado por su padre, Enrique II, en el uso de la espada y el hacha de combate para obtener devastadores efectos en el campo de batalla, Ricardo Plantagenet, que ahora tenía treinta y dos años, estaba mal preparado para su futuro papel de marido.
Ni la rubia belleza ni el sereno intelecto de Berengaria lograban disipar los secretos temores de no estar a la altura de las exigencias, cuando tuviese que pasar la prueba en la cama matrimonial. El rey Ricardo Corazón de León era el rey de las bestias en el combate, pero un amante inepto en la cama, y él lo sabía. Encontraba violenta la conversación con su prometida y la evitaba charlando con su hermana, mientras Berengaria permanecía prudentemente callada o respondía a los invitados que se le acercaban a presentarle sus respetos.
—La joven mujer tiene buenas caderas para engendrar hijos si el rey Ricardo se decide alguna vez a dejarla preñada —murmuró Pierre de Montjoie, con total irreverencia.
Simon aún era lo suficientemente templario como para que encontrara chocante el comentario de su amigo.
—Seguramente su timidez desaparecerá cuando estén casados —dijo.
Pierre se echó a reír.
—Aún eres un alma candorosa, Simon. Belami me cuenta que recientemente estuviste recibiendo instrucción en el arte del amor en brazos de una espléndida mujer. Discreto como es, rehusó darme su nombre, pues sabe que soy chismoso como una gallina clueca. Pero aún te falta saber muchas cosas acerca de las mujeres... —Hizo una pausa, mirando al rey que bromeaba con unos apuestos cortesanos—. ¡Y de los hombres! —añadió, crípticamente.
El monarca inglés llamó la atención de Belami y le hizo señas para que se acercara. Intercambiaron unas palabras, y el veterano regresó con su mensaje.
—Debemos quedarnos con su majestad, después de que las damas se hayan retirado —anunció—. Corazón de León desea saber muchas más cosas sobre Saladino.
El banquete fue transcurriendo lentamente, a partir de las espectaculares tartas y pasteles de carne y de pescado, pasando por los exquisitos loups-du-mer y los lenguados del mar Mediterráneo, hasta llegar a las cabezas de jabalí, los gansos trufados y rellenos de jamón e hígado, y, en las etapas finales de la cena, las frutas y los quesos de Sicilia.
De alguna manera, los cocineros reales habían hurtado la mayoría de aquellos excelentes manjares en Limassol y alrededores, y los templarios estaban estupefactos ante aquella variedad de platos suculentos. Sólo fueron capaces de comer una ínfima cantidad de las delicias que les presentaban, porque su estómago aún no se había recuperado de las privaciones sufridas durante el sitio de Acre.
En realidad, el banquete habría sido un tormento para ambos si no hubiesen contado con la rutilante presencia de Pierre de Montjoie y, sobre todo para Simon, de la deliciosa hermana menor de Pierre.
Cuando por fin fueron presentados, Simon, a pesar de la recientemente adquirida experiencia en las lides amorosas, se encontró con la lengua tan atada como siempre le ocurría cuando estaba entre mujeres. Se ruborizó intensamente.
Berenice de Montjoie quedó igualmente impresionada por el apuesto amigo de su hermano mayor; de quien tantas gestas había oído contar. Ahora le tenía frente a ella, imponente ante su pequeñez, con las bellas facciones sorprendentemente coloradas, como las de un escolar.
Berenice, a los veintidós años, tenía poca experiencia con los hombres; sus escarceos amorosos infantiles se habían reducido a unos cuantos besos torpemente robados por algunos de los escuderos y pajes de su padre.
La reina Eleanor, que detestaba intensamente la dominación masculina y aborrecía la lujuria, después de rescatarla de su compromiso con el conde de Valois, había inculcado en Berenice de Montjoie un saludable respeto por el valor de su virginidad.
Normalmente, un preciado trofeo como el de aquella belleza medio española, ya haría mucho tiempo que habría sido cobrado dentro del matrimonio o mediante la seducción, pero Pierre se había empeñado de corazón en establecer un noviazgo entre su joven hermana y su amigo templario, Simon de Creçy. De ahí que aprovechara la oportunidad de ponerles en contacto cuando la reina Eleanor trajo a Berengaria y a su joven dama de compañía a Sicilia, con el objeto de unirse a Ricardo en la tercera Cruzada.
Pierre era un romántico impenitente y su plan estaba dando resultado. Veía claramente la mutua atracción que se había establecido entre la excelente pareja. Belami también se dio cuenta y lo aprobó cordialmente. Existía sólo el problema de la actual situación de Simon como servidor templario. Pierre y Belami se pusieron de acuerdo en que lo más urgente era promover la inclusión de Simon en las filas de la orden de caballería.
