Authors: Ken Follett
Rieron a coro. Steve tomo nota mental de abstenerse en el futuro de intentar enmendar la plana a los polis. Era un defecto suyo: también se había ganado la enemistad de los profesores tratando de dárselas de listo. A nadie le cae bien un sabelotodo.
El agente llamado Spike era un tipo menudo, enjuto y fuerte, de pelo gris y bigotito. Adoptaba un aire desenfadado, pero la expresión de sus ojos era fría. Abrió una puerta de acero.
—¿Vas a pasar a las celdas, Mish? —preguntó—. Si es así, debo pedirte que nos dejes examinar tu arma.
—No voy a entrar, de momento he acabado con él —repuso la sargento—. Más tarde tendrá una rueda de reconocimiento.
Dio media vuelta y se fue.
—Por aquí, muchacho —indicó a Steve el carcelero.
Steve cruzó la puerta.
Estaba en el bloque de celdas. El piso y las paredes tenían el mismo color sucio. Steve calculaba que el ascensor se detuvo en la segunda planta, pero no había ventanas, y tuvo la impresión de encontrarse en una cueva subterránea profunda y que le costaría una eternidad ascender de nuevo a la superficie.
En una pequeña antesala había un escritorio y una cámara fotográfica en un soporte. Spike cogió un impreso de un casillero. Steve lo leyó al revés y vio que su encabezamiento rezaba:
El hombre quitó el capuchón a un bolígrafo y empezó a rellenar el impreso.
Cuando hubo terminado, señaló un punto en el suelo y dijo:
—Ponte ahí.
Steve se colocó frente a la cámara. Spike pulso un botón produjo un destello.
—Vuélvete y colócate de perfil.
Otro destello del flash.
Acto seguido, Spike tomó una tarjeta cuadriculada impresa en tinta rosa y con el membrete:
Spike entintó los dedos de Steve en un tampón y los oprimió sobre las cuadriculas de la tarjeta marcadas: 1. PULGAR DERECHO, 2. ÍNDICE DERECHO, y así sucesivamente. Steve observó que, aunque era bajito, Spike tenía unas manazas enormes, de venas prominentes. Al tiempo que cumplía su tarea, Spike dijo en tono de conversación normal:
—Tenemos un nuevo Servicio Central de Ficheros sobre la cárcel municipal, en la avenida Greenmount, y allí disponen de una computadora que toma las huellas dactilares sin tinta. Es como una fotocopiadora gigante: no tienes más que apretar la mano contra el cristal. Pero aquí seguimos haciéndolo a la antigua usanza.
Steve se dio cuenta de que empezaba a sentirse avergonzado, a pesar de que no había cometido ningún delito. Se debía en parte a aquel entorno siniestro, pero sobre todo a la sensación de impotencia. Desde que los agentes saltaron fuera del coche patrulla, delante de la casa de Jeannie, había ido de un lado para otro como un trozo de carne, sin ningún control sobre su propia persona. Eso rebajaba velozmente la autoestima de un hombre hasta ponerla a la altura del barro.
Después de tomarle las huellas dactilares le permitieron lavarse las manos.
—Permíteme que te muestre tu suite —dijo Spike jovialmente.
Condujo a Steve por un pasillo con celdas a derecha e izquierda. Cada celda era un tosco cubículo. En el lado que daba al pasillo no había pared, sólo barrotes, por lo que hasta el último centímetro cuadrado de la celda era visible desde el exterior. A través de los barrotes, Steve observó que cada uno de aquellos calabozos tenía una litera metálica fijada a la pared, así como un lavabo y una taza de retrete de acero inoxidable. Las paredes y las literas eran de color naranja oscuro y estaban cubiertas de pintadas. Las tazas de los retretes carecían de tapadera. En tres o cuatro celdas vio hombres tendidos apáticamente en las literas, pero la mayoría de éstas se encontraban libres.
—Es lunes, es un día tranquilo aquí, en el Holiday Inn de la calle Lafayete —bromeó Spike.
Steve no se hubiera reído ni aunque le fuese la vida en ello.
Spike se detuvo delante de una celda vacía. Steve echó un vistazo al interior mientras el celador abría la puerta. Ni tanto así de intimidad. Comprendió que si tenía que usar el retrete no iba a quedarle más remedio que hacerlo a la vista de todo el que, hombre o mujer, pasara en aquel momento por el corredor. De un modo u otro, aquello era más humillante que cualquier otra cosa.
Spike abrió una puerta en el enrejado e hizo pasar a Steve a la celda. La puerta se cerró de golpe y Spike echó la llave.
Steve se sentó en la litera —Dios Todopoderoso, qué lugar —exclamó.
—Te acostumbrarás a él— dijo Spike alentadoramente, y se retiró.
Al cabo de un minuto volvía cargado con un envase de polietileno.
—Me queda una cena —ofreció—, pollo frito. ¿Quieres un poco?
Steve miró el paquete, luego dirigió la vista hacia el retrete y denegó con la cabeza.
