Authors: Ken Follett
A las cuatro y media, Jeannie lo encontró.
Pensó que iba a ser otro de los posibles que quedarían aplazados. El teléfono sonó cuatro veces y acto seguido se produjo la característica pausa y el no menos característico chasquido de un contestador automático. Pero la voz del contestador le resultó sobrecogedoramente familiar.
—Llama usted al domicilio de Harvey Jones —decía el mensaje, y a Jeannie se le erizaron los pelos de la nuca. Era como escuchar a Steve: el mismo timbre de voz, dicción, expresiones, todo era de Steve—. En este momento no puedo ponerme al teléfono, de modo que tenga la bondad de dejar su recado después de oír la señal.
Jeannie colgó y comprobó la dirección. Era un piso de la calle Spruce, en la Ciudad Universitaria, no muy lejos de la Clínica Aventina. Se dio cuenta de que le temblaban las manos. Era porque deseaba con toda su alma cerrarlas alrededor de la garganta de aquel individuo.
—He dado con él —le dijo a Lisa.
—Oh, Dios mío.
—Es un contestador automático, pero la voz es la suya, y vive en Filadelfia, cerca de donde me asaltaron.
—Déjame escucharla. —Lisa marcó el número. Al escuchar el mensaje, sus mejillas rosadas se tornaron blancas. Dijo—: Es él. Puedo volver a oírle ahora. «Quítate esas bonitas bragas», dijo. ¡Oh, Dios!
Jeannie descolgó el teléfono y llamó a la comisaría de policía.
Berrington se pasó toda la noche del sábado sin pegar ojo. Permaneció en la zona de aparcamiento del Pentágono, sin perder de vista el negro Lincoln Mark VIII del coronel Logan, hasta la medianoche, hora en que llamó a Proust y se enteró de que habían arrestado a Logan, pero que Steve logró escapar; presumiblemente en metro o en autobús, dado que no lo hizo en el automóvil de su padre.
—¿Qué hacían en el Pentágono? —le preguntó a Jim.
—Fueron a la Comandancia del Centro de Datos. Ahora precisamente trataba de descubrir que era con exactitud lo que se llevaban entre manos. Mira a ver si puedes localizar al chico o a la Ferrami.
Berrington ya no tenía inconveniente en dedicarse a la vigilancia. La situación era desesperada. No era el momento de enarbolar la bandera de la dignidad; si fallaba en la tarea de frenar en seco a Jeannie, no le quedaría dignidad alguna que defender.
Al volver a la casa de Logan se la encontró oscura y desierta; el Mercedes rojo de Jeannie había desaparecido. Esperó cosa de una hora, pero no se presentó nadie. Dando por supuesto que la muchacha habría vuelto a su casa, regresó a Baltimore y recorrió en ambos sentidos la calle donde vivía Jeannie, pero el coche de la joven tampoco estaba allí.
Asomaba la aurora cuando se detuvo delante de su domicilio en Roland Park. Entró en casa y telefoneó a Jim, pero no obtuvo respuesta ni en su domicilio ni en la oficina. Berrington se tendió en la cama, y continuó allí vestido, con los párpados cerrados, pero aunque estaba exhausto, la preocupación le mantuvo despierto.
Se levantó a las siete y volvió a llamar a Jim, pero no consiguió ponerse en contacto con él. Tomó una ducha, se afeitó y se puso unos pantalones de algodón negros y un polo a rayas. Se bebió un vaso largo de zumo de naranja de pie en la cocina. Miró la edición dominical del Baltimore Sun, pero los titulares no le dijeron absolutamente nada; era como si estuviesen escritos en finlandés.
Proust llamó a las ocho.
Jim se había pasado la mitad de la noche en el Pentágono, con un amigo que era general, interrogando al personal del centro de datos, con el pretexto de que investigaba una brecha en la seguridad. Al general, un amigote de los tiempos en que Jim estaba en la CIA, sólo le dijo que Logan trataba de sacar a la luz una operación secreta realizada en los setenta y que él, Jim, pretendía impedírselo.
El coronel Logan, que continuaba arrestado, no decía nada, salvo «Quiero hablar con mi abogado». No obstante, los resultados del barrido de Jeannie estaban en la terminal de la computadora y Steve los había utilizado; eso permitió a Jim enterarse de lo que descubrieron.
—Supongo que tú debiste encargar electrocardiogramas de todos los niños —dijo Jim.
Berrington lo había olvidado, pero ahora volvió a su memoria.
—Sí, los encargamos.
—Logan los encontró.
—¿Todos?
—Los ocho.
Era la peor de todas las noticias posibles. Los electrocardiogramas, como los de gemelos univitelinos, eran tan semejantes como si se hubiesen tomado a una misma persona en diferentes fechas. Steve y su padre, así como seguramente Jeannie, debían de saber ya que Steve era uno de ocho clones.
—¡Rayos! —exclamó Berrington—. Hemos mantenido esto en secreto durante veintidós años, y ahora esa maldita chica va y lo descubre.
—Te dije que deberíamos haberla hecho desaparecer.
