El tercer gemelo (49 page)

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Authors: Ken Follett

—¿Tienes una dirección?

—Si. De Nueva York.

—Dámela.

—Con una condición.

La voz de Mish se endureció.

—Estás hablando con la policía, Jeannie. Nada de imponer condiciones, te limitas a responder a nuestras malditas preguntas y a otra cosa. Ahora, dame esa dirección.

—Tengo que darme una satisfacción. Quiero verle.

—Lo que quieres es ir a la cárcel, esa es la cuestión en lo que a ti concierne en estos momentos, porque si no quieres verte entre rejas, dame esas señas.

—Quiero que vayamos a verle las dos juntas. Mañana.

Otra pausa.

—Debería meterte en el talego por proteger a un delincuente.

—Podríamos coger el primer avión que salga para Nueva York mañana por la mañana.

—Vale.

SÁBADO
43

Cogieron el vuelo USAir a Nueva York a las 6.40 de la mañana.

Jeannie se sentía pletórica de esperanza. Aquello podía representar para Steve el fin de la pesadilla. La noche anterior le había telefoneado para ponerle al corriente de los acontecimientos y el muchacho se mostró enajenado. Quiso ir a Nueva York con ellas, pero Jeannie sabía que Mish no iba a permitirlo. Prometió llamarle en cuanto tuviese más noticias.

Mish mantenía una especie de escepticismo tolerante. Le resultaba muy difícil creer la historia de Jeannie, pero tenía que comprobarla.

Los datos de Jeannie no revelaban el motivo por el cual las huellas dactilares de Wayne Stattner estaban en el archivo del FBI, pero Mish lo había verificado durante la noche y le contó a Jeannie la historia cuando despegaron del Aeropuerto Internacional Baltimore-Washington. Cuatro años antes, los preocupados padres de una niña de catorce años que había desaparecido siguieron la pista de su hija hasta el apartamento de Stattner en Nueva York. Le acusaron de secuestro. Él lo negó, alegando que no había obligado a la niña a ir con él. La propia chica dijo que estaba enamorada de Stattner. Wayne sólo tenía entonces diecinueve años, así que no hubo procesamiento.

El caso sugería que Stattner necesitaba dominar mujeres, pero para Jeannie no encajaba de modo absoluto en la psicología de un violador. Sin embargo, Mish dijo que no existían normas estrictas.

Jeannie no le había hablado a Mish del sujeto que la agredió en Filadelfia. Sabía que Mish no iba a aceptar su palabra de que aquel hombre no era Steve. Mish hubiera querido interrogar personalmente a Steve, y eso era lo último que al muchacho le hacía falta. En consecuencia, Jeannie también se abstuvo de mencionar al hombre que le telefoneó el día anterior para amenazarla de muerte. No se lo había contado a nadie, ni siquiera a Steve; no deseaba proporcionarle más preocupaciones.

Jeannie quería caerle bien a Mish, pero entre ellas siempre había una barrera de tensión. Como miembro de la policía, Mish esperaba que todo el mundo hiciera lo que se le ordenase, y eso era algo que Jeannie detestaba en una persona. En un intento de acercarse a ella, Jeannie le preguntó cómo le dio por ingresar en la policía.

—Solía trabajar de secretaria y encontré empleo en el FBI —respondió Mish—. Estuve allí diez años. Empecé a darme cuenta de que podía hacer el trabajo mejor que el agente a cuyas órdenes estaba. De modo que presente mi solicitud para recibir formación de policía. Ingresé en la academia, me hice agente de uniforme y luego me presenté voluntaria para misiones secretas en la brigada antidroga. Aquello era escalofriante, pero demostré que tenía valor y resistencia.

Durante un momento, Jeannie se sintió algo distante de su compañera. Jeannie solía fumar un poco de hierba de vez en cuando y le fastidiaban las personas que querían encarcelar a la gente por ello.

—Después me trasladé a la Unidad de Abusos contra la Infancia —continuó Mish—. No duré mucho allí. Nadie dura mucho allí. Es un trabajo importante, pero una no puede aguantar mucho esa clase de cosas. Acabaría loca. Así que al final vine a parar a Delitos Sexuales.

—No parece una mejora sustancial.

—Por lo menos, las víctimas son adultas. Y al cabo de un par de años me ascendieron a sargento y me pusieron al cargo de la unidad.

—Opino que todos los detectives que se encargaran de casos de violación deberían ser mujeres —dijo Jeannie.

—No estoy muy segura de compartir tu idea.

Palabras que sorprendieron a Jeannie.

—¿No crees que las víctimas se explayarían más hablando con mujeres?

—Las víctimas de más edad, puede; las que hayan pasado de los setenta, pongamos.

Jeannie se estremeció ante la idea de que violasen a frágiles ancianas.

—Pero, francamente —continuo Mish—, la mayor parte de las víctimas contarían su experiencia a una farola.

—Los hombres siempre piensan que ellas se lo buscan.

—Pero la denuncia de una violación ha de ponerse en duda en algún punto, si ha de haber un juicio imparcial. Y cuando se llega a esa clase de interrogatorio, las mujeres son capaces de comportarse con más brutalidad que los hombres, especialmente con otras mujeres.