—De todas formas, muchas gracias. Pero me parece que no tengo apetito.
Berrington pidió champán.
Después de la jornada de prueba que había vivido, a Jeannie le hubiese gustado más un trago de Stolichnaya con hielo, pero beber licor fuerte no era el mejor sistema para impresionar al jefe, de modo que se guardó para sí aquel deseo.
Champán significaba devaneo romántico. En las ocasiones anteriores en que alternaron socialmente, Berrington se había mostrado más encantador que conquistador. ¿Acaso iba ahora a insinuársele? Tal idea hizo que Jeannie se sintiera incómoda. No había conocido un solo hombre que se tomase por las buenas unas calabazas. Y aquel hombre era su jefe.
Jeannie tampoco le habló de Steve. Estuvo a punto de hacerlo varias veces en el transcurso de la cena, pero algo la contuvo. Si, contra todas sus expectativas, resultaba que, al final, Steve era un delincuente, su teoría iba a empezar a tambalearse. Pero no le gustaba adelantar malas noticias. Antes de que eso quedara demostrado, ella no tenía por qué dudar. Aparte de que albergaba la absoluta certeza de que al final iba a quedar claro que la detención de Steve fue un espantoso error.
Había hablado con Lisa.
—¡Han arrestado a Brad Pitt! —le dijo.
A Lisa le horrorizó pensar que aquel hombre había pasado toda la jornada en la Loquería, su lugar de trabajo, y que Jeannie estuvo a punto de llevarlo a su casa. Jeannie le había explicado que estaba segura de que Steve no era el agresor. Después comprendió que probablemente se equivocó al hacer aquella llamada; podía interpretarse como interferencia con una testigo. No es que cambiase mucho las cosas. Lisa examinaría una hilera de hombres blancos jóvenes y reconocería o no reconocería al individuo que la había violado. No se trataba de la clase de asunto en el que Lisa pudiera cometer una equivocación así como así.
Jeannie también habló con su madre. Patty había ido a verla, con sus tres hijos, y mamá se animó mucho al contarle la forma en que los niños corretearon por los pasillos de la residencia. Afortunadamente, parecía no acordarse ya de que había ingresado en Bella Vista sólo el día anterior. Hablaba como si llevase varios años en el hogar para ancianos y reprochó a Jeannie el que no la visitara más a menudo. Después de la conversación, ésta se sintió un poco mejor en lo que se refería a su madre.
—¿Qué tal la lubina? —Con su pregunta, Berrington interrumpió el hilo de los pensamientos de Jeannie.
—Deliciosa. Finísima.
El hombre se alisó las cejas con la yema del índice de la mano derecha. Por alguna razón el gesto le pareció a Jeannie algo así como una felicitación que Berrington se dedicaba a sí mismo.
—Ahora voy a hacerte una pregunta a la que debes responder sinceramente.
Berrington sonrió, para que ella no le tomara demasiado en serio.
—Conforme.
—¿Quieres postre?
—Sí. ¿Crees que soy la clase de mujer capaz de fingir en una cuestión como esa?
El sacudió negativamente la cabeza.
—Supongo que no hay mucho de que fingir.
—Es probable que no lo suficiente. A mí me han acusado de poco diplomática.
—¿Es tu peor defecto?
—Seguramente me iría mejor si pensara un poco las cosas. ¿Cuál es tu peor defecto?
Berrington contesto sin vacilar.
—Enamorarme.
—¿Eso es un defecto?
—Si uno lo hace con demasiada frecuencia, sí.
—O si se enamora de más de una persona al mismo tiempo, supongo.
—Tal vez debería escribir a Lorraine Logan y pedirle consejo.
Jeannie se echo a reír, pero no deseaba que la conversación derivase hacia Steven.
—¿Cuál es tu pintor favorito? —Cambió de tema.
—A ver si lo adivinas.
Berrington era un patriota, así que se figuró que también debería ser un sentimental.
—¿Norman Rockwell?
—¡Por Dios, no! —Pareció sinceramente horrorizado—. ¡Un vulgar ilustrador! No, si pudiera permitirme el lujo de coleccionar pintura, compraría impresionistas norteamericanos. Paisajes invernales de John Henry Twachtman. Me encantaría poseer El puente blanco. ¿Qué me dices de ti?
—Ahora te toca a ti adivinarlo.
Berrington reflexionó unos segundos.
—Joan Miró.
—¿Por qué?
—Imagino que te gustan los fogonazos de colores vivos.
Jeannie asintió.
—Muy perspicaz. Pero no del todo certero. Miró es demasiado turbulento. Prefiero a Mondrian.
—Ah, sí, claro. Las líneas rectas.
—Exactamente. Eres bueno en esto.
Berrington se encogió de hombros y Jeannie comprendió que probablemente jugaría a las adivinanzas con muchas mujeres.
La muchacha hundió la cucharilla en el sorbete de mango. Decididamente aquel no era asunto de una simple cena. Pronto tendría que adoptar una decisión firme acerca de cómo iba a ser y a desarrollarse su relación con Berrington.