Sometido a presión, Jim era de lo más insultante. Y después de pasarse una noche en blanco, a Berrington no le sobraba paciencia.
—Si vuelves a pronunciar lo de «Te dije», te vuelo la maldita cabeza, lo juro.
—¡Está bien, está bien!
—¿Lo sabe Preston?
—Sí. Dice que estamos acabados, pero siempre lo dice.
—Esta vez podría tener razón.
La voz de Jim adoptó un tono de patio de armas:
—Tú puedes estar preparado para darte por vencido, Berry, pero yo no —rechinó—. Sea como sea, hemos de mantenerlo tapado hasta la conferencia de prensa de mañana. Si nos las arreglamos para conseguirlo, la venta se consumará.
—Pero ¿qué pasará después?
—Después dispondremos de ciento ochenta millones de dólares, y no sabes la enorme cantidad de silencio que se compra con eso.
Berrington deseó creerle.
—Ya que eres tan listo, ¿qué crees que deberíamos hacer ahora?
—Hemos de averiguar cuánto saben. Nadie tiene la certeza de que, cuando salió del Pentágono, Steve Logan llevase en el bolsillo una copia de la lista de nombres y direcciones. La teniente del centro de datos jura que no, pero su palabra no me basta. Ahora bien, esas direcciones tienen veintidós años de antigüedad. Y ésta es mi pregunta: contando sólo con los nombres, ¿puede Jeannie Ferrami seguir la pista de los clones y dar con ellos?
—La respuesta es sí —repuso Berrington—. En el departamento de Psicología somos expertos en eso. Tenemos que hacerlo constantemente, rastrear gemelos idénticos. Si esa lista llegó anoche a manos de Jeannie Ferrami, a estas horas ya habrá encontrado a alguno de ellos.
—Me lo temía. ¿Hay algún modo de comprobarlo?
—Supongo que puedo llamarlos y descubrir si han tenido noticias de ella.
—Tendrás que ser discreto.
—Me sacas de quicio, Jim. A veces te comportas como si fueras el único tío, en todo Estados Unidos con medio jodido cerebro. Claro que seré discreto. Volveré a llamarte.
El golpe que dio al colgar resonó estruendoso.
Los nombres y números de teléfono de los clones, escritos en una clave sencilla, estaban en su Wizard. Lo sacó de un cajón del escritorio y lo abrió.
Les había seguido la pista a lo largo de los años. Se sentía hacia ellos mucho más paternal que Preston o Jim. Al principio, escribía cartas desde la Clínica Aventina, pidiendo información, con el pretexto de ponerse al corriente en los estudios sobre el tratamiento de hormonas. Con posterioridad, cuando esa excusa resulto inverosímil, recurrió a diversos subterfugios, tales como fingirse agente de la propiedad inmobiliaria que llamaba para preguntar si tenían intención de vender la casa o hacerse pasar por vendedor de libros que deseaba saber si los padres estarían interesados en adquirir una obra en la que figuraban todas las becas disponibles para los hijos de antiguos miembros del estamento militar. Había observado con creciente consternación que la mayoría de los muchachos evolucionaban de la condición de niños inteligentes pero desobedientes a la de audaces delincuentes juveniles y a la de brillantes adultos inestables. Eran desdichados subproductos de un experimento histórico, pero el se sentía culpable debido a los muchachos. Lloró cuando Per Ericson se mató mientras realizaba saltos mortales en la pista de esquí de Vail.
Contempló la lista mientras trataba de imaginar un pretexto plausible para llamar. Luego cogió el teléfono y marcó el número del padre de Murray Claud. El teléfono sonó y sonó, pero no respondió nadie. Al final, Berrington se figuró que aquel era el día en que el hombre iba a la cárcel a visitar a su hijo.
A continuación llamó a George Dassault. Esa vez tuvo más suerte. Descolgó el auricular una joven voz conocida.
—¿Sí, quién es?
—Aquí, la Bell Telephone, señor —dijo Berrington—: Estamos comprobando la existencia de llamadas fraudulentas. ¿Ha recibido usted alguna fuera de lo normal en las últimas veinticuatro horas?
—No, no puedo decirlo. Pero he estado ausente de la ciudad desde el viernes, así que no me encontraba aquí para responder al teléfono.
—Gracias por colaborar en nuestro estudio, señor. Adiós.
Jeannie podía tener el nombre de George, pero no había entrado en contacto con él. Claro que eso era poco concluyente.
Berrington probó entonces con Hank King, de Boston.
—¿Sí, quién es?
Era asombroso, reflexionó Berrington, todos contestaban al teléfono de la misma forma carente de simpatía. Puede que no hubiese un gen que suavizase los modales telefónicos. Pero la investigación de mellizos estaba plagada de tales fenómenos.
—Aquí la AT y T —dijo Berrington—. Estamos realizando un estudio relativo al uso fraudulento del teléfono y desearíamos saber si ha recibido usted alguna llamada extraña o sospechosa en el curso de las últimas veinticuatro horas.
La voz de Hank tenía dificultades con las palabras.
