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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (42 page)

Steve lo leyó rápidamente. En la cláusula doce Jeannie accedía a acatar las decisiones del consejo de la universidad. Eso le dificultaría legalmente desobedecer la decisión definitiva.

Volvió a las reglas de la comisión de disciplina.

—Aquí dice que tienes que notificar al presidente, por adelantado, tu deseo de que te represente un abogado u otra persona —observó Steve.

—Ahora mismo llamamos a Jack Budgen —repuso Jeannie—. Son las ocho..., estará en casa.

Cogió el teléfono.

—Aguarda —pidió Steve—. Tracemos antes el plan de los términos en que vamos a plantear la conversación.

—Tienes razón. Tú piensas estratégicamente y yo no.

Steve se sintió complacido. Aquel consejo legal se lo había dado como abogado suyo y Jeannie lo consideró provechoso.

—Ese hombre tiene tu destino en sus manos. ¿Cómo es?

—Es el bibliotecario jefe y mi contrincante en el tenis.

—¿El que jugaba contigo el domingo?

—Sí. Es más un administrador que un pedagogo académico. Y un buen jugador táctico, pero en mi opinión nunca tuvo el instinto asesino que impulsa a un tenista hasta la cima.

—Vale, o sea que mantiene contigo cierta relación competitiva.

—Supongo que sí.

—Ahora bien, ¿qué impresión queremos darle? —Enumeró con los dedos—. Uno: queremos parecer optimistas y seguros del triunfo. Estás deseando verte en la audiencia. Eres inocente, te alegras de tener la oportunidad de demostrarlo y tienes una fe ciega en que la comisión verá la verdad en el fondo del asunto, bajo la sabia dirección de Budgen.

—Muy bien.

—Dos: estás desamparada. Eres una muchacha débil, indefensa...

—¿Bromeas?

Steve sonrió.

—Tacha eso. Eres una profesora universitaria novata y te enfrentas a Berrington y Obell, dos astutos veteranos, duchos en el arte de hacer su santa voluntad en la Universidad Jones Falls. Rayos, ni siquiera puedes permitirte contratar a un abogado. ¿Budgen es judío?

—No lo sé. Puede que sí.

—Espero que lo sea. Las minorías están más predispuestas a revolverse contra el sistema. Tres: la historia de por qué Berrington te está acosando ha de salir a la luz. Es un tanto asombrosa, pero hay que contarla.

—¿En qué puede ayudarme explicar eso?

—Sugiere la idea de que es muy posible que Berrington tenga algo que ocultar.

—Muy bien. ¿Algo más?

—No creo.

Jeannie marcó el número y le tendió el teléfono.

Steve lo tomó rezumando turbación. Era la primera llamada que efectuaba como representante jurídico de alguien. «Quiera Dios que no lo eche todo a perder.»

Mientras escuchaba el timbre de tono, intentó evocar la forma de jugar al tenis de Jack Budgen. Steve se había concentrado en Jeannie, naturalmente, pero recordaba la figura de un hombre en bastante buena forma, calvo, de unos cincuenta años, que se movía con agilidad y jugaba con picardía. Budgen había vencido a Jeannie, pese a que ella era más joven y fuerte. Steve se prometió no subestimarle.

Una voz tranquila y cultivada contestó al teléfono:

—Dígame.

—¿Profesor Budgen?, me llamo Steve Logan.

Hubo una breve pausa.

—¿Le conozco, señor Logan?

—No, señor. Le llamo, en su calidad de presidente de la comisión de disciplina de la Universidad Jones Falls, para informarle de que mañana acompañaré a la doctora Ferrami. Aguarda impaciente que se celebre la audiencia y desea quitarse de encima cuanto antes esas acusaciones.

El tono de Budgen fue frío:

—¿Es usted abogado?

Steve comprobó que recobraba el aliento con rapidez, como si hubiese estado corriendo y ahora realizase un esfuerzo para mantener la calma.

—Estoy en la facultad de Derecho. La doctora Ferrami no puede permitirse el lujo de contratar a un abogado. Sin embargo, haré cuanto esté en mi mano para ayudarle en el presente caso y, si mi actuación es deficiente, tendré que ponerme a merced de usted. —Hizo una pausa para ofrecer a Budgen la oportunidad de intercalar un comentario amistoso o, aunque sólo fuera, un gruñido de simpatía; pero no hubo más que gélido silencio. Steve continuó—: ¿Puedo preguntarle quién representará a la universidad?

—Tengo entendido que han contratado a Henry Quinn, de Harvey Horrocks Quinn.

Steve se quedo sobrecogido. Era una de las firmas más antiguas de Washington. Trató de que su voz sonase relajada.

—Un bufete WASP
[1]
  extraordinariamente respetable —comentó, con una risita.

—¿De veras?

El encanto de Steve no daba resultado con aquel hombre. Había llegado el momento de enseñar las uñas.

