El templario (45 page)

Read El templario Online

Authors: Michael Bentine

Su cabeza volvió a asomar en la superficie, y Belami profirió un grito de alegría hondamente sentida, mientras él y Pierre le arrastraban hacia la galera.

—¡Aminorad la velocidad! —ordenó el rey Ricardo—. ¡Levantad los remos! Quiero a ese joven templario con vida y no ahogado.

Los remeros se desplomaron sobre los remos, tratando de recobrar el aliento, mientras hinchaban los pechos sudorosos. El esfuerzo máximo les había dejado exhaustos.

La velocidad del galeón aminoró inmediatamente. Simon ya no corría peligro de ahogarse.

El monarca inglés cogió la bocina del patrón de la nave, un cono de latón de boca ancha, y gritó las órdenes a los otros tres galeones que le seguían de cerca.

—¡Ya es nuestro! Gira en círculos sin poder enderezar el rumbo. ¡Al ataque! —ordenó el rey.

Los capitanes de las otras galeras agitaron los brazos para indicar que habían comprendido y, acelerando el ritmo de los remos, enfilaron en dirección a la nave enemiga, que giraba sin parar.

A toda velocidad, unos seis nudos, los espolones forrados de bronce de las tres galeras inglesas se hundieron en el grueso casco del carguero turco.

Nada podía resistir el ataque combinado con espolones, y el costado de estribor de la nave de carga se astilló bajo el golpe y se hundió hacia adentro.

El peso del carguero era tan enorme que el casco se llenó de agua en pocos minutos, a pesar de los esfuerzos de la tripulación turca por cerrar los fabulosos agujeros del costado.

Con furia incontrolable, los defensores de la ciudad dirigieron las catapultas hacia la flota inglesa, pero ésta se hallaba fuera de su alcance, y aunque las más poderosas lanzaban las gruesas piedras casi hasta la altura de los blancos ingleses, ninguna lograba alcanzar a las naves.

Ricardo contemplaba con expresión grave cómo el carguero tunco se hundía rápidamente en el agua. Su hundimiento completo se produciría en cuestión de minutos. Por fin, Simon fue izado a bordo. Apenas le restaban fuerzas para encaramarse a la borda, y el rey en persona ayudó a Belami y Pierre a levantar al corpulento templario por encima de la alta baranda de popa.

Simon se desplomó sobre la cubierta, boqueando y vomitando agua.

—¡Apartaos, majestad! —exclamó Belami, al tiempo que se arrodillaba a horcajadas sobre la espalda del normando medio ahogado. El veterano oprimió las costillas de Simon con rítmico movimiento de los brazos, apretando hacia abajo y aflojando la presión, alternativamente, para permitir que los pulmones de Simon desalojaran el agua que había tragado.

—¿Qué brujería es ésa? —inquirió el atónito monarca inglés.

—Es un ardid muy útil que me enseñó Simon, majestad. Él me salvó la vida cuando estuve a punto de ahogarme en el río Sena.

—Es un ardid que vale la pena conocerlo, servidor Belami. Tenéis que enseñárselo a mi tripulación —dijo Corazón de León.

—Con todo gusto, majestad —sonrió el veterano, mientras Simon vomitaba las últimas gotas del agua del Mediterráneo.

Pálido por el esfuerzo y temblando de frío, a pesar de la tibieza del mar, en seguida envolvieron a Simon con la capa del patrón de la nave.

El rey Ricardo se inclinó sobre él, al tiempo que le cogía las manos.

—Ésa fue la hazaña más impresionante que haya visto nunca, mi joven templario. ¡No la olvidaré jamás! —dijo.

El gigante inglés decía lo que sentía. Ricardo Corazón de León no era un jactancioso, y nunca olvidaba un favor ni dejaba de recompensar una valerosa gesta.

Pierre guiñó el ojo a Belami, que en seguida asintió con la cabeza con expresión de haber comprendido.

Pudieron haber perdido a Simon, pero ambos tenían la sensación de que su esfuerzo supremo para trabar el timón de la nave turca había valido la pena.

Robert de Sablé había tenido bajo sus órdenes a los galeotes ingleses a bordo de la galera, y ahora pudo reunirse con el rey y los templarios en la cubierta de popa.

El monarca le contó la hazaña de Simon, y el Gran Maestro sumó sus felicitaciones a las de los admirados caballeros que se habían congregado en torno al joven héroe.

Para Simon de Creçy, aquél iba a ser un día de suerte.

Mientras la luz diurna se desvanecía rápidamente por poniente, la flota inglesa llegaba frente a Tierra Santa. Corazón de León no tenía intención de tratar de entrar en la bahía de Acre antes de las primeras luces del amanecer.

A bordo de las naves inglesas, las respectivas tripulaciones, y otro culto ritual caballeresco, iba adquiriendo rápidamente existencia en especial los remeros, dormían como si estuvieran muertos, exhaustos a causa de la prolongada persecución y el combate contra el carguero turco.

Su valiosa carga de pertrechos y máquinas de sitio yacía en el fondo del Mediterráneo, casi a un tiro de arco de las murallas de Acre.