Hacía año y medio que no besaba a un hombre. Desde que Will Temple se alejó de ella, ni siquiera había salido con nadie hasta aquella noche. No estaba enamorada de Will: había dejado de quererle. Pero Jeannie era cautelosa.
Sin embargo, como continuara viviendo como una monja acabaría volviéndose loca. Echaba de menos tener en la cama con ella a alguien velludo; echaba de menos los olores masculinos —el de la grasa de bicicleta, el de las sudadas camisetas de fútbol y el del whisky— y sobre todo echaba de menos el sexo. Cuando las feministas radicales decían que el pene era el enemigo, Jeannie deseaba responder: «Habla por ti, hermana».
Alzó la mirada hacia Berrington, que comía con delicados ademanes manzanas caramelizadas. Le gustaba aquel sujeto, a pesar de sus nauseabundas ideas políticas. Era listo —los hombres de la doctora Ferrami tenían que ser inteligentes— y tenía modales de triunfador. Le respetaba por sus trabajos científicos. Era esbelto y bien parecido, probablemente también sería un amante experto y hábil, y poseía unos bonitos ojos azules.
A pesar de todo, era demasiado viejo. A ella le gustaban los hombres maduros, pero no tan maduros.
¿Cómo podía rechazarlo sin tirar por la borda su propio futuro profesional? Quizás el mejor procedimiento consistiera en simular que interpretaba sus atenciones como algo paternal y bondadoso. Eso tal vez le permitiera evitar la desagradable medida de rechazarlo lisa y llanamente.
Jeannie tomo un sorbo de champán. El camarero aguardaba para volver a llenarle la copa y ella no estaba muy segura acerca de cuánto había bebido ya, pero se sentía alegre y no tenia que conducir.
Pidieron café. Jeannie, un express doble para que la serenase un poco. Cuando Berrington hubo pagado la cuenta, tomaron el ascensor hacia el aparcamiento y subieron al plateado Lincoln Town Car de Berrington.
Berrington condujo el vehículo a lo largo de la línea del puerto y luego desemboco en la autopista de Jones Falls.
—Ahí está la cárcel municipal —indicó el edificio, semejante a una fortaleza, que ocupaba una manzana de la ciudad—. La escoria de la Tierra está ahí.
Jeannie pensó que era posible que Steve se encontrase dentro.
¿Cómo podía habérsele ocurrido la posibilidad de acostarse con Berrington? No sentía el menor asomo de afecto por él. Le avergonzó haber jugueteado siquiera con la idea. Cuando el hombre detuvo el coche junto al bordillo, delante de la casa, Jeannie dijo en tono firme y decidido:
—Bueno, Berry, gracias por esta encantadora velada.
¿Le estrecharía la mano, pensó la muchacha, o intentaría besarla? En este último caso, ella le ofrecería la mejilla.
Pero Berrington no hizo ni una cosa ni otra.
—Tengo el teléfono de casa estropeado y necesito hacer una llamada antes de irme a la cama —dijo—. ¿Puedo utilizar el tuyo?
Difícilmente podía ella decir: «Rayos, no, haz un alto en el primer teléfono público que encuentres por el camino». Parecía que no iba a tener más remedio que afrontar algo más que la insinuación.
—Claro —dijo, tras contener un suspiro—. Sube.
Se preguntó si podría evitar ofrecerle un café.
Se apeó de un salto del coche y cruzó el pórtico en primer lugar. La puerta de la fachada se abría a un pequeño vestíbulo con otras dos puertas. Una era la del piso de la planta baja, habitado por el señor Oliver, un estibador jubilado. La otra, la de Jeannie, daba a una escalera que conducía al apartamento del primer piso.
Jeannie frunció el entrecejo, desconcertada. Su puerta estaba abierta.
La franqueó y encabezó la marcha escaleras arriba. Había luz en el piso. Curioso: antes de marcharse había apagado la luz. La escalera llevaba directamente a la sala de estar. Entró en el cuarto y soltó un grito.
Él estaba de pie ante el frigorífico, con una botella de vodka en la mano. Iba sin afeitar, desaliñado y parecía un poco bebido.
Detrás de Jeannie, Berrington preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Necesitarías un sistema de seguridad más eficaz, Jeannie —comentó el intruso—. No me costó ni diez segundos dar con el truco de tu cerradura.
—¿Quién diablos es? —preguntó Berrington.
Jeannie dijo en tono sobresaltado:
—¿Cuándo saliste de la cárcel, papá?
El cuarto de reconocimiento y la sección de celdas estaban en la misma planta.
En la antesala había otros seis hombres de aproximadamente la misma edad y constitución física que Steve. Evitaron su mirada y se abstuvieron de dirigirle la palabra. Le trataban como si fuese un criminal. Quiso decirles: «Eh, chicos, estoy en el mismo bando que vosotros, no soy ningún violador, soy inocente».