—¡Maldito protocolo! —exclamó Belami—. Si Simon fuese hijo bastardo de algún noble franco, no habría ningún problema. Pero da la casualidad de que es hijo natural de... —Calló de repente, en tanto Pierre le miraba con ojos interrogadores— ... de alguien cuyo nombre he jurado mantener en secreto —terminó, secamente.
Pierre estaba intrigado.
—¡Lo sabía! —exclamó—. Nunca quise preguntar, porque ambos os mostrabais muy reservados sobre el linaje de Simon. ¡Así que eso era lo que se ocultaba detrás de todo! Simon es el hijo bastardo de un noble importante.
—Algo parecido a eso, Pierre... Ahora, mon ami, ¡no hablemos más del asunto!
El tono de Belami era glacial.
Pierre, a pesar de su alegre charloteo, no era ningún tonto, pero si un fiel amigo.
—No temas, Belami, mi boca está sellada. Pero... —De nuevo titubeó—... tendremos que actuar con insistencia sobre Corazón de León. Es evidente que siente simpatía por Simon, y seguramente él podría resolver nuestro problema, armando caballero a nuestro joven y aguerrido templario.
La amplia sonrisa de Belami iluminó su arrugado y moreno rostro.
—¡Pierre, conde de Montjoie, evidentemente no sois tan imbécil como parecéis!
Más tarde, cuando la princesa Berengaria, la reina Joanna y su séquito se hubieron retirado, el rey Ricardo se levantó de la mesa y, haciendo seña a Belami y los demás para que le siguieran, salió de su castillo de madera para dar un paseo nocturno a caballo por la playa. Era un acto típico de Corazón de León. Al monarca le encantaba cabalgar, sintiendo la potencia de su magnífica cabalgadura latiendo entre sus muslos, mientras galopaba por la franja de arena que recibía las olas suaves del mar. Juntos, la reducida partida de jinetes corría a lo largo de la playa, los cascos de sus caballos levantando la espuma cremosa del agua del mar por los aires.
A Ricardo le gustaba ganar y detestaba perder, pero en aquella improvisada carrera de medianoche, a duras penas podía mantenerse a la altura de los magníficos corceles árabes de los templarios.
Sin embargo, Corazón de León era también un ardiente admirador de los caballos pura sangre y de quienes eran diestros en montarlos, y fascinado ante los blancos sementales de Saladino y la destreza de los templarios, enseguida superó la momentánea irritación por no poder ser el ganador.
Belami presintió el antagonismo del rey y deliberadamente frenó a su blanca montura. Con un discreto movimiento de cabeza, indicó a Simon que hiciera lo mismo. Su despierto compañero captó enseguida el motivo por el cual el veterano aminoraba el paso, y el rey inglés se puso a la cabeza.
En cuanto se colocó como vencedor, el impulsivo monarca tiró de las riendas de su poderoso corcel. El resto de sus compañeros le miró de inmediato.
—Vuestros sementales corren como el viento, mis amigos templarios. ¿Son caballos árabes, no es cierto?
—Tenéis buen ojo para los pura sangres, majestad —comentó Belami, con tacto—. Nuestras monturas fueron un apreciado presente del sultán sarraceno. Prestamos a su familia un pequeño servicio al rescatar a su hermana, Sitt-es-Sham, de la daga de un Asesino. Saladino es un gran hombre, majestad, digno de vuestro acero, y no olvida un favor ni perdona fácilmente una injuria. Es un hombre excepcional, majestad, y demuestra gran compasión para con sus enemigos. Pero, si éstos rompen la palabra de honor que le hayan dado, mata prestamente, sin piedad.
Los ojos del rey Ricardo centellearon.
—Me gusta ese hombre. Quizá, por los avatares de la guerra, lleguemos a conocernos.
—Me gustaría verlo, majestad —dijo Belami.
Volvieron al paso lento de sus monturas a Mategriffon, con Simon y Belami cabalgando al lado del rey inglés, que estaba ansioso de escuchar la historia completa de su encuentro con el jefe sarraceno.
La presteza con que habían elogiado a Saladino y su evidente sinceridad al hacerlo, impresionaron a Corazón de León más que todos los comentarios que había oído antes acerca del gran ayyubid sarraceno.
—¿Entonces ambos creéis que Saladino está dispuesto a parlamentar para firmar un tratado? —preguntó.
—Eso es lo que creo, y el servidor De Creçy tiene aún más motivos para corroborarlo.
—¿Cómo es eso?
El rey parecía sorprendido. Simon le explicó:
—Debido a las circunstancias, majestad, pude salvar al sultán de la daga de los Asesinos.
—Según me cuenta vuestro Gran Maestro en su carta, ambos habéis tenido numerosos encuentros con esos asesinos —comentó el monarca.