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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (47 page)

A Jeannie le conmovió sobremanera la tristeza que denotaba. Una parte de ella se sentía complacida por el hecho de que todavía lamentase haberla perdido, pero tampoco deseaba que Will fuese desdichado.

—Fuiste lo mejor que me ha ocurrido nunca —confesó Will—. Eres fuerte, pero también buena. E inteligente: tengo que tener a alguien inteligente. Nos compenetrábamos. Nos queríamos.

—Me dolió mucho en aquellos días —dijo Jeannie—. Pero ya lo he superado.

—Yo no estoy muy seguro de poder decir lo mismo.

Jeannie le dirigió una mirada apreciativa. Era alto y corpulento no tan guapo como Steve, pero atractivo de un modo algo más tosco. Jeannie tanteó su libido, como un médico que palpara una contusión, pero no hubo respuesta, allí no quedaba el menor rastro del agobiante deseo físico que en otro tiempo le inspiraba el robusto cuerpo de Will.

Había ido a pedirle que volviese con él, eso estaba claro. Y Jeannie sabía cuál era la contestación. Ya no le deseaba. Había llegado con una semana de retraso, más o menos.

Sería mucho más clemente evitarle el mal trago de la humillación que representaría el que se declarase y luego rechazarle. Jeannie se levantó.

—Will, tengo algo importante que hacer y he de salir zumbando Me gustaría haber recibido tus mensajes, en cuyo caso tal vez hubiéramos podido pasar más tiempo juntos.

Will captó la indirecta implícita en aquellas palabras y su semblante se entristeció un poco más.

—Mala suerte —dijo. Se puso en pie.

Jeannie le tendió la mano, decidida, para el apretón de despedida. —Gracias por dejarte caer por aquí.

El hombre tiró de ella para darle un beso. Jeannie le ofreció la mejilla. Will la rozó suavemente con los labios y deshizo el abrazo.

—Desearía poder reescribir el guión —comentó contrito—. Pondría un final más feliz.

—Adiós, Will.

—Adiós, Jeannie.

Ella siguió mirándolo mientras Will bajaba la escalera y salía por la puerta.

Sonó el teléfono. Jeannie descolgó.

—Dígame.

—Que te despidan no es lo peor que puede pasarte.

Era un hombre; la voz se oía ligeramente sofocada, como si hablase a través de algo colocado sobre el micrófono para disimularla.

—¿Quién es? —preguntó Jeannie.

—Deja de meter las narices en lo que no te importa.

¿Quién demonios era aquel individuo? ¿A qué venía aquello?

—El que te abordó en Filadelfia se suponía que iba a matarte.

Jeannie contuvo el aliento. De súbito se sintió muy asustada.

La voz continuó:

—Se embarulló un poco y estropeó el asunto. Pero puede volver a visitarte.

—¿Oh, Dios!... —musitó Jeannie.

—Ándate con ojo.

Se produjo un clic y luego el zumbido de tono. El hombre había colgado. Jeannie hizo lo propio y se quedó con la vista clavada en el teléfono.

Nunca la había amenazado nadie con matarla. Era espantoso saber que otro ser humano deseaba poner fin a su vida. Estaba paralizada. «¿Qué se espera que hagas?»

 Se sentó en el sofá y luchó para recobrar su fuerza de voluntad. Tuvo la impresión de que se venía abajo y de que optaría por abandonar. Se sentía demasiado apaleada y magullada para seguir contendiendo con aquellos oscuros y poderosos enemigos. Eran demasiado fuertes. Podían conseguir que la despidieran, ordenar que la atacasen, registrar su despacho, sustraerle el correo electrónico; parecían estar en condiciones de hacer cualquier cosa. Quizá, realmente, podían incluso matarla.

¡Era tan injusto! ¿Qué derecho les asistía? Ella era una buena científica y habían aniquilado su carrera. Deseaban ver a Steve encarcelado por la violación de Lisa. La estaban amenazando a ella de muerte. Empezó a hervirle la sangre. ¿Quiénes se creían que eran? No iba a permitir que le destrozasen la vida unos canallas arrogantes que creían poder manipularlo todo en beneficio propio y pisotear a todos los demás. Cuanto más pensaba en ello, mayor era su indignación. No voy a permitirles ganar esta batalla, se dijo. Tengo capacidad para hacerles daño..., debo tenerla, porque, de no ser así, no hubieran considerado necesario advertirme y amenazar con matarme. Y voy a hacer uso de ese poder. Me tiene sin cuidado lo que me pueda ocurrir, siempre y cuando les ponga las cosas difíciles a esos individuos. Soy inteligente, estoy decidida a todo y soy Jeannie Ferrami, así que mucho cuidado, el que avisa no es traidor, hijos de mala madre, que ahí voy yo.

41

El padre de Jeannie estaba sentado en el sofá del desordenado salón de Patty, con una taza de café en el regazo, mientras veía Hospital General y daba buena cuenta de un trozo de pastel de zanahoria.

Al entrar allí y verle, a Jeannie se le subió la sangre a la cabeza.