A Jeannie le resultaba eso difícil de creer y se preguntó si no estaría Mish defendiendo a sus colegas masculinos ante una intrusa.

Cuando se quedaron sin temas de conversación, Jeannie se sumió en una especie de ensimismamiento. Se preguntaba que le reservaría el futuro. No le cabía en la cabeza la idea de que tal vez no pudiese continuar desarrollando labores científicas durante el resto de su vida. En su sueño del futuro se veía como una anciana famosa, con pelo gris y genio de cascarrabias, pero conocida en todo el mundo. Y a los estudiantes se les decía: «No se comprendió la conducta criminal humana hasta la publicación, en el año 2000, del revolucionario libro de la doctora Ferrami». Ahora, sin embargo, eso no iba a suceder. Y ella necesitaba una nueva fantasía.

Llegaron a La Guardia poco después de las ocho y tomaron un destartalado taxi amarillo que las adentró por Nueva York. El vehículo tenía los muelles de la suspensión en un estado realmente deplorable y no paró de dar botes y traqueteos a lo largo del trayecto por Queens y el Midtown Tunnel, hasta Manhattan. Jeannie se hubiera sentido incómoda en un Cadillac: se dirigía a ver al hombre que la había atacado en su propio automóvil y notaba el estómago como un caldero de ácido hirviente.

La dirección de Wayne Stattner resultó ser un impresionante edificio del centro de la ciudad, al sur de la calle Houston. La mañana era soleada y en las calles ya había gente que compraba bollos, tomaba capuchinos en los bares de las aceras y miraban los escaparates de las galerías de arte.

Un detective de la comisaría número uno las estaba esperando, en un Ford Escort aparcado en doble fila y con una de las puertas posteriores abollada. Les estrechó la mano y se presentó malhumoradamente como Herb Reitz. Jeannie supuso que hacer de canguro de detectives forasteros le parecía al hombre algo así como denigrante.

—Te agradecemos que hayas acudido a ayudarnos en sábado. —Mish acompañó sus palabras con una sonrisa cálida y coqueta. El hombre se suavizó un poco.

—No hay problema.

—Si alguna vez necesitas que te echen una mano en Baltimore, no tienes más que recurrir a mí personalmente.

—Dalo por hecho.

Jeannie se mordió la lengua para no intervenir: «¡Por el amor de Dios, vayamos a lo nuestro!».

Entraron en el edificio y subieron al último piso en un ascensor lentísimo.

—Un apartamento por planta —informó Herb—. Es un sospechoso con pasta. ¿Qué hizo?

—Violación —dijo Mish.

El ascensor se detuvo. La puerta se abría directamente a otra puerta, de forma que no podían apearse hasta que esa otra puerta la del piso, se abriera. Mish pulsó el timbre. Sucedió un largo silencio. Herb mantuvo abiertas las puertas del ascensor. Jeannie rezó para que Wayne no se hubiera ido a pasar fuera de la ciudad el fin de semana; ella no resistiría la decepción. Mish volvió a llamar mantuvo el dedo sin levantarlo del timbre.

Por fin llegó una voz del interior:

—¿Quién coño llama?

Era él. La voz congeló de horror a Jeannie.

—Policía —dijo Herb—, esa es el coño que llama. Abra la puerta.

Wayne Stattner cambió el tono:

—Por favor, muestre su tarjeta de identidad delante del panel de cristal que tiene frente a usted.

Herb puso su insignia delante de la mirilla.

—Muy bien, un momento.

Eso es, pensó Jeannie. Ahora voy a echarle la vista encima.

Abrió la puerta un joven despeinado y descalzo, envuelto en un ajado albornoz negro de felpa.

Jeannie le miró con fijeza, desorientada. Era el doble de Steve..., salvo que tenía el pelo negro.

—¿Wayne Stattner? —pregunto Herb.

—Sí.

Debió de teñírselo, pensó Jeannie. Debió de teñírselo ayer o el jueves por la noche.

—Soy el detective Herb Reitz, de la comisaría numero uno.

—Siempre he colaborado con la policía, Herb —dijo Wayne. Miró a Mish y a Jeannie. Esta no captó el más leve aleteo de reconocimiento en su rostro—. ¿No quieren pasar?

Entraron. El recibidor, carente de ventanas, estaba pintado de negro, con tres puertas rojas. En un rincón se erguía un esqueleto humano del tipo de los que se suelen usar en las escuelas de medicina, pero aquél tenía la boca amordazada con un pañuelo escarlata y unas esposas de acero de la policía sujetaban los huesos de sus muñecas.

Wayne los condujo por una de las puertas rojas a un desván espacioso y de techo alto. Negras cortinas de terciopelo cubrían las ventanas y lámparas de pie iluminaban la estancia. Una bandera nazi de tamaño natural ocupaba una pared. Una colección de látigos llenaban un paragüero, expuestos bajo la luz de un foco. Una gran pintura al óleo, que representaba una crucifixión, descansaba en un caballete de pintor; al acercarse, Jeannie vio que la figura crucificada no era Cristo, sino una voluptuosa mujer de larga cabellera rubia. Se estremeció de asco.