El efecto de contemplar cómo la nave salvadora, con los refuerzos que tanto necesitaban y las vitales provisiones, se hundía tan cerca de su destino, fue desmoralizador para los aguerridos defensores de Acre.

Con las primeras luces, otro golpe funesto fue descargado sobre ellos. La flota inglesa, con sesenta naves y llevando a diez mil cruzados ansiosos, entró en la bahía y echó anclas, apenas fuera del alcance de las catapultas de la guarnición.

—¡Por fin! —exclamó el rey Ricardo, y se hincó de rodillas para dar gracias a Dios por su feliz llegada a Tierra Santa.

—Bendice ésta nuestra tercera Cruzada, oh, Señor, y recibe nuestro humilde agradecimiento por habernos librado de las tormentas marinas y la traición de los hombres.

«Como prenda de nuestra fe y gratitud, acepta el hundimiento de esta nave de paganos y de toda su carga de material de guerra contra esta tu Santa Cruzada, como un pequeño sacrificio a tu gloria. Non nobis Domine, sed in tui nomine debe gloriam.

Simon se sorprendió al oír cómo Corazón de León usaba la invocación de los templarios para concluir su plegaria de acción de gracias.

Belami, en cambio, conocía perfectamente la íntima alianza del rey Ricardo con los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Jerusalén.

El Culto de los Trovadores y los Magos Templarios de la Cruz tenían intereses comunes. Ambas organizaciones se dedicaban a influir sobre el futuro mediante la fuerza de voluntad de sus grupos.

La Orden Militar llevaba a cabo su propio plan maestro, bajo la capa de su dedicación a las Cruzadas, con el fin de reconquistar Tierra Santa y la Vera Cruz. El rey Ricardo y los trovadores se valían de la capa de su reputación como poetas cantores de la historia romántica para cubrir su carácter mágico auténtico. Y en Europa, los Minnensingers, con intenciones similares.

En el caso de Ricardo Corazón de León, la iniciación a la magia la había recibido por conducto de su madre, la reina Eleanor, cuyos métodos de manipulación de la energía se hallaban profundamente enraizados en una religión mucho más antigua que el cristianismo. Eleanor, que había jugado un papel instrumental en los inicios de la fundación del ritual de la Orden de la Jarretera, por Enrique Plantagenet, ejerció una enorme influencia en su época, y aun en su actual edad avanzada había elegido a la esposa de su hijo, la princesa Berengaria, y la había llevado personalmente a Sicilia para asegurarse de que se produjera aquella importante unión.

La reina Berengaria, cuya serena belleza enmascaraba estoicamente las dificultades del matrimonio con el impulsivo Ricardo Plantagenet, no era sólo la herramienta de una alianza política. Por méritos propios era una sabia practicante de la antigua Magia de la Tierra. Asimismo seguía la verdadera senda de la bendita Virgen en su aspecto de la Gran Isis, la Madre-Tierra, al igual como su mentora, Eleanor.

Años más tarde, la reina Berengaria dedicaría su vida, después de la muerte de su esposo, a la fundación de varias órdenes de las vírgenes Vestales, bajo la guisa de ser severas hermanas de conventos dedicados a la contemplación. Sobre todo, entendía el poder de la voluntad humana cuando se expresa por medio de oraciones en grupo. Las vírgenes Vestales de Isis, o Astarté, y las Esposas de Cristo eran una y la misma cosa para la reina Berengaria, Suma Sacerdotisa de la antigua religión. Para ella, la Madre-Tierra, con cualquier otro nombre, era aún la misma fuerza primaria en la Magia de la Tierra de nuestro mundo.

Belami, a raíz de su fiel servicio a las órdenes de Odó de Saint Amand, Gran Maestro de los templarios, y su larga experiencia en Tierra Santa, había adquirido más que un conocimiento superficial de lo que ocurría en el más estricto secreto dentro de las casas capitulares de la Orden.

Algo de lo que Simon estaba asimilando a través de un sendero del gnosticismo, Belami lo había llegado a comprender a lo largo de sus años de experiencia entre los gnósticos. El veterano poseía el conocimiento de un iniciado.

Ahora, por fin, Ricardo de Inglaterra ponía los pies en Tierra Santa, para ser saludado por hordas alborotadas que salían a darle la bienvenida del campamento de los sitiadores.

Todo eso debió de provocar terror y desaliento en el corazón de los sitiados, mientras contemplaban con impotencia las escenas de triunfo que se desarrollaban debajo de ellos, tan cerca, y sin embargo muy lejos del alcance de sus armas más potentes.

El rey Felipe de Francia y el duque Luis de Turingia acompañaban al rey Guy de Lusignan, cada uno compitiendo con el otro para dar la bienvenida a Corazón de León a Tierra Santa.

Pero en medio del regocijo, se confirmó una horrible noticia. El emperador Federico I, Barbarossa, había muerto, ahogado en las rápidas aguas del helado río Calycadnus, cerca del puerto armenio de Seleucia. Había conducido su enorme ejército desde Alemania, sólo para perder la vida por el camino hacia la carretera de la costa del Asia Menor.

