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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (48 page)

Recogió la cartera y entró en el edificio.

—Espera —dijo Jeannie—. Esto no está bien. Cierra la puerta y volvamos a casa.

—Ea, vamos, no tengas miedo.

—No puedo hacerte esto. Si te cogen, vas a estar en la cárcel hasta los setenta años.

—Jeannie, quiero hacerlo. He sido para ti un padre pésimo durante demasiado tiempo. Es mi ocasión de ayudarte, para variar. Tiene mucha importancia para mí. Vamos, por favor.

Jeannie entró.

Su padre cerró la puerta.

—Indícame el camino.

Jeannie subió corriendo por la escalera de incendios hasta la segunda planta y luego recorrió el pasillo y llegó a su despacho. Señaló la puerta.

El padre sacó de la cartera otro instrumento electrónico. Este llevaba una placa metálica del tamaño de una tarjeta de cuenta, unida mediante cables. Introdujo la placa en el lector de instrumentos y accionó el interruptor del instrumento.

—Prueba toda posible combinación —explicó.

A Jeannie le maravilló lo fácilmente que su padre había entrado en un edificio que disponía de un sistema de seguridad con los últimos adelantos.

—¿Quieres que te diga una cosa? —declaró el hombre—. ¡No tengo ni pizca de miedo!

—Cielo santo, pues yo sí —confesó Jeannie.

—No, en serio, he recuperado el valor, quizá porque tú vienes conmigo. —Sonrió—. Vaya, podríamos formar equipo.

Ella movió negativamente la cabeza.

—Olvídalo. No aguantaría la tensión.

Se le ocurrió que era posible que Berrington hubiese entrado allí y se hubiese llevado el ordenador y todos los disquetes. Habría sido espantoso que hubieran corrido aquel riesgo tan terrible para nada.

—¿Cuánto tardarás? —preguntó, impaciente.

—Cuestión de un segundo.

Al cabo de un momento, la puerta giró suavemente sobre sus goznes.

—¿No vas a pasar? —incitó el padre, orgulloso.

Jeannie entró y encendió la luz. Su computadora seguía encima de la mesa. Abrió el cajón de la mesa. Allí estaba su caja de disquetes de seguridad. La examinó a toda velocidad. El disquete de
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se encontraba dentro. Lo cogió.

—Gracias a Dios.

Ahora que lo tenía en su poder no le era posible perder un segundo en leer la información que contenía. Aunque anhelaba desesperadamente verse fuera de la Loquería, le tentación de echar un vistazo al archivo en aquel preciso instante era muy fuerte. En casa no tenía ordenador; papá lo había vendido. Para leer el disco iba a tener que pedir prestado un ordenador. Lo que requeriría tiempo y explicaciones.

Decidió arriesgarse.

Encendió el ordenador de su escritorio y aguardó a que concluyera el proceso de arranque.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó su padre.

—Quiero leer el archivo.

—¿No puedes hacerlo en casa?

—En casa no tengo ordenador, papá. Lo robaron.

El hombre no captó la ironía.

—Date prisa, pues. —Se llegó a la ventana y miró afuera.

Parpadeó la pantalla y Jeannie pulsó el botón del ratón sobre el programa de WP. Deslizó el disquete en la disquetera y encendió la impresora.

Las alarmas se dispararon instantáneamente. Jeannie creyó que se le había paralizado el corazón. El ruido era ensordecedor.

—¿Qué ha pasado? —gritó.

Su padre estaba blanco de pánico.

—Debe de haber fallado ese maldito emisor, o quizás alguien lo ha quitado de la puerta —voceó a su vez el hombre—. Estamos listos, Jeannie, ¡a correr!

Jeannie estaba loca por arrancar el disquete del ordenador y salir disparada, pero se obligó a pensar fríamente. Si ahora la cogían y le quitaban el disquete, lo habría perdido todo. Tenía que ver la lista mientras pudiera. Agarró a su padre del brazo.

—¡Sólo unos segundos más!

El miró por la ventana.

—¡Maldición, ese parece un guardia de seguridad!

—¡Tengo que imprimir esto! ¡Espérame!

Su padre temblaba como una hoja.

—No puedo, Jeannie, no puedo, ¡perdóname!

Cogió su cartera y emprendió la huída a todo correr.

Jeannie sintió lástima por él, pero ahora no podía abandonar. Pasó al directorio A, puso en pantalla el archivo del FBI e hizo clic sobre la palabra «Imprimir». No sucedió nada.

La impresora todavía se estaba cargando. Soltó un taco.

Se acercó a la ventana. Dos guardias de seguridad entraban en el edificio por la puerta de la fachada.

Cerró la puerta del despacho.

Clavó la mirada en la impresora de chorro de tinta.

—Vamos, vamos, venga.

Por fin, la impresora emitió un chasquido, empezó a zumbar y succionó una hoja de papel de la bandeja.

Jeannie sacó el disquete de la disquetera y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta azul eléctrico.

La impresora expulsó cuatro hojas de papel y se detuvo.