—¿Cómo pudiste hacer una cosa así? —vociferó—. ¿Cómo pudiste robar a tu propia hija?

El hombre se puso en pie tan bruscamente que derramo el café y se le escapó de la mano el pastel.

Patty entró inmediatamente después de Jeannie.

—Por favor, no hagas una escena —rogó su hermana—. Zip está a punto de llegar a casa.

—Lo siento, Jeannie —habló el padre—, estoy avergonzado.

Patty se arrodilló y empezó a limpiar el café del suelo con un puñado de Kleenex. En la pantalla, un apuesto doctor con bata de cirujano besaba a una mujer preciosa.

—¡Sabes que estoy sin blanca! —insistió Jeannie en sus gritos—. Sabes que estoy intentando reunir el dinero suficiente para ingresar en una residencia decente a mamá... ¡tu esposa! ¡Y a pesar de todo, vas y me robas mi jodido televisor!

—¡No deberías emplear ese lenguaje!...

—¡Jesús, dame fuerzas!

—Lo siento.

—No lo entiendo. Sencillamente, no lo entiendo.

—Déjale en paz, Jeannie —terció Patty.

—Pero es que tengo que saberlo. ¿Cómo pudiste hacerme una cosa como esa?

—Está bien, te lo diré —replicó el padre, con un repentino acceso de energía que sorprendió a Jeannie—. Te diré por qué lo hice. Porque perdí las agallas. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Robé a mi propia hija porque estoy demasiado asustado para robar a cualquier otra persona, ahora ya lo sabes.

Su aspecto era tan patético que la cólera de Jeannie se evaporó automáticamente.

—¡Oh, papá, lo siento! —dijo—. Siéntate, traeré la aspiradora.

Recogió la volcada taza de café y la llevó a la cocina. Volvió con la aspiradora y limpió las migas de pastel. Patty acabó de eliminar del suelo las manchas de café.

—No os merezco, chicas, lo sé —reconoció el padre, al tiempo que se sentaba de nuevo.

—Te traeré otra taza de café —ofreció Patty.

El cirujano del televisor decía: «Vayámonos, tu y yo solos, a algún lugar maravilloso», y la beldad respondía: «¿Y tu esposa?», lo que obligaba al médico a poner una cara muy larga. Jeannie apagó el aparato y se sentó junto a su padre.

—¿Qué has querido dar a entender cuando dijiste que has perdido las agallas? —preguntó, curiosa—. ¿Qué ha pasado?

El hombre suspiró.

—Cuando salí de la cárcel fui a echarle un vistazo, en plan reconocimiento del terreno, a un edificio de Georgetown. Se trataba de un pequeño negocio, una sociedad de arquitectos que acababa de reequipar completamente su estudio con algo así como quince o veinte ordenadores personales y otros aparatos por el estilo, impresoras y máquinas de fax. El tipo que suministró el equipo me dio el soplo y me propuso el asunto: iba a comprarme los aparatos y se los volvería a vender a la empresa cuando cobrara el dinero del seguro. El golpe me proporcionaría diez mil dólares.

—No quiero que mis chicos oigan esto —dijo Patty.

Se cercioró de que no estaban en el pasillo y cerró la puerta del salón.

—¿Qué salió mal? —le preguntó Jeannie a su padre.

—Llevé la furgoneta, en marcha atrás, a la parte posterior del edificio, desconecté la alarma antirrobo y abrí la puerta del andén de carga. Entonces empecé a pensar en lo que ocurriría si apareciese por allí un poli. En los viejos tiempos eso siempre me había importado un rábano, pero calculo que han pasado diez años desde la última vez que hice un trabajo así. De todas formas, estaba tan arrugado que empecé a temblar. Entré en el edificio, desenchufé un ordenador, lo saqué, lo cargué en la furgoneta y me largué a toda pastilla. Al día siguiente fui a tu casa.

—Y me robaste.

—No tenía intención de hacerlo, cariño. Creí que me ayudarías; levantar cabeza y a encontrar alguna clase de trabajo legal. Luego cuando te fuiste, la vieja vocación se apoderó de mí. Estaba allí sentado, con la cadena estereofónica ante los ojos, y entonces pensé que podría sacar doscientos pavos por ella, y quizás otros cien por el televisor, así que arramblé con los aparatos. Te juro que después de venderlos me entraron ganas de suicidarme.

—Pero no te suicidaste.

—¡Jeannie! —se escandalizó Patty.

—Tomé unos tragos —siguió explicando el padre—, me lié en una partida de póquer y por la mañana estaba otra vez en la más negra miseria.

—Así que viniste a ver a Patty.

—No te haré eso a ti, Patty. No se lo haré a nadie nunca jamás. Voy a ir por el camino recto.

—¡Más te vale! —dijo Patty.

—He de hacerlo, no tengo más remedio.

—Pero todavía no —dijo Jeannie.

Los dos se la quedaron mirando. Patty preguntó nerviosamente:

—Jeannie, ¿de qué estás hablando?

—Tienes que hacer un trabajo más —dijo Jeannie a su padre—. Para mí. Un robo. Esta noche.

