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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (13 page)

Berrington lo sabía. Una noche, a hora avanzada, Dennis Pinker había cortado el suministro eléctrico de un cine, en plena proyección de la película Viernes, 13. En medio del pánico subsiguiente procedió a magrear a varias mujeres. Una muchacha trató al parecer de resistirse y la mató.

Así que Jeannie había encontrado a Dennis. ¡Jesús!, pensó Berrington, es peligrosa. Podría estropearlo todo: la operación de venta, la carrera política de Jim, la Genético, incluso el prestigio académico de Berrington. El miedo le puso furioso: ¿cómo era posible que su propia protegida amenazase el fruto de tantos esfuerzos, el objetivo por el que tanto había trabajado? Pero ¿cómo iba a saber lo que sucedería? No tuvo forma de adivinarlo.

La circunstancia de que ella estuviese allí, en la Jones Falls, era una suerte, ya que le permitió enterarse a tiempo de lo que Jeannie llevaba entre manos. Sin embargo, Berrington no veía ninguna salida. Claro que un incendio podía destruir los archivos de Jeannie o la propia Jeannie podía sufrir un accidente de automóvil que acabara con su vida. Pero eso era fantasía.

¿Sería posible socavar la fe de la muchacha en su programa informático?

—¿Sabía Logan que era hijo adoptivo? —preguntó con velada malignidad.

—No. —Una arruga de preocupación surcó la frente de Jeannie—. Sabemos que las familias suelen mentir respecto a la adopción, es algo que hacen con frecuencia, pero él cree que su madre le hubiera dicho la verdad. Sin embargo, puede haber otra explicación. Supongamos que, por algún motivo, no les fuera posible efectuar la adopción por los canales corrientes y tuvieron que comprar un niño. En tal caso muy bien podían haber mentido.

—O supongamos que tu sistema tiene fallos —sugirió Berrington—. Por sí mismo, el hecho de que dos muchachos posean dentaduras idénticas no garantiza que sean gemelos.

—No creo que mi sistema falle —replicó Jeannie como el rayo—. Pero me preocupa eso de tener que decir a docenas de personas que es posible que sean hijos adoptivos. Ni siquiera estoy segura de tener derecho a invadir su vida de esa forma. Empiezo a darme cuenta de la magnitud del problema.

Berrington consultó su reloj.

—Se me ha echado el tiempo encima, pero me encantará tratar este asunto un poco más extensamente. ¿Tienes compromiso para cenar?

—¿Esta noche?

—Sí.

Berrington observó que titubeaba. Ya habían cenado juntos una vez, en el Congreso Internacional de Estudios sobre Gemelos, donde se conocieron. Después de que Jeannie ingresara en la UJF, también tomaron copas una vez en el bar del Club de la Facultad, en el propio campus. Una tarde se encontraron casualmente en la calle comercial de Charles Village y Berrington le enseñó el Museo de Arte de Baltimore. Jeannie no estaba enamorada de él, ni mucho menos, pero en las tres ocasiones aludidas tuvo ocasión de comprobar que le encantaba su compañía. Además, era su mentor: a ella le resultaba difícil declinar la invitación.

—Bueno —accedió.

—¿Qué te parece Hamptons, en el Hotel Harbor Court? Lo tengo por el mejor restaurante de Baltimore.

Al menos era el más ostentoso.

—Estupendo —dijo Jeannie, al tiempo que se ponía en pie.

—¿Paso a recogerte a las ocho?

—De acuerdo.

Cuando se alejaba de él, a Berrington le perturbó una repentina visión de la espalda de la muchacha, tersa y musculosa, de sus nalgas y de sus largas, larguísimas piernas. Durante unos segundos, el deseo le dejó la garganta seca. Luego, la puerta se cerró tras Jeannie.

Berrington sacudió la cabeza para librar su cerebro de aquella fantasía lasciva y volvió a telefonear a Preston.

—Es peor de lo que pensaba —manifestó sin preámbulos—. Ha creado un programa que explora las bases de datos clínicos y localiza parejas equiparables. En su primer intento dio con Steven y Dennis.

—¡Mierda!

—Tenemos que decírselo a Jim.

—Hemos de reunirnos los tres y decidir qué vamos a hacer. ¿Te parece bien esta noche?

—Esta noche llevo a Jeannie a cenar.

—¿Crees que eso solucionará el problema?

—No puede agravarlo.

—Me sigue pareciendo que al final vamos a tener que anular el acuerdo con la Landsmann.

—No estoy de acuerdo —dijo Berrington—. Jeannie es inteligente, pero una muchacha sola no va a descubrir toda la historia en una semana.

Sin embargo, una vez hubo colgado, se preguntó si debía estar tan seguro de ello.

8

Los estudiantes del Aula de Biología Humana estaban intranquilos. Su concentración dejaba mucho que desear y no paraban de agitarse nerviosos. Jeannie conocía el motivo. También ella estaba un poco alterada. La culpa la tenían el incendio y la violación. Su cómodo mundo académico se había desestabilizado de pronto. La atención de todos vagaba sin rumbo mientras los cerebros volvían una y otra vez hacia lo sucedido.