—Dios, la juerga ha sido tan tremenda, que no podría recordarlo. —Berrington puso los ojos en blanco. Claro, ayer fue el cumpleaños de Hank. Estaba seguro de que se emborrachó o se drogó. O las dos cosas—. ¡No, espere un momento! Hubo algo. Ahora me acuerdo. Fue en medio de la jodida noche. Ella dijo que estaba en la policía de Boston.
—¿Ella? —Muy bien podía haber sido Jeannie, pensó Berrington, con la premonición de una mala noticia.
—Sí, era una mujer.
—¿Dio su nombre? Eso nos permitiría determinar su autenticidad.
—Claro que lo dio, pero no lo recuerdo. Sarah o Carol o Margaret... o Susan, eso es, detective Susan Farber.
Ya no cabía duda. Susan Farber era la autora de Gemelos idénticos educados en ambientes distintos, único libro sobre el tema. Jeannie había empleado el primer nombre que se le vino a la cabeza. Lo que significaba que tenía la lista de nombres. Berrington se sintió aterrado.
—¿Qué dijo, señor?
—Me preguntó mi fecha y lugar de nacimiento.
Eso le confirmaría que estaba hablando con el verdadero Henry King.
—Me pareció que era como un poco raro —continuo Hank—. ¿Se trata de algún tipo de chanchullo?
Acuciado por la situación, Berrington inventó:
—Realizaba una prospección de datos para una compañía de seguros. Es ilegal, pero lo hacen. AT y T lamenta las molestias que hayamos podido ocasionarle, señor King, y le agradecemos la cooperación que nos ha prestado en nuestro estudio.
—No faltaría más.
Berrington colgó, absolutamente desolado. Jeannie tenía los nombres. Que los localizase a todos sólo era cuestión de tiempo.
Berrington se hallaba ante la situación más comprometida de su vida.
Mish Delaware se negó en redondo a subirse a un coche y trasladarse a Filadelfia para entrevistar a Harvey Jones.
—Ya lo hicimos ayer —respondió a Jeannie, cuando esta consiguió hablar con ella por teléfono, a las siete y media de la mañana—. Mi nieta cumple hoy un año. Tengo una vida privada, ¿sabes?
—¡Pero te consta que estoy en lo cierto! —protestó Jeannie—. Tuve razón en el caso de Wayne Stattner... era un doble de Steve.
—Salvo por el pelo. Y el individuo tenía coartada.
—¿Qué vas a hacer, entonces?
—Voy a llamar a la policía de Filadelfia, hablaré con alguien de la Unidad de Delitos Sexuales de allí y le pediré que vaya a verle. Enviaré por fax el retrato electrónico de identificación facial. Ellos comprobarán si Harvey Jones se parece al sujeto del retrato y le preguntarán si puede dar cuenta de sus movimientos en la tarde del domingo pasado. Si los resultados son «Si» y «No», respectivamente, tendremos un sospechoso.
Jeannie colgó el teléfono con un golpe furioso. ¡Después de haber pasado por todo lo que había pasado! ¡Después de haber estado toda la noche siguiendo la pista y localizando a los clones!
Si de algo estaba segura era de que no iba a quedarse cruzada de brazos, a la espera de que la policía hiciese algo. Decidió ir a Filadelfia y echarle una mirada a Harvey. No le abordaría ni le dirigiría la palabra. Aparcaría el coche delante de su casa y comprobaría si la abandonaba. Caso de fallar eso, podría hablar con sus vecinos y enseñarles la foto de Steve que Charles le había dado. De una manera o de otra, se las arreglaría para determinar que era el doble de Steve.
Llegó a Filadelfia alrededor de las diez y media. En la Ciudad Universitaria había familias negras que vestían con elegancia y se congregaban fuera de las iglesias evangélicas y adolescentes ociosos que fumaban en los porches de las vetustas casas, pero los estudiantes aún estaban en la cama y su presencia en el barrio sólo la denunciaban los desvencijados Toyotas y los abollados Chevrolets cubiertos de pegatinas que aclamaban gráficamente a equipos deportivos de las facultades y a las emisoras de radio de la localidad.
El edificio donde vivía Harvey Jones era una casa victoriana enorme y destartalada, dividida en apartamentos. Jeannie encontró un espacio libre en un aparcamiento, al otro lado de la calle, y observó la puerta de la fachada durante un rato.
A las once entró en el edificio.
El inmueble se aferraba tenazmente a sus últimos vestigios de respetabilidad. Una zarrapastrosa alfombra ascendía por la escalera y en los alfeizares de las ventanas se veían jarrones baratos con flores de plástico cubiertas de polvo. Avisos de papel, escritos a mano con la esmerada caligrafía de una mujer de edad, rogaban a los inquilinos que cerrasen las puertas sin dar golpes, que sacasen la basura en bolsas de plástico bien cerradas y que no dejasen que los niños jugaran por los pasillos.
Vive aquí, pensó Jeannie, y notó un hormigueo en la piel. Me pregunto si estará ahora en su casa.