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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (14 page)

A Jeannie le preocupaba tener un misterio entre manos. En todos los demás aspectos, Steven Logan representaba un triunfo para ella. Era un ciudadano respetuoso con la ley y con un hermano gemelo univitelino que era un criminal violento. Steve acreditaba su programa informático de búsqueda y confirmaba su teoría de la criminalidad. Naturalmente, necesitaría otro centenar de pares de gemelos como Steven y Dennis antes de poder hablar de pruebas. Con todo, su programa de búsqueda no podía haber tenido mejor principio.

Iba a ver a Dennis al día siguiente. Si resultaba ser un enano de pelo oscuro, Jeannie comprendería que algo se había torcido de mala manera. Pero si estaba en el buen camino, Dennis sería el doble exacto de Steven Logan.

Le había dejado temblando la revelación de que Steve Logan ignoraba por completo que pudiese ser un hijo adoptivo. A ella no le quedaba más remedio que idear algún procedimiento para tratar ese fenómeno. En el futuro, antes de abordar a los gemelos podría entrar en contacto con los padres y comprobar qué y cuánto les contaron a los chicos. Eso retrasaría su trabajo, pero era obligado hacerlo: ella no era quién para revelar secretos de familia.

El problema tenía solución, pero Jeannie no lograba desprenderse de la sensación de zozobra que le ocasionaron las preguntas escépticas de Berrington y la incredulidad de Steven Logan; y empezó a pensar, cargada de ansiedad, en la etapa siguiente de su proyecto. Confiaba en poder utilizar su programa para analizar los archivos de huellas digitales del FBI.

Constituía la fuente perfecta para ella. Más de veintidós millones de personas sospechosas o convictas de crímenes figuraban en tales archivos. Si su programa resultaba, los registros deberían proporcionarle cientos de gemelos, incluidas numerosas parejas cuyos miembros se criaron separadamente. Podría ser un gran salto cuantitativo hacia delante en su investigación. Pero antes debía obtener el permiso del Departamento.

Su mejor amiga en la escuela había sido Ghita Sumra, un genio para las matemáticas, descendiente de indios asiáticos, que ahora desempeñaba un alto puesto directivo en el departamento de información tecnológica del FBI. Trabajaba en Washington, pero vivía en Baltimore. Ghita ya había accedido en principio a pedir a sus patronos que prestasen a Jeannie la colaboración que pudieran. Prometió informar de la decisión a finales de aquella semana, pero Jeannie deseaba apremiarla un poco. Marcó su número de teléfono.

Aunque Ghita había nacido en Washington, su voz conservaba un leve acento del subcontinente indio en la suavidad del tono y la rotundidad precisa de sus vocales.

—¡Hola, Jeannie! ¿Qué tal tu fin de semana? —se interesó.

—Atroz —respondió Jeannie—. A mi madre le fallaron por fin las neuronas y la tuve que ingresar en una residencia.

—No sabes cómo lo siento. ¿qué hizo?

—Se olvidó de que estaba en plena noche, se levantó, no se acordó de vestirse, salió a comprar un cartón de leche y se olvidó de dónde vivía.

—¿Qué ocurrió?

—La encontró la policía. Por suerte llevaba en el bolso un cheque mío y consiguieron localizarme.

—¿Cómo lo ves?

Una pregunta femenina. Los hombres —Jack Budgen, Berrington Jones— le hubieran preguntado qué iba a hacer. Era preciso ser mujer para preguntar cómo lo veía.

—Mal —respondió Jeannie—. Si he de cuidar de mi madre, ¿quién va a cuidar de mí?

—¿En qué clase de residencia está?

—Barata. Es todo lo que cubre su seguro. Tengo que sacarla de allí en cuanto encuentre el dinero que me hace falta para pagarle algo mejor. —Percibió el silencio preñado de aprensión que se produjo en el otro extremo de la línea y comprendió que Ghita estaba pensando que aquellas palabras eran el preámbulo de un sablazo. Se apresuró a añadir—: Voy a dar algunas clases particulares los fines de semana. ¿Hablaste ya a tu jefe de mi propuesta?

—Desde luego.

Jeannie contuvo la respiración.

—Aquí todo el mundo se ha interesado en tu programa —dijo Ghita.

Eso no era ni sí ni no.

—¿No tenéis sistemas de exploración informática?

—Sí, pero tu aparato investigador es mucho más rápido que cualquiera de los que tenemos. Están hablando de comprarte los derechos del programa.

—Fantástico. Quizá no necesite dar clases particulares los fines de semana, después de todo.

Ghita dejó oír su risa.

—Antes de que descorches la botella de champán, hay que asegurarse de que el programa realmente funciona.

—¿Cuánto vamos a tener que esperar?

—Lo probaremos de noche, porque el uso normal de la base de datos tiene entonces el mínimo de interferencias. Tendré que esperar a una noche tranquila. Dentro de una semana, dos a lo sumo.

—¿No podría ser antes?

—¿Tanta prisa corre?

Si, corría tanta prisa, pero Jeannie no estaba nada dispuesta a confiar a Ghita sus preocupaciones.