Aparte del golpe que significó para la moral de los cristianos, la pérdida del liderazgo del gran Barba Roja había dispersado el ejército. Tres cuartas partes de sus cruzados interpretaron su muerte, a la edad de 73 años, como un mal augurio y regresaron a sus hogares. Otros siguieron luchando a pesar de todo, pero sin la férrea resolución con que habían emprendido el combate. Sólo un remanente de los doscientos mil cruzados iniciales de Barbarossa llegó a Tierra Santa.

Traían con ellos el cadáver del emperador, en un barril de vinagre, pero la mezcla embalsamadora no era suficientemente fuerte como para resistir el calor de Tierra Santa, y los restos reales tuvieron que ser enterrados rápidamente en la catedral de Antioquía.

Ésa fue la noticia desalentadora con que fueron recibidos los cruzados en Acre. De hecho, el rey Ricardo había oído rumores sobre la muerte del emperador germano en Chipre, pero los había desechado como falsos. Se dio cuenta de que la tercera Cruzada se encontraba ahora en desigualdad de condiciones con las fuerzas sarracenas de Saladino.

La presencia del gran Barbarossa y su enorme ejército habría inclinado la balanza hacia un instantáneo tratado de paz.

—Ahora tendremos que luchar más arduamente que nunca —resumió Belami con su habitual capacidad perceptiva.

Tan pronto como el rey Ricardo hubo desembarcado y supervisado la descarga de los vitales pertrechos y provisiones, convocó a un consejo de guerra con los demás jefes. Todos ellos convinieron en la necesidad de unificar el alto mando de la tercera Cruzada, con excepción de Conrad de Montferrat, que brillaba por su ausencia.

Corazón de León estuvo acertado al escuchar a Robert de Sablé que, como Gran Maestro de los templarios, parecía el más confiable miembro de la misión del rey Guy de Lusignan a Chipre. De Sablé no había pintado una imagen de color de rosa del escenario político en Tierra Santa y había sabido esquematizar astutamente la personalidad de De Montferrat.

—Arrogante, terco e intrigante, ese aventurero es un hombre inescrupuloso; su forma de llevar el divorcio de los De Toron fue escandalosa. Literalmente, obligó a la reina Isabella a abandonar a su esposo, a quien ella amaba tiernamente, para que aceptara su propia mano en un casamiento forzoso. Si juega de tal manera con la ética cristiana, no se detendrá ante nada para conquistar Tierra Santa para él mismo. Os aseguro, majestad, que Conrad de Montferrat se ha embarcado en una cruzada personal para reinar en ultramar, y no le importa a quién tenga que destruir con tal de realizar sus fines. Es un hombre muy peligroso, majestad. No es sólo un peligro para vuestra majestad, como supremo comandante indiscutible, con toda vuestra experiencia en las lides guerreras, sino que constituye también una amenaza para la tercera Cruzada misma. Quiera la Santa Virgen intervenir en este asunto y detener a Conrad de Montferrat con su propia mano.

Las palabras del Gran Maestro estaban destinadas a ser extrañamente proféticas.

Mientras tanto, Ricardo Corazón de León se dirigió a los cruzados reunidos. Sus palabras fueron simples y directas.

—Majestades y nobles señores, he venido aquí con una sola idea. Reconquistar Tierra Santa y recuperar la Vera Cruz. Seré franco. —Se produjo un movimiento nervioso entre el grupo de nobles— Ha habido demasiadas guerras intestinas entre diversas facciones en los años recientes en Outremer y Outrejourdain, que han conducido casi a la pérdida de Tierra Santa. Sólo por la providencia de nuestra Virgen bendita aún conserváis las tierras que están bajo vuestro dominio en ultramar.

El hombre a quien enfrentamos es un adversario digno de nuestro acero. El sultán Saladino es un musulmán tan devoto como nosotros somos devotos cristianos. Sólo podrá ser derrotado por cruzados que estén tan unidos y decididos como lo están los sarracenos mismos.

«Por lo tanto, a menos que cada miembro de esta Cruzada, noble o plebeyo, esté resuelto a reconquistar Tierra Santa y la Vera Cruz, fracasaremos. ¿Estáis de acuerdo?

Entre varios gritos y exclamaciones de asentimiento, algunos entusiastas y otros renuentes, Ricardo había logrado su primer tanto: la unidad de propósitos.

—En cuanto al mando —continuó—, yo soy el de más experiencia entre vosotros respecto de las técnicas modernas de la guerra...

Calló, para ver el efecto de sus palabras. Un murmullo saludó su afirmación, que en realidad era cierta, puesto que Corazón de León había ganado la mayoría de las batallas que comprendían también asedios en toda Europa.

—Por consiguiente, me postulo como candidato para llevar a cabo la tercera Cruzada —siguió, haciendo que cada palabra contara por su propio peso—. Eso significa que asumiré toda la responsabilidad por su éxito... o su fracaso.

Other books

A Breach of Promise by Anne Perry
Ghosts & Echoes by Benedict, Lyn
Raven Brings the Light by Roy Henry Vickers, Robert Budd
Mask Market by Andrew Vachss
Unforgettable - eARC by Eric James Stone