Con el corazón saltándole demencialmente en el pecho, Jeannie arrebató las páginas a la bandeja y examinó las líneas impresas.

Había treinta o cuarenta parejas de nombres. La mayoría eran masculinos, pero eso no tenía nada de extraño: casi todos los crímenes los cometen hombres. En algunos casos, la dirección era una cárcel. La lista era exactamente lo que Jeannie había esperado. Buscó los nombres de «Steve Logan» o «Dennis Pinker». Ambos figuraban allí.

Y estaban ligados a un tercero: Wayne Stattner.

—¡Sí! —exclamó Jeannie, exultante.

Había una dirección de la ciudad de Nueva York y el número telefónico.

Contempló el nombre. Wayne Stattner. Era el individuo que había violado a Lisa allí mismo, en el gimnasio, y que atacó a Jeannie en Filadelfia.

—Hijo de puta —musitó la muchacha con acento vengativo—. Vamos a cazarte.

Lo primero era escapar de allí con la información. Se metió los papeles en el bolsillo, apago la luz y abrió la puerta. Oyó voces en el pasillo. Se elevaban por encima del gemido de la alarma, que seguía ululando. Era demasiado tarde. Volvió a cerrar la puerta, cautelosamente. Notó débiles las piernas y se pegó a puerta, a la escucha.

Oyó la voz de un hombre que gritaba:

—Estoy seguro de haber visto luz en uno de esos despachos.

—Será mejor que los registremos todos —replicó otra voz.

A la tenue claridad que una farola de la calle proyectaba a través de la ventana, Jeannie recorrió con la mirada el ámbito de la pequeña estancia. Ningún sitio donde esconderse.

Abrió la puerta unos centímetros. No vio ni oyó nada. Asomó la cabeza. Por el hueco de una puerta abierta, en el extremo del pasillo salía un chorro de luz. Jeannie aguardó, ojo avizor. Salieron los guardias de seguridad, apagaron la luz, cerraron la puerta y entraron en la pieza contigua, que era el laboratorio. Registrarlo les iba a llevar un minuto. ¿Podría escabullirse sin ser vista y alcanzar la escalera?

Jeannie salió al pasillo y cerró tras de si la puerta, con mano temblorosa.

Echó a andar corredor adelante. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no echar a correr.

Pasó por delante de la puerta del laboratorio. No pudo resistir la tentación de echar una ojeada al interior. Los dos guardias estaban de espaldas; uno miraba dentro de un armario de artículos de escritorio y el otro observaba con curiosidad una hilera de películas con pruebas de ADN colocadas sobre el cristal de una caja de luz. No la vieron.

Faltaba poco para conseguirlo. Llegó al final del pasillo y empujó la puerta batiente.

Cuando estaba a punto de franquearla, una voz gritó:

—¡Eh! ¡Usted! ¡Alto!

Hasta el último nervio de su cuerpo se puso rígido, dispuesto a lanzarse a la carrera, pero Jeannie se dominó. Dejo que el batiente de la puerta volviera a su lugar, giró sobre sus talones y sonrió.

Los guardias corrieron por el pasillo hacia ella. Eran dos hombres de poco menos de sesenta años, probablemente policías retirados.

Jeannie tenía la garganta seca y le costaba un trabajo ímprobo respirar.

—Buenas noches —dijo—. ¿En qué puedo servirles, caballeros?

El ruido de la alarma cubrió el temblor de su voz.

—Se ha disparado una alarma en el edificio —informó uno.

Era una estupidez decir aquello, pero Jeannie lo pasó por alto.

—¿Creen que hay un intruso?

—Es muy posible. ¿Ha visto u oído algo fuera de lo normal, profesora?

Los guardias daban por sentado que era miembro del claustro de la universidad, lo cual le beneficiaba.

—La verdad es que me pareció oír ruido de cristales rotos. Me pareció que venía del piso de arriba, aunque no estoy segura.

Los guardias intercambiaron una mirada.

—Lo comprobaremos —dijo uno.

El otro era más desconfiado.

—¿Puedo preguntarle que lleva en el bolsillo?

—Unos papeles.

—Evidente. ¿Me permite verlos?

Jeannie no estaba dispuesta a entregárselos a nadie; eran demasiado preciosos. Improvisando, fingió estar de acuerdo y luego cambiar de idea.

—Claro —articuló, y se los sacó del bolsillo. Luego los dobló y los volvió a poner donde los había sacado—. Pensándolo bien, creo que no, no le voy a permitir verlos. Son personales.

—Debo insistir. Durante nuestra formación se nos dijo que en un lugar como éste los papeles pueden ser tan valiosos como cualquier otra cosa.

—Me temo que no voy a permitirle leer mi correspondencia particular sólo porque se haya disparado una alarma en un edificio de la universidad.

—En tal caso, no tengo más remedio que pedirle que me acompañe a nuestra oficina de seguridad y hable con mi supervisor.

—Está bien —fingió avenirse Jeannie—. Les espero fuera.