—Sólo estoy impaciente —se evadió.

—Lo conseguiré lo antes posible, no te inquietes. ¿Puedes transferirme el programa por módem?

—Claro. Pero ¿no crees que debería estar allí para pasarlo?

—No, no lo creo —la voz de Ghita incluía una sonrisa.

—Naturalmente, tú entiendes mucho más que yo de esa clase de material.

—Lo enviamos desde aquí. —Ghita leyó la dirección del correo electrónico y Jeannie la anotó—. Te mandaré los resultados por el mismo sistema.

—Gracias. Oye, Ghita...

—¿Qué?

—¿Me va a hacer falta un refugio fiscal?

—Fuera de aquí.

Ghita soltó una carcajada y colgó.

Jeannie oprimió el pulsador del ratón sobre América Online y accedió a Internet. Mientras transfería su programa al FBI sonó una llamada en la puerta y entró Steven Logan.

La muchacha le lanzó una mirada valorativa. Le había dado unas noticias inquietantes y el rostro de Steve las acusaba; pero era joven y resistente, de modo que el golpe no le había derribado. Era psicológicamente muy estable. De haber pertenecido al tipo criminal —como presumiblemente lo era su hermano, Dennis— a esas alturas ya habría provocado una pelea con alguien.

—¿qué tal te fue? —le preguntó.

Steve cerró la puerta a su espalda, con el talón.

—Asunto concluido —dijo—. Me he sometido a todas las pruebas, he completado todos los exámenes y he rellenado todos los cuestionarios que el ingenio de la raza humana ha sido capaz de imaginar.

—Entonces eres libre de volver a casa.

—Pensaba quedarme en Baltimore esta noche. La verdad es que me preguntaba si te importaría cenar conmigo.

Jeannie estaba desprevenida.

—¿Con qué objeto? —preguntó, con brusca descortesía.

La pregunta le desconcertó.

—Bueno, pues... porque..., no me cabe duda de que me gustaría conocer más cosas acerca de tu investigación.

—¡Ah! Bien, por desgracia, ya tengo un compromiso para cenar.

Steve pareció muy decepcionado.

—¿Crees que soy demasiado joven?

—¿Demasiado joven para qué?

—Para salir contigo.

Eso la sorprendió.

—No sabía que me estabas pidiendo una cita —confesó.

Steve pareció sentirse violento.

—Pareces lenta de reflejos.

—Lo siento.

Era lenta. Lo había conocido ayer, en las pistas de tenis. Pero se había pasado el día pensando en Steve sólo como sujeto de su estudio. Sin embargo, ahora que lo meditaba más a fondo, efectivamente era demasiado joven para salir con ella. Tenía veintidós años, un estudiante; ella era siete años mayor que él, una diferencia enorme.

—¿Cuántos años tiene el hombre con el que vas a salir?

—Cincuenta y nueve o sesenta, algo así.

—Formidable. Te gustan los viejos.

A Jeannie le entraron ganas de mandarlo a paseo. Pero pensó que, después de todo lo que le había hecho pasar, le debía alguna compensación. El ordenador produjo un timbrazo para informarle de que había concluido la transferencia del programa.

—Estoy aquí todo el día —dijo—. ¿Te gustaría tomar una copa conmigo en el Club de la Facultad?

Steve se animó automáticamente.

—De mil amores, me encantaría. ¿Voy vestido adecuadamente?

Llevaba pantalones caqui y camisa azul de hilo.

—Mucho mejor que la mayoría de los profesores que suelen frecuentarlo —sonrió Jeannie. Salió del programa y apagó el ordenador.

—He llamado a mi madre —explicó Steven—. Le he contado tu teoría.

—¿Se enfadó?

—Se echó a reír. Dijo que ni yo era adoptado ni tenía ningún hermano gemelo que hubiesen dado en adopción.

—Qué extraño.

Para Jeannie no dejaba de ser un alivio que la familia Logan se lo tomase con tanta calma. Por otra parte, el escepticismo que anidaba en el fondo de su mente aportó la alarmante sugerencia de que, al fin y al cabo, quizá Steven y Dennis no fuesen gemelos.

—¿Sabes?... —Jeannie vaciló. Ya le había dicho bastantes cosas inesperadas para un día. Pero se lanzó—: Hay otro modo posible de que Dennis y tú seáis gemelos.

—Sé lo que estás pensando —dijo Steve—. Cambio de recién nacidos en el hospital.

Captaba las cosas rápido. Por la mañana había observado en más de una ocasión lo deprisa que sacaba conclusiones.

—Exacto —confirmó—. La madre número uno da a luz gemelos idénticos, las madres números dos y tres alumbran un varón cada una. Los dos gemelos se entregan a las madres dos y tres, mientras sus hijos pasan a la madre número uno. Cuando los niños crecen, la madre número uno colige que ha tenido gemelos fraternos que se parecen extraordinariamente poco.

—Y si las madres dos y tres no llegan a conocerse, nadie se percata nunca del asombroso parecido de los niños dos y tres.

