Authors: Ken Follett
Jeannie observó atentamente al padre de Steve. Charles tenía el pelo negro y una sombra de barba cerrada cubría sus mandíbulas. Su expresión era austera y sus modales rigurosamente precisos. Pese a que era sábado y había estado trabajando en el jardín, llevaba pantalones oscuros planchados a la perfección y camisa de manga corta. No se parecía a Steve en ningún sentido. Lo único que Steve habría podido heredar de él era el gusto por la ropa de tipo tradicional. La mayoría de los estudiantes de Jeannie vestían tejanos rotos y cuero negro, pero Steve se inclinaba por el caqui y las camisas clásicas de cuello cerrado.
Steve aún no había llegado a casa y Charles aventuró que seguramente se habría dejado caer por la biblioteca de la facultad de Derecho para documentarse acerca de los precedentes judiciales de violaciones.
La madre de Steve descansaba en la cama. Charles preparó limonada y Jeannie y él salieron al patio de la casa de Georgetown y se acomodaron en sillas de jardín.
Jeannie se había despertado de una ligera siesta con una brillante idea iluminándole la parte delantera del cerebro. Acababa de ocurrírsele subconscientemente un modo de dar con el cuarto clon. Pero necesitaría la ayuda de Charles. Y no estaba segura de que él estuviese muy predispuesto a hacer lo que iba a pedirle.
Charles le pasó un vaso alto y frío, se sirvió otro y se sentó.
—¿Puedo tutearte? —preguntó.
—Por favor —asintió ella.
—Y espero que hagas lo mismo.
—Claro.
Sorbieron un poco de limonada.
—Jeannie... —preguntó luego Charles—, ¿de qué va todo esto?
Ella dejó el vaso.
—Creo que se trata de un experimento —contestó—. Berrington y Proust permanecieron en el ejército hasta poco después de haber fundado la Genético. Sospecho que la empresa empezó siendo originalmente la tapadera que ocultaba un proyecto militar.
—He sido soldado durante toda mi vida de adulto y no me cuesta nada creer casi cualquier cosa del ejército, por demencial que sea. Pero ¿qué interés podían tener en los problemas de fertilidad femenina?
—Piensa en esto: Steve y sus dobles son todos altos, fuertes, apuestos y físicamente perfectos. También son muy inteligentes, aunque su propensión a la violencia es un obstáculo en el camino de sus aspiraciones. Pero Steve y Dennis tienen un cociente intelectual que se sale de la escala y me parece que a los otros dos les ocurre tres cuartos de lo mismo: Wayne ya es millonario a la edad de veintidós años y el cuarto hasta ahora ha sido por lo menos lo bastante listo como para eludir completamente la detención.
—¿Adónde te lleva todo eso?
—No lo sé. Me pregunto si no trataría el ejército de crear el soldado perfecto.
No era más que una hipótesis gratuita y lo dijo como por casualidad, pero electrificó a Charles.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, y una expresión de sobresaltado entendimiento se extendió por su rostro—. Me parece que recuerdo haber oído hablar de eso.
—¿Qué quieres decir?
—Allá por los años setenta circuló un rumor por todo el estamento militar. La gente comentaba que los rusos tenían un programa de reproducción humana. Estaban fabricando soldados perfectos, atletas perfectos, jugadores de ajedrez perfectos, de todo. No faltó quien opinara que nosotros deberíamos hacer lo mismo. Otros afirmaban que ya lo estábamos haciendo.
—¡Eso es! —Jeannie se dio cuenta de que por fin las piezas empezaban a encajar—. Seleccionaban a un hombre y una mujer sanos, agresivos, inteligentes y rubios, y los convencían para que donasen el espermatozoide y el óvulo con los que formar el embrión. Pero en lo que realmente estaban interesados era en la posibilidad de duplicar el soldado perfecto una vez lo hubiesen creado. La parte crucial del experimento era la división múltiple del embrión y la implantación en las madres anfitrionas. Y funcionaba. —Enarcó las cejas—. Me pregunto qué sucedió a continuación.
—Puedo contestar a eso —dijo Charles—. Watergate. Todos esos locos proyectos secretos se cancelaron después.
—Pero la Genético se legitimó, como la Mafia. Y dado que descubrieron realmente el modo de crear niños probeta, la empresa resultó rentable. Los beneficios financiaban las inversiones en ingeniería genética que realizaron a partir de entonces. Sospecho que mi propio proyecto probablemente forma parte de su gran plan.
—¿Qué es?
—Una raza de norteamericanos perfectos: inteligentes, agresivos y rubios. —Se encogió de hombros—. Es una vieja idea, pero que ahora es posible merced a la genética moderna.
—Entonces, ¿por qué venden la compañía? Eso no tiene sentido.