De espaldas, retrocedió rápidamente, cruzó la puerta y se precipitó escaleras abajo.

Los guardias corrieron tras ella.

—¡Aguarde!

Se dejó alcanzar por ellos en el vestíbulo de la planta baja. Uno la cogió de un brazo mientras el otro abría la puerta. Salieron al aire libre.

—No hace falta que me sujete así.

—Lo prefiero —repuso el guardia.

Resoplaba como consecuencia del esfuerzo de la persecución por la escalera.

Jeannie había estado allí antes. Agarró la muñeca de la mano que la retenía y apretó con todas sus fuerzas. El guardia se quejó:

—¡Ay! —Y la soltó.

Jeannie se lanzo pies para que os quiero.

—¡Eh! ¡So zorra! ¡Alto!

Emprendieron la persecución.

No contaban con la más remota posibilidad. Jeannie era veinticinco años más joven que ellos y estaba tan preparada como un caballo de carreras. A medida que sacaba ventaja a los dos hombres se alejaba de ellos, el miedo iba abandonándola. Corrió como el viento, sin dejar de reírse. La persiguieron durante unos metros luego abandonaron la empresa. Jeannie volvió la cabeza y los vio doblados sobre sí mismos, jadeantes.

Siguió corriendo hasta el aparcamiento.

Su padre la esperaba junto al coche. Jeannie abrió el vehículo y subieron. Atravesó el aparcamiento con los faros apagados.

—Lo siento, Jeannie —se lamentó el padre—. Pensé que aunque fuese incapaz de hacerlo por mí, quizá podría hacerlo por ti. Pero es inútil. Lo he perdido. No volveré a robar nunca más.

—¡Esa es una noticia estupenda! —dijo Jeannie—. ¡Y he conseguido lo que quería!

—Quisiera haber sido mejor padre para ti. Me parece que ya es demasiado tarde para empezar a serlo.

Jeannie condujo a través del campus y, al desembocar en la calle, encendió los faros.

—No es demasiado tarde, papá. Realmente no lo es.

—Tal vez. Lo intente por ti, de todas formas lo intenté, ¿verdad?

—¡Lo intentaste y lo conseguiste! Me facilitaste la entrada. Yo sola no lo hubiera podido hacer.

—Sí, supongo que tienes razón.

Jeannie volvió a casa velozmente. Se moría de ganas de comprobar el número de teléfono de la lista impresa. Si lo habían cambiado, tendría un problema. Deseaba oír la voz de Wayne Stattner.

En cuanto entró en su apartamento fue derecha al teléfono y marcó el número.

Respondió una voz masculina:

—¿Diga?

Una simple palabra no le permitió llegar a ninguna conclusión.

—¿Podría hablar con Wayne Stattner, por favor? —preguntó.

—Desde luego, Wayne al aparato, ¿quién le llama?

Sonaba exactamente igual que la voz de Steve. Cabrón de mierda, ¿por qué me rasgaste los pantis? Contuvo su resentimiento y dijo:

—Señor Stattner, pertenezco a una empresa de investigación de mercado que le ha elegido a usted como beneficiario de una oferta muy especial que...

—¡Váyase a la mierda y muérase! —soltó Wayne, y colgó.

—Es él —dijo Jeannie a su padre—. Incluso tiene el mismo timbre de voz que Steve, sólo que Steve es mucho más educado.

En pocas palabras explicó a su padre toda la historia. El hombre la cogió a grandes rasgos y le pareció algo así como sorprendente.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Llamar a la policía.

Marcó el número de la Unidad de Delitos Sexuales y preguntó por la sargento Delaware.

Su padre sacudió la cabeza estupefacto.

—Me va a costar Dios y ayuda acostumbrarme a la idea de colaborar con la policía. Te garantizo que confío en que esa sargento sea distinta a todos los detectives con los que me he tropezado.

—Creo que probablemente lo es...

No esperaba encontrar a Mish en su despacho: eran las nueve de la noche. Su intención consistía en dejarle un recado para que se lo transmitieran. Por suerte, sin embargo, Mish se encontraba aún en el edificio.

—Estaba poniendo al día mi papeleo burocrático —explicó—. ¿Qué sucede?

—Steve Logan y Dennis Pinker no son gemelos.

—Pero creí...

—Son trillizos.

Hubo una larga pausa. Cuando Mish volvió a hablar, su tono era cauteloso.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Recuerdas que te conté cómo di con Steve y Dennis... a través de la revisión de una base de datos, buscando parejas con historia les semejantes?

—Sí.

—Esta semana repasé el archivo de huellas dactilares del FBI en busca de huellas que fueran similares. En el programa me han salido Steve, Dennis y un tercer individuo en un grupo.

—¿Tienen huellas dactilares idénticas?

—Idénticas con exactitud, no. Similares. Pero acabo de llamar al tercer sujeto. Su voz era igual que la de Steve. Estoy dispuesta a apostarme el cuello a que se parecen como dos gotas de agua. Debes creerme, Mish.

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