—Es el viejo argumento de los autores de folletín —reconoció Jeannie—. Pero no es imposible.

—¿Hay algún libro sobre este tema de los gemelos? Me gustaría saber algo más acerca del asunto.

—Sí, aquí tengo uno... —Repasó la librería—. No, está en casa.

—¿Dónde vives?

—Ahí al lado.

—Puedes invitarme a esa copa en tu casa.

La muchacha titubeó. Se dijo que aquel era el gemelo normal, no el psicópata.

—Desde hoy, sabes mucho de mí —comento Steve—. Y siento curiosidad por tu persona. Me gustaría ver como vives.

Jeannie se encogió de hombros.

—Claro, ¿por qué no? Vamos.

Eran las cinco de la tarde y el día empezaba a refrescar cuando salieron de la Loquería. Steve emitió un silbido al ver el Mercedes rojo.

—¡Vaya coche guapo!

—Hace ocho años que lo tengo —dijo Jeannie—. Lo adoro.

—El mío está en el aparcamiento. Me situaré detrás de ti y daré un toque con los faros para avisarte.

Se alejó. Jeannie subió al Mercedes y encendió el motor. Al cabo de unos minutos vio reflejarse en el retrovisor el centelleo de los faros de Steve. Salió del aparcamiento, rumbo a la carretera. Cuando abandonaba el campus observó que un coche patrulla de la policía se colocaba en la estela del coche de Steve. Echó una ojeada al cuenta kilómetros y redujo la velocidad a menos de cincuenta por hora.

Parecía que Steven Logan se estaba encaprichando de ella. Aunque Jeannie no correspondiese a tal sentimiento, no dejaba de complacerla. Era halagador haberse ganado el corazón de un jovencito macizo y guaperas.

Durante todo el trayecto hasta el domicilio de Jeannie, Steve se mantuvo pegado a su cola. Ella detuvo el coche delante de la casa y el aparcó inmediatamente detrás.

Como en muchas calles de Baltimore, había una hilera de pórticos, un porche comunal que se prolongaba a lo largo de todas las casas, donde los vecinos se sentaban a tomar el fresco en los días anteriores al aire acondicionado. Jeannie cruzó el pórtico, se detuvo ante la puerta y empezó a buscar las llaves.

Dos agentes salieron del coche patrulla como si los expulsara un estallido; empuñaban sus armas de reglamento. Adoptaron posiciones de disparo, extendidos rígidamente los brazos, con los revólveres apuntando a Jeannie y Steve.

A la mujer le dio un vuelco el corazón.

—¡Joder!... —exclamó Steve.

—¡Policía! —chilló a voz en cuello uno de los hombres—. ¡Quietos!

Jeannie y Steve levantaron los brazos.

Pero los policías no se relajaron.

—¡Al suelo, hijo de puta! —chilló uno de ellos—. ¡Boca abajo, las manos a la espalda!

Jeannie y Steve se tendieron de cara al suelo.

El agente se les acercó con las mismas precauciones que si ambos fueran dos bombas de relojería.

—¿No cree que sería mejor que nos explicase a que viene todo esto? —sugirió Jeannie.

—Usted puede levantarse, señora —permitió uno de los agentes.

—Por Dios, gracias. —Jeannie se puso en pie. Le latía el corazón aceleradamente, pero todo indicaba que los polis habían cometido un error estúpido.

—Ahora que ya me han dejado medio muerta del susto, ¿pueden decirme que infiernos está pasando?

Siguieron sin dar explicaciones. Mantuvieron las armas apuntadas sobre Steve. Uno de ellos se arrodilló junto al muchacho y, con rápido y experto movimiento, le puso las esposas.

—Quedas arrestado, soplapollas —dijo el policía.

—Soy mujer de mentalidad abierta —aseguró Jeannie—, pero ¿considera imprescindible emplear ese lenguaje soez? —Nadie le hizo maldito caso. Lo intentó de nuevo—: De todas formas, ¿qué se supone que ha hecho este chico?

Un Dodge Colt azul claro frenó chirriante detrás del coche patrulla de la policía. Dos personas se apearon de é. Una era Mish Delaware, la detective de la Unidad de Delitos Sexuales. Llevaba la misma falda y la misma blusa que vistiera por la mañana, pero se había puesto encima una chaqueta de algodón que sólo en parte ocultaba el arma enfundada en la cadera.

—Habéis perdido el culo para venir —comentó uno de los agentes.

—Estábamos en el barrio —replico Mish Delaware. Miró a Steve, tendido en el suelo, y ordenó—: Levántalo.

El agente agarró a Steve por un brazo y le ayudó a ponerse en pie.

—Es él, desde luego —dijo Mish—. Este es el pájaro que violó a Lisa Hoxton.

—¿Steve? —articuló Jeannie en tono incrédulo. «Jesús, he estado a punto de llevarlo a mi piso.»

—¿Violado? —pregunto Steve.

—El agente localizó su coche cuando salía del campus —informó Mish.

Jeannie se fijó bien por primera vez en el automóvil de Steve.

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