—Quizá sí lo tenga —articuló Jeannie pensativamente—. Cuando se presentó la oferta pública de compra, tal vez vieron la ocasión de cambiar la marcha, de meter la quinta velocidad. El dinero que reciban por la venta financiará la campaña de Proust como candidato a la presidencia. Si consiguen llegar a la Casa Blanca, podrán llevar a cabo cuantas investigaciones deseen... y poner en práctica sus ideas.
Charles asintió con la cabeza.
—El Washington Post de hoy publica un artículo sobre las ideas de Proust. No creo que me gustará vivir en la clase de mundo que propugna. Si todos fueran soldados agresivos, ¿quién escribiría los poemas, interpretaría los blues y participaría en las marchas antibélicas de protesta?
Jeannie alzó las cejas. Era un pensamiento sorprendente en boca de un soldado de carrera.
—Hay más que eso —dijo—. Las modificaciones humanas tienen un propósito. Existe una razón por la que los hijos somos diferentes de cada uno de nuestros padres. La evolución es cuestión de ensayo y error. Uno no puede evitar los experimentos fallidos de la naturaleza sin eliminar también los éxitos.
Charles suspiró.
—Todo lo cual significa que no soy el padre de Steve.
—No digas eso.
El hombre abrió su billetero y sacó una foto.
—Tengo que confesarte una cosa, Jeannie. Ni por asomo sospeché nunca esta cuestión de los chicos clónicos, pero a menudo he mirado a Steve y me he preguntado si en él hay algo de mí.
—¿No lo ves?
—¿Algún parecido?
—No me refiero a parecido físico. Pero Steve posee un profundo sentido del deber. A ninguno de los otros clones les importa lo más mínimo el deber. ¡Eso lo ha heredado de ti!
La expresión de Charles continuó siendo lúgubre.
—Hay algo malo en él. Lo sé.
Jeannie le tocó el brazo.
—Escúchame. Steve era lo que yo llamo un chico salvaje: desobediente, impulsivo, temerario, rebosante de energía, ¿no es así?
Charles sonrió tristemente.
—Eso es verdad.
—También lo fueron Dennis Pinker y Wayne Stattner. A tales chicos casi resulta imposible educarlos para que vayan por el camino recto. Por eso Dennis es un asesino y Wayne un sádico. Pero Steve no es como ellos... y tú eres la razón de que no lo sea. Sólo unos padres dotados de la máxima paciencia, entrega y comprensión pueden educar a tales niños y convertirlos en seres humanos normales. Y Steve es normal.
—Rezo para que estés en lo cierto.
Charles abrió el billetero para poner de nuevo la foto en su sitio. Jeannie le detuvo.
—¿Puedo verla?
—Desde luego.
Jeannie examinó la imagen. Era una foto tomada recientemente. Steve llevaba una camisa de cuadros azules y el pelo un poco demasiado largo. Sonreía tímidamente a la cámara.
—No tengo ninguna foto suya —se lamentó Jeannie al tiempo que se la devolvía a Charles.
—Quédate ésta.
—No puedo. Tú la llevas junto al corazón.
—Tengo un millón de fotos de Steve. Pondré otra en la cartera.
—Gracias, te lo agradezco de verdad.
—Pareces muy encariñada con él.
—Le quiero, Charles.
—¿En serio?
Jeannie asintió.
—Cuando pensé que podían meterle en la cárcel por esa violación, desee brindarme para que me encerrasen en su lugar.
Charles esbozó una sonrisa forzada.
—Yo también.
—Eso es amor, ¿verdad?
—Seguro que sí.
Jeannie se sintió un tanto cohibida. No había tenido intención de contarle todo aquello al padre de Steve. En realidad, ni siquiera lo sabía ella misma; las palabras le salieron así, y entonces comprendió que respondían a un hecho cierto.
—¿Qué siente Steve por ti?
Jeannie sonrió.
—Podría ser modesta...
—No hace falta.
—Está loco por mí.
—No me sorprende. No sólo porque seas bonita, que lo eres sino porque también eres fuerte: cosa que salta a la vista. Steve necesita a alguien fuerte..., sobre todo cuando esa acusación pende sobre su cabeza.
Jeannie le dirigió una mirada calculadora. Era el momento de formularle la petición.
—Hay algo que podrías hacer, ¿sabes?
—Dime de qué se trata.
Jeannie había ensayado su discurso durante todo el trayecto a Washington.
—Si pudiera revisar otra base de datos, puede que localizara al verdadero violador. Pero después de toda la publicidad aparecida en el New York Times, ninguna agencia del gobierno ni compañía de seguros va a arriesgarse a trabajar conmigo. A menos...
—¿Qué?
Jeannie se inclinó hacia delante en la silla de jardín.
—La Genético experimentó con esposas de soldados que les enviaron a hospitales militares. Por lo tanto, la mayor parte de los clones probablemente nacieron en hospitales militares.
Charles asintió lentamente.
—Hace veintidós años, a los niños se les debía dar de alta en los registros clínicos del ejército. Esos historiales médicos puede que aún existan.