42

Empezaba a oscurecer cuando llegaron al campus de la Jones Falls.

—Es una lástima que no tengamos un coche más discreto —comentó el padre, mientras Jeannie conducía el Mercedes rojo hacia el aparcamiento destinado a estudiantes—. Un Ford Taurus estaría bien, o un Buick Regal. Se ven cincuenta de esos al día, nadie los recuerda.

Se apeó del vehículo, con una deslucida cartera de cuero marrón en la mano. La camisa de cuadros y los arrugados pantalones, junto con la alborotada pelambrera y los deslustrados zapatos, inducían a cualquiera a tomarle por un profesor del centro.

Jeannie se sentía extraña. Estaba enterada desde años atrás de que su padre era un ladrón, pero ella nunca había cometido un delito más grave que el de conducir a ciento diez kilómetros por hora. Ahora estaba a punto de entrar ilegalmente en un edificio. Era como cruzar una frontera significativa. No creía hacer nada malo, pero, con todo, la imagen que tenía de sí misma vacilaba un poco. Siempre se había tenido por una ciudadana respetuosa de la ley. Siempre le pareció que los delincuentes, incluido su padre, pertenecían a otra especie. Ahora se estaba integrando en el gremio de los criminales.

Casi todos los estudiantes y profesores se habían ido a casa, pero aún quedaban unas cuantas personas yendo por allí de un lado para otro: profesores que trabajaban hasta tarde, alumnos que asistían a alguna reunión o acontecimiento social, bedeles que echaban la llave y guardias de seguridad que cumplían sus rondas. Jeannie confió en no tropezarse con alguien que la conociese.

Estaba tensa como una cuerda de guitarra, a punto de saltar. Temía por su padre más que por ella misma. Caso de que los sorprendieran, sería profundamente humillante para ella, pero nada más; los tribunales no la envían a una a la cárcel por entrar a la fuerza en el propio despacho y robar un disquete. Pero a su padre, con los antecedentes que tenía le iban a caer unos cuantos años. Sería anciano cuando saliera de la cárcel.

Empezaron a encenderse las farolas de la calle y las luces exteriores de los edificios. Jeannie y su padre dejaron atrás la pista de tenis, donde dos mujeres jugaban bajo la claridad de los focos. Jeannie recordó la escena cuando Steve le dirigió la palabra por primera vez, el domingo anterior. Se lo había quitado de encima automáticamente, pero el muchacho no dejó de mostrarse confiado y satisfecho de sí mismo. ¡Qué equivocada estuvo en su primera impresión del chico!

Indicó con la cabeza el Pabellón de Psicología Ruth W. Acorn.

—Es ahí —dijo—. Todo el mundo lo llama la Loquería.

—Sigue andando al mismo ritmo de marcha —aconsejó el hombre—. ¿Cómo se entra por la puerta frontal?

—Se abre con una tarjeta de plástico, lo mismo que la puerta de mi despacho. Puedo conseguir que alguien me preste una.

—No hace falta. Me molestan los cómplices. ¿Por dónde se va a la parte posterior?

—Te lo enseñaré.

Un sendero cruzaba el césped de la otra parte lateral de la Loquería, hacia la zona de aparcamiento destinada a los visitantes. Jeannie lo siguió, hasta desembocar en el patio pavimentado de la parte trasera del edificio. Su padre recorrió con mirada profesional la elevación que había detrás.

—¿Qué es esa puerta? —señaló.

—Creo que es una salida de incendios.

El hombre asintió con la cabeza.

—Probablemente tendrá un travesaño al nivel de la cintura, la clase de barra que abre la puerta si uno la empuja.

—Creo que sí. ¿Vamos a entrar por ahí?

—Sí.

Jeannie recordó que por dentro había un letrero que decía:

«PUERTA DOTADA DE SISTEMA DE ALARMA».

—Dispararás la alarma —advirtió.

—De eso, ni hablar —respondió su padre. El hombre miro en torno—. ¿Pasa mucha gente por aquí detrás?

—No. De noche, sobre todo, no suele venir nadie.

—Muy bien. Manos a la obra.

Depositó la cartera en el suelo, la abrió y extrajo de ella una cajita de plástico negro, con una esfera. Pulsó un botón y lo mantuvo apretado mientras recorría con la cajita el marco de la puerta, fija la mirada en la esfera. La aguja empezó a oscilar al llegar la cajita a la esquina superior derecha de la puerta. El padre de Jeannie emitió un gruñido de satisfacción.

Devolvió la cajita al interior de la cartera y sacó otro aparato similar, junto con un rollo de cinta aislante. Fijó el aparato a la esquina superior derecha de la puerta y accionó un interruptor. Empezó a oírse un leve zumbido sordo.

—Eso confundirá a la alarma antirrobo —dijo.

Tomó un largo trozo de alambre que tiempo atrás había sido un colgador de camisas de los que usan en las lavanderías. Lo dobló con cuidado hasta que adoptó la adecuada forma retorcida e insertó una punta en la rendija de la puerta. Movió el alambre durante unos segundos y luego dio un tirón.

La puerta se abrió.

No sonó la alarma.

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