—Tal vez debiera mencionarle una cosa. Nos vamos a ver obligados a contar el verdadero motivo por el cual Berrington Jones ha actuado así contra la doctora Ferrami. Bajo ninguna clase de condiciones aceptaremos la cancelación de la audiencia. Eso dejaría suspendida sobre su cabeza la nube de la duda. La verdad ha de salir a la superficie, me temo.

—No tengo noticia de ninguna propuesta de cancelación de la audiencia.

Claro que no tenía noticia. No existía tal propuesta. Steve siguió adelante con su farol.

—Pero si surgiera una, le ruego tome nota de que será inaceptable para la doctora Ferrami. —Decidió cortar la conversación antes de meterse en excesivas profundidades—. Profesor, muchas gracias por su cortesía. Estoy deseando verle a usted por la mañana.

—Adiós.

Steve colgó.

—¡Joder! Vaya témpano de hielo.

Jeannie parecía perpleja.

—Normalmente no es así. Tal vez sólo se mostraba protocolario.

Steve tenía la casi plena certeza de que Budgen ya había adoptado la determinación de ser hostil a Jeannie, pero no se lo dijo a la mujer.

—De todas formas, ya le he transmitido nuestros tres puntos. Y he descubierto que la Universidad Jones Falls ha contratado a Henry Quinn.

—¿Es bueno?

Era legendario. Pensar que iba a actuar contra Henry Quinn había dejado a Steve como un carámbano. Pero no quería deprimir a Jeannie.

—Quinn solía ser muy bueno, pero es posible que su mejor momento haya pasado ya.

Jeannie aceptó aquella opinión.

—¿Qué debemos hacer ahora?

Steve la miró. El albornoz rosa dejaba una abertura en la parte del escote y el muchacho vislumbró un seno anidado entre los pliegues de la suave tela de rizo.

—Deberemos repasar las preguntas que van a formularte en la audiencia —dijo Steve en tono pesaroso—. Esta noche nos queda por hacer un montón de trabajo.

37

Jane Edelsborough estaba infinitamente mejor desnuda que vestida. Yacía tendida sobre una sábana de color rosa pálido, bajo la claridad de la llama de una vela perfumada. Su piel suave y diáfana resultaba más atractiva que los tonos turbios, de tierra fangosa, de la ropa que solía ponerse. Las prendas que le gustaba vestir tendían a ocultar su cuerpo; era una especie de amazona, de pechos rozagantes y amplias caderas. Era corpulenta, pero le sentaba bien.

Echada en la cama, sonreía lánguidamente a Berrington mientras este se ponía sus calzones azules.

—¡Vaya, eso fue más estupendo de lo que esperaba! —comentó Jane.

Berrington pensaba lo mismo, pero no era lo bastante tonto como para confesarlo. Jane conocía numeritos que normalmente él tenía que enseñar a las mujeres más jóvenes que solía llevarse a la cama. Se preguntó ociosamente donde habría aprendido Jane a follar tan bien. Estuvo casada en otro tiempo; su marido, fumador de cigarrillos, había muerto de cáncer de pulmón diez años antes. Debieron de disfrutar juntos de una vida sexual fantástica. La había gozado de tal modo que no tuvo necesidad de recurrir a su fantasía de costumbre, en la que imaginaba hacer el amor a una beldad famosa, Cindy Crawford, Bridget Fonda o la princesa Diana, y en la que, rematado el coito, la belleza en cuestión, tendida a su lado, le susurraba al oído: «Gracias, Berry, ha sido el mejor polvo que me han echado jamás, eres magnifico, muchas gracias».

—¡Me siento tan culpable! —dijo Jane—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hice algo tan depravado.

—¿Depravado? —preguntó Berrington, que se estaba atando los cordones de los zapatos—. No sé por qué. Eres libre, blanca y mayor de edad, como solíamos decir. —Ella hizo una mueca: la frase «libre, blanca y mayor de edad» era entonces políticamente incorrecta—. De todas formas, eres libre e independiente —se apresuro a añadir.

—Oh, lo depravado no fue la fiesta carnal —declaró desmayadamente—. Es que me consta que lo hiciste sólo porque formo parte de la comisión de la audiencia de mañana.

Berrington se petrificó en el acto de ponerse la corbata rayada.

Jane continuó:

—¿Se supone que soy tan ingenua como para pensar que me viste en el otro extremo de la cafetería de estudiantes y te sentiste hechizado por mi magnetismo sexual? —Le sonrió tristemente—. No tengo el menor magnetismo sexual, Berry, al menos para alguien tan superficial como tú. Por fuerza debías de tener un motivo ulterior y tardé apenas cinco segundos en imaginar que podía ser.

Berrington se sentía como un imbécil. No sabía qué decir.

—Ahora bien, en tu caso, tu sí que tienes magnetismo sexual. Rayos. Tienes encanto y un hermoso cuerpo, sabes vestir y hueles bien. Y, por encima de todo, cualquiera se da cuenta a primera vista que realmente te gustan las mujeres. Puedes manipularlas y explotarlas, pero también las adoras. Eres el perfecto plan para una noche y gracias. Como remate de sus palabras, Jane cubrió con la sabana su cuerpo desnudo, se dio media vuelta y, tendida de costado, cerró los ojos.