—Estoy seguro. El ejército nunca tira nada.
Las esperanzas de Jeannie subieron un grado. Pero había otro problema.
—En aquella época, tanto tiempo atrás, los archivos se llevaban a base de documentos de papel. ¿Pueden haberlo pasado al ordenador?
—Estoy seguro de ello. Es el único sistema de almacenarlo todo.
—Entonces es posible encontrarlo. —Jeannie dominó su exaltación.
Charles parecía absorto. Jeannie le miró fijamente.
—¿Puedes conseguir que acceda a esos archivos, Charles?
—Exactamente, ¿qué necesitas hacer?
—Tengo que cargar mi programa en el ordenador y dejar que revise todos los ficheros.
—¿Cuánto tiempo llevará?
—No hay modo de saberlo. Depende del volumen de la base de datos y de la potencia del ordenador.
—¿Interfiere en la recuperación normal de datos?
—Puede retrasarla.
Charles frunció el entrecejo.
—¿Lo harás?—apremió Jeannie, impaciente.
—Si nos cogen, será el fin de mi carrera.
—¿Lo harás?
—¡Demonios, sí!
Steve se emocionó al ver a Jeannie sentada en el patio, bebiendo limonada y charlando animadamente con Charles, como si fueran viejos amigos. Eso es lo que quiero, pensó; quiero a Jeannie formando parte de mi vida. Entonces podré afrontar lo que venga.
Cruzó el césped, desde el garaje, sonriente, y dejó un beso suave en los labios de Jeannie.
—Parecéis dos conspiradores —comentó.
Jeannie le explicó lo que estaban planeando y Steve dejó que sus esperanzas volvieran a renacer.
—No soy precisamente un genio de la informática —confesó Charles a Jeannie—. Me hará falta tu ayuda para instalar el programa.
—Iré contigo.
—Apuesto a que no llevas encima el pasaporte.
—Pues no.
—No puedo introducirte en el centro de datos si no llevas identificación.
—Nada me impide ir a casa y recogerlo.
—Te acompañaré yo —terció Steve—. Tengo el pasaporte arriba. Estoy seguro de que puedo instalar ese programa.
El padre lanzó a Jeannie una mirada interrogadora.
La muchacha asintió.
—El proceso es sencillo. Si surge algún fallo técnico, me llamáis desde el centro de datos y os transmitiré las instrucciones precisas.
—Vale.
Charles entró en la cocina y volvió con el teléfono. Marcó un número.
—Don, aquí, Charlie. ¿Quién ganó ese partido de golf?... Sabía que eras capaz de lograrlo. Pero la semana que viene yo te ganaré, prepárate. Escucha, necesito un favor, algo más bien fuera de lo corriente. Quiero comprobar el historial médico de mi chico, desde el día en que... Si, le pasa algo raro, no es que ponga su vida en peligro, pero es serio, y puede que haya alguna pista en los datos iniciales del historial. ¿Podrías arreglar las cosas para que el servicio de seguridad me permita entrar sin problemas en la Comandancia del Centro de Datos?
Durante la larga pausa inmediata, Steve no pudo leer nada en el rostro de su padre. Por último, éste dijo:
—Gracias, Don. Realmente te quedo muy reconocido.
Steve lanzo un puñetazo al aire.
—¡Estupendo!
El padre se llevó el índice a los labios y luego dijo por el teléfono: —Steve irá conmigo, estaremos ahí dentro de quince o veinte minutos, si todo va bien... Gracias otra vez.
Colgó.
Steve subió rápidamente a su cuarto y volvió con su pasaporte.
Jeannie llevaba los disquetes en una bolsita de plástico. Se la tendió a Steve.
—Metes en la disquetera el que lleva el número uno y aparecerán las instrucciones en la pantalla.
Steve miró a su padre.
—¿Listo?
—Vamos.
—Buena suerte —deseó Jeannie.
Subieron al Lincoln Mark VIII y partieron rumbo al Pentágono. Estacionaron el coche en la mayor zona de aparcamiento del mundo. En el Medio Oeste había ciudades más pequeñas que el aparcamiento del Pentágono. Subieron un tramo de escalera hasta la entrada de una segunda planta.
Cuando Steve contaba trece años había recorrido el lugar en una visita programada en la que el guía era un joven alto con un corte de pelo extremadamente corto. El edificio consistía en cinco plantas circulares concéntricas enlazadas por diez corredores como los radios de una rueda. Había cinco pisos y ningún ascensor. Antes de que hubieran transcurrido cinco segundos ya había perdido por completo el sentido de la orientación. El detalle principal que recordaba era que en medio del patio central había una construcción llamada Ground Zero que era una caseta donde vendían perritos calientes.
Su padre le condujo ahora por delante de una barbería cerrada, un restaurante y una entrada que llevaba a un punto de control de seguridad. Steve mostró su pasaporte, le registraron como visitante y le entregaron un pase que tuvo que colgarse en la pechera de la camisa.