—Las variaciones observadas en la inteligencia de los seres humanos pueden explicarse mediante tres factores —manifestó Jeannie. Uno: genes distintos. Dos: entorno diferente. Tres: error de evaluación.

Hizo una pausa. Todos los estudiantes escribían en sus cuadernos.

Jeannie había notado aquel efecto. Cada vez que citaba una lista numerada, escribían. Si hubiese dicho simplemente: «Genes distintos, entorno diferente y error experimental», la mayor parte de los alumnos se habrían abstenido de tomar notas. Desde la primera vez que se percató de aquel síndrome, incluía en sus clases tantas listas numeradas como le era posible.

Era una buena profesora..., algo que la había sorprendido a ella misma. Se daba cuenta de que, en general, sus discípulos distaban mucho de ser brillantes. Ella era impaciente y a veces podía manifestarse un tanto antipática, como lo fue aquella mañana con la sargento Delaware. Pero resultaba buena comunicadora, clara y precisa, y disfrutaba explicando las cosas. No había nada mejor que la sensación estimulante que producía ver que el conocimiento alboreaba en el rostro de un estudiante.

—Podemos expresarlo como una ecuación —dijo; se volvió para escribir en el encerado, con una tiza:

Vt= Vg+ Ve+ Vm

—Vt representa la variante total, Vg el componente genético, Ve, el del entorno o ambiente y Vm el error de evaluación. —Todos los alumnos anotaron la ecuación—. Esto mismo puede aplicarse a la diferencia mensurable entre los seres humanos, desde su peso y estatura hasta su tendencia a creer en Dios. ¿Puede alguien encontrar un fallo en esto? —Nadie hizo uso de la palabra, de modo que les dio pie para que interviniesen—. La suma puede ser mayor que las partes. Pero ¿porque?

Uno de los jóvenes se decidió. Normalmente lo hacían los varones; las mujeres eran irritantemente tímidas.

—¿Porque los genes y el entorno actúan uno sobre otro con efecto multiplicador?

—Exactamente. Tus genes te conducen hacia ciertas experiencias medioambientales y te alejan de otras. Los niños con distinto temperamento obtienen de sus padres tratos distintos. Las criaturas que empiezan a andar solas tienen entonces experiencias distintas a las que aún son sedentarias, incluso aunque vivan en el mismo hogar. En una ciudad, los adolescentes atrevidos toman más drogas que los chicos del coro. En la parte derecha de la ecuación debemos añadir el término Cge, que significa covariación gen-entorno. —Trazó en la pizarra lo que parecía la hora del reloj Swiss Army que llevaba en la muñeca. Las cuatro menos cinco—. ¿Alguna pregunta?

Para variar fue una mujer la que entonces intervino. Era Donna-Marie Dickson, una enfermera que había vuelto a la universidad a los treinta y tantos años, inteligente, pero algo apocada.

—¿qué hay de los Osmond?

La clase soltó la carcajada y la mujer se puso como un tomate.

—Explica lo que quieres decir, Donna-Marie —invitó Jeannie sosegadamente—. Es posible que en esta clase haya algunos estudiantes demasiado jóvenes para conocer a los Osmond.

—Era un grupo pop de los años setenta, todos hermanos y hermanas. La familia Osmond constituía un mundo musical. Pero no tenían los mismos genes, no eran gemelos. Parece que el ambiente familiar fue lo que influyó para que se hicieran músicos. Lo mismo que los Jackson Five. —Los jóvenes de la clase volvieron a echarse a reír y Donna-Marie sonrió, medrosa, y añadió—: Estoy confesando mi edad aquí.

—La señora Dickson acaba de señalar un punto importante, y me sorprende que a nadie se le haya ocurrido —dijo Jeannie. No estaba en absoluto sorprendida, pero era preciso levantarle la moral a Donna-Marie—. Los padres carismáticos y que ejercen su tarea con dedicación pueden educar a sus hijos conforme a determinado ideal, al margen de los genes, de igual modo que los padres tiránicos pueden convertir a toda una familia en una pandilla de esquizofrénicos. Pero esos son casos extremos. Un niño mal nutrido será bajo de estatura, aunque sus padres y abuelos sean todos altos. Un niño sobrealimentado será gordo, aunque sus antecesores sean delgados. Pese a todo, cada nuevo estudio tiende a demostrar, de manera más concluyente que el anterior, que el predominio de la herencia genética, más que el entorno o el estilo de educación, es lo que determina la naturaleza del niño. —Hizo una pausa—. Si no hay más preguntas, tened la bondad de leer a Bouchard y otros, en el número de Science del 12 de octubre de 1990, antes del lunes próximo.

Jeannie recogió sus papeles.

Los alumnos empezaron a guardar sus libros. Jeannie se entretuvo unos instantes con objeto de brindar a los alumnos demasiado tímidos para formular preguntas en la clase la oportunidad de hacérselas particularmente, a solas. Los introvertidos a menudo acaban convirtiéndose en grandes científicos.