Berrington acabó de vestirse con toda la rapidez que pudo.

Antes de marcharse, se sentó en el borde de la cama. Jane abrió los ojos. Berrington le preguntó:

—¿Me apoyarás mañana?

Ella se incorporo y, sentada, le besó amorosamente.

—Antes de tomar una decisión tendré que escuchar las declaraciones y la exposición de pruebas —dijo.

Berrington apretó los dientes.

—Es terriblemente importante para mí, mucho más de lo que te figuras.

Jane asintió comprensivamente, pero su respuesta fue implacable: —Sospecho que también es muy importante para Jeannie Ferrami.

Él le oprimió el seno izquierdo, suave y firme.

—Pero ¿quién es más importante para ti... Jeannie o yo?

—Sé lo que es ser una joven profesora en una universidad dominada por los hombres. Se trata de algo que nunca olvidaré.

—¡Mierda! —Berrington retiró la mano.

—Podrías pasar aquí la noche, ya sabes. Luego lo repetiríamos por la mañana.

Berrington se levantó.

—Tengo demasiadas cosas en la cabeza.

Jane cerró los ojos.

—Demasiado malo.

Berrington se marchó.

Tenía aparcado el coche en el camino de entrada a la casa de Jane, a continuación del Jaguar de la mujer. El Jaguar debió ponerme sobre aviso, pensó Berrington; es un síntoma de que Jane es mucho más de lo que uno ve a simple vista. Le había utilizado, pero lo disfrutó. Se preguntó si a veces las mujeres experimentaban lo mismo después de que él las hubiese seducido.

Mientras conducía rumbo a su domicilio pensó, sin tenerlas todas consigo, en la audiencia del día siguiente. Tenía de su parte a los cuatro miembros masculinos de la comisión, pero había fracasado en su objetivo de arrancarle a Jane la promesa de que le respaldaría. ¿Había alguna otra cosa que él pudiera hacer? En aquella fase tan avanzada parecía que no.

Al llegar a casa se encontró un mensaje de Jim Proust en el contestador automático. Por favor, más malas noticias, no, pensó. Se sentó ante el escritorio del estudio y llamó a Jim a su casa.

—Aquí, Berry.

—Lo del FBI se ha jodido —anuncio Jim de buenas a primeras.

La moral de Berrington se hundió todavía más.

—Cuéntame.

—Se les dijo que cancelaran la búsqueda, pero la orden no llegó a tiempo.

—¡Maldición!

—Se le envió el resultado por correo electrónico.

El miedo se adueñó de Berrington.

—¿Quién figuraba en esa lista?

—No lo sé. La oficina no hizo copia.

Aquello era intolerable.

—¡Tenemos que saberlo!

—Tal vez tú puedas averiguarlo. Es posible que esa lista se encuentre en su despacho.

—Se le cerró la puerta a cal y canto. —Una idea cargada de esperanza se encendió de pronto en el cerebro de Berrington—. Es posible que no haya recogido su correo.

Su moral recibió un leve impulso ascendente.

—¿Puedes hacerlo?

—Pues claro. —Berrington consultó su Rolex de oro—. Iré a la universidad ahora mismo.

—Llámame en cuanto sepas algo.

—Apuesta a que sí.

Volvió a subir a su coche y se dirigió a la Universidad Jones Falls. El campus estaba desierto y sumido en la oscuridad. Aparcó delante la Loquería y entró en el edificio. Introducirse sigilosamente en el despacho de Jeannie le resultó aquella segunda vez mucho menos embarazoso. Qué diablos, había demasiado en juego para preocuparse de su dignidad.

Encendió el ordenador y accedió al correo electrónico. Había una misiva. «Por favor, Dios santo, permite que sea la lista del FBI.» Transfirió el mensaje. Comprobó con desilusión que se trataba de otro recado, una nota de su amigo de la Universidad de Minnesota:

¿Recibiste mi correo electrónico de ayer?
Estaré mañana en Baltimore y me encantaría de verdad volver a verte, aunque sólo fuera unos minutos. Llámame, haz el favor.
Besos, Will.

Jeannie no había recibido aquel mensaje del día anterior, porque Berrington lo había descargado y luego lo borró. Tampoco iba a recibir este. Pero ¿dónde estaba la lista del FBI? Debía de haberla descargado ayer por la mañana, antes de que la seguridad la hubiese dejado fuera de su despacho.

¿Dónde la había grabado? Berrington registró el disco duro, buscando documentos con las palabras «FBI», «F.B.I», con puntos, y «Oficina Federal de Investigación». No encontró nada. Echó un minucioso vistazo a la caja de disquetes que Jeannie guardaba en un cajón, pero sólo contenía copias de seguridad de documentos del ordenador.

—Esta mujer guarda copias de seguridad hasta de su maldita lista de la compra —susurró Berrington.

Utilizó el teléfono de Jeannie para llamar de nuevo a Jim.

—Nada —resumió bruscamente.

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