Aquel era el hogar de un sádico: no podría resultar más evidente ni aunque lo anunciaran en la puerta con un letrero.

Herb miraba a su alrededor, asombrado.

—¿Qué hace usted para ganarse la vida, señor Stattner?

—Soy propietario de dos clubes nocturnos de Nueva York. Con franqueza, precisamente ese es el motivo por el que siempre estoy tan predispuesto a cooperar con la policía. He de tener las manos inmaculadamente limpias, con vistas al negocio.

Herb chasqueó los dedos.

—Naturalmente, señor Stattner. Leí algo sobre usted en un artículo de la revista New York. «Jóvenes millonarios de Manhattan.» Debí haber reconocido el nombre.

—¿No quieren sentarse?

Jeannie echó a andar hacia un asiento y luego vio que se trataba de una silla eléctrica de las que se emplean en las ejecuciones. Optó por cambiar de destino, hizo una mueca y se sentó en otra.

—Le presento a la sargento Michelle Delaware, de la policía de la ciudad de Baltimore —dijo Herb.

—¿Baltimore? —Wayne se manifestó sorprendido. Jeannie no le quitaba ojo, por si en su rostro aparecía algún indicio de miedo, pero parecía buen actor. Stattner preguntó, sarcástico—: Pero ¿se cometen delitos en Baltimore?

—Se ha teñido el pelo, ¿verdad? —terció Jeannie.

Mish le disparó una centelleante mirada de fastidio. Jeannie estaba allí para observar, no para interrogar al sospechoso.

Sin embargo a Wayne no le importó la pregunta.

—Muy lista al notarlo.

Tenía yo razón, pensó Jeannie, exultante. Es él. Al mirarle las manos las recordó mientras le desgarraban a ella la ropa. Tu lo hiciste, hijo de perra, pensó.

—¿Cuándo se lo tiñó? —insistió.

—Cuando tenía quince años —respondió Stattner.

«Embustero.»

—El negro siempre ha estado de moda, desde que tengo uso de razón.

«Tu pelo era rubio el jueves, cuando pusiste tus manazas en mi falda, y el domingo, cuando violaste a mi amiga Lisa en el gimnasio de la Universidad Jones Falls.»

Pero ¿por qué está mintiendo? ¿Sabía que teníamos un sospechoso de pelo rubio?

—¿A qué viene todo esto? —dijo Stattner—. ¿El color de mi pelo es una pista? Adoro los misterios.

—No le entretendremos mucho tiempo —manifestó Mish vivamente—. Sólo necesitamos saber dónde estaba usted el domingo pasado, a las ocho de la tarde.

Jeannie se preguntó si tendría coartada. Para él habría sido facilísimo declarar que estuvo jugando a las cartas con algunos tipos de los bajos fondos, a los que luego pagaría para que confirmasen sus palabras, o decir que había estado en la cama con alguna furcia, lo cual perjuraría lo que fuese a cambio de un chute de droga.

Pero, ante la sorpresa de Jeannie, el muchacho dijo: —Eso es fácil. Estaba en California.

—¿Alguien puede corroborarlo?

Se echo a reír.

—Más o menos, un millón de personas, supongo.

Jeannie empezó a presentir la catástrofe. No era posible que contase con una verdadera coartada. Tenía que ser el violador.

—¿Qué quiere decir? —pregunto Mish.

—Asistía a los Emmy.

Jeannie recordó que el televisor de la habitación que ocupaba Lisa en el hospital retransmitía la cena de los Premios Emmy ¿Cómo podía ser que Wayne hubiese estado en la ceremonia? Difícilmente habría podido presentarse en el aeropuerto en el tiempo que tardó Jeannie en llegar al hospital.

—No obtuve ningún premio, naturalmente —añadió—. No estoy en ese negocio. Pero si se lo dieron a Salina Jones, y es una vieja amiga.

Lanzó un vistazo hacia la pintura al óleo y Jeannie comparendo que la mujer del cuadro era la actriz que interpretaba el papel de Babe, la hija del quisquilloso Brian, el del restaurante de la comedia Too Many Cooks. Sin duda había posado.

—Salina ganó el premio a la mejor actriz de comedia —informó Wayne—, y la besé en ambas mejillas cuando bajó del escenario con el trofeo en la mano. Fue un momento divino, que las cámaras de televisión captaron y difundieron al instante por todo el mundo. Lo tengo en video. Y hay una foto en el número de la revista People de esta semana.

Señaló una revista que estaba encima de una carpeta.

Jeannie la cogió. Había en ella un retrato de Wayne, increíblemente elegante con su esmoquin, besando a Salina mientras la muchacha sostenía la estatuilla del Emmy.

El pelo de Wayne era negro.

El pie de la foto decía: «El empresario de clubes nocturnos de Nueva York, Wayne Stattner, felicita a su antigua amante Salina Jones tras recibir esta en Hollywood, el domingo por la noche, el Emmy por Too Many Cooks.

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