Fue Donna-Marie la que se le acercó. Tenía cara redonda y rubia cabellera rizada. Jeannie pensaba que debió de ser una buena enfermera, tranquila y eficiente.

—Lamento lo de la pobre Lisa —dijo Donna-Marie—. Lo sucedido fue algo terrible.

—Y la policía lo empeoró aún más —repuso Jeannie—. El agente que la acompañó al hospital era un verdadero patán, francamente.

—Ha tenido que ser espantoso. Pero es posible que atrapen al individuo que lo hizo. Están distribuyendo por todo el campus octavillas con su retrato.

—¡Estupendo! —El retrato del que hablaba Donna-Marie debía de ser producto del programa informático de Mish Delaware—. Cuando la dejé esta mañana Lisa trabajaba en ese retrato con una detective.

—¿Cómo se siente?

—Aún no ha reaccionado..., pero también tiene los nervios de punta.

Donna-Marie asintió. —Pasan por varias fases, lo he visto antes. La primera fase es de negativa a aceptar la situación. Dicen: «Quiero dejar esto tras de mí y seguir adelante con mi vida». Pero nunca es fácil.

—Lisa debería hablar contigo. Conocer de antemano lo que le espera puede ayudarla.

—En cualquier momento que lo desee —se ofreció Donna-Marie.

Jeannie cruzó el campus en dirección a la Loquería. Aún hacía calor. Se sorprendió a sí misma mirando en torno con aire vigilante, como un vaquero comido por los nervios en una película del Oeste, como si temiera que alguien doblara la esquina de la residencia de los estudiantes de primer curso dispuesto a atacarla. Hasta entonces, el campus de la Jones Falls pareció siempre un oasis de anticuada tranquilidad en el desierto de una ciudad estadounidense moderna. Lo cierto es que la UJF era como una pequeña ciudad, con sus tiendas y sus bancos, sus terrenos deportivos y sus parquímetros, sus bares y sus restaurantes, sus viviendas y sus oficinas. Contaba con una población de cinco mil almas, la mitad de las cuales residían en el campus. Pero se había convertido en un paisaje peligroso. «Ese fulano no tiene derecho a hacer esto —pensó Jeannie amargamente—; que sienta miedo en mi propio lugar de trabajo.»

Tal vez el delito causaba siempre el mismo efecto, conseguir que el terreno firme le pareciese a una inseguro bajo sus pies.

Al entrar en su despacho empezó a pensar en Berrington Jones. Era un hombre atractivo, muy atento con las mujeres. Siempre que salió con él había pasado un rato agradable. Además, estaba en deuda con Berrington, ya que le había proporcionado aquel empleo.

Por otra parte, era untuosamente zalamero. Jeannie sospechaba que su actitud hacia las mujeres podía resultar manipuladora. Siempre le recordaba aquel chiste en que un hombre le dice a una mujer: «Háblame de ti. Por ejemplo, ¿qué opinión tienes de mí?».

En algunos aspectos no parecía pertenecer al mundo académico. Pero Jeannie había observado que los auténticos prohombres universitarios ambiciosos carecían notablemente de ese aire distraído que caracteriza al profesor o catedrático típico. Berrington parecía y se comportaba como un hombre poderoso. Durante algunos años su labor científica no había sido importante, pero eso resultaba normal: los brillantes descubrimientos originales, como la doble espiral, los realizaban generalmente personas que aún no habían cumplido los treinta y cinco años. Cuando los científicos se hacen mayores emplean su experiencia y su intuición en ayudar y dirigir a los cerebros más jóvenes y flamantes. Berrington se las arreglaba de maravilla, con sus tres cátedras y su papel de conducto por el que llegaban los fondos para investigación procedentes de la Genético. No se le respetaba tanto como podía respetársele, sin embargo, porque a otros científicos no les gustaba su compromiso positivo. La propia Jeannie opinaba que la ciencia era beneficiosa y la política una porquería.

Al principio, se creyó la historia de la transferencia de archivos desde Australia, pero al meditar en ello dejó de sentirse tan segura. Cuando Berry miró a Steve Logan vio un fantasma, no una cuenta telefónica.

Muchas familias tenían secretos de paternidad. Una mujer casada podía tener un amante y sólo ella sabría quién era el verdadero padre de su hijo. Una joven podía alumbrar un bebé, pasárselo a su madre y aparentar que ella, la joven, era la hermana mayor del niño, mientras toda la familia conspiraba para mantener el secreto.

Los niños los adoptaban vecinos, parientes y amigos que ocultaban la verdad. Era posible que Lorraine Logan no perteneciese a la clase de persona que convierte en oscuro secreto una adopción realizada con todas las de la ley, pero podía tener una docena de otros motivos para mentirle a Steve respecto a su origen. Pero ¿qué relación tendría Berrington en eso? Podía ser el verdadero padre de Steven? La idea provocó una sonrisa en los labios de Jeannie. Berry era apuesto, pero también era lo menos quince centímetros más bajo de estatura que Steven. Aunque cualquier cosa resultaba posible, aquella particular explicación parecía improbable.

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