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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (53 page)

El sábado por la tarde había relativamente pocas personas por allí y los pasillos se encontraban desiertos, a excepción de algún que otro funcionario, casi todos de uniforme, que trabajaba hasta tarde, y un par de carritos de golf empleados para transportar objetos voluminosos y personas muy importantes. La última vez que Steve estuvo allí se sintió tranquilizado por el poderío monolítico que irradiaba el edificio: todo aquello estaba allí para protegerle.

Ahora su opinión era distinta. En algún punto de aquel laberinto de círculos y pasillos se había tramado una conjura, la maquinación que le creó a él y a sus fantasmales dobles. El almiar burocrático existía para ocultar la verdad que él estaba buscando, y los hombres y mujeres con uniforme de la armada, del ejército de tierra y de las fuerzas aéreas eran ahora sus enemigos.

Recorrieron un pasillo, subieron por una escalera y rodearon otra rotonda para llegar a un nuevo punto de seguridad. Pasarlo les llevó más tiempo. Tuvieron que teclear el nombre y apellidos, así como la dirección completa de Steve, y aguardar un par de minutos para que el ordenador diese el visto bueno. Por primera vez en su vida, Steve tuvo conciencia de que el control de seguridad estaba dedicado a él; era el único a quien se buscaba. Se sintió furtivo y culpable, aunque no había hecho nada. Fue una sensación extraña. Pensó que los criminales debían de experimentar aquella sensación continuamente. Y también los espías, los contrabandistas y los esposos adúlteros.

Siguieron adelante, doblaron varias esquinas más y llegaron ante un par de puertas de cristal. Al otro lado de ellas, cosa de una docena de soldados jóvenes permanecían sentados frente a monitores de ordenador, dedicados a teclear datos o a introducir documentos, escritos sobre papel, en aparatos de reconocimiento óptico de caracteres. Un guardia situado en la parte exterior de la puerta comprobó de nuevo el pasaporte de Steve y luego les franqueó el paso.

Entraron en una estancia de suelo alfombrado, silenciosa, carente de ventanas, con una iluminación suave y en la que reinaba esa atmósfera insustancial propia del aire purificado. Un coronel se encargaba de la dirección de aquel departamento, un hombre de pelo gris y bigote fino como la línea que traza un lapicero. No conocía al padre de Steve pero los estaba esperando. Les habló en tono enérgico mientras los acompañaba a la terminal que iban a utilizar: tal vez consideraba su visita un incordio.

—Tratamos de localizar los registros e historiales clínicos de niños nacidos en hospitales militares alrededor de veintidós años atrás —le dijo el padre de Steve.

—Esos archivos no se conservan aquí.

La moral de Steve fue a parar al suelo. No era posible que la derrota cayera sobre ellos con tanta facilidad.

—¿Dónde los conservan?

—En St. Louis.

—¿No se puede acceder a ellos desde aquí?

—Necesitará un permiso de prioridad para utilizar el enlace de transmisión de datos. No lo tiene, ¿verdad?

—No había contado con que surgiera este problema, coronel —repuso Charles en tono de malhumor—. ¿Quiere que vuelva a llamar al general Krohner? Puede que no nos agradezca el que le molestemos innecesariamente un sábado por la tarde, pero lo haré si usted insiste.

El coronel contrapesó las consecuencias de un quebrantamiento menor de las ordenanzas con el riesgo de irritar a un general.

—Supongo que todo estará bien. La línea está libre ahora y a veces necesitamos probarla en algún momento durante el fin de semana.

—Gracias.

El coronel llamó a una mujer con uniforme de teniente y se la presentó: Caroline Gambol. Tendría unos cincuenta años, encorsetada y con exuberante exceso de carnes, sus modales eran los típicos de una directora de algo. El padre de Steve le repitió lo que ya había dicho al coronel.

La teniente Gambol advirtió:

—¿Está usted enterado de que estos archivos están sujetos a la ley de derecho a la intimidad, señor?

—Sí, y contamos con la debida autorización.

La teniente se sentó ante la terminal y empezó a tocar teclas. Al cabo de unos minutos preguntó:

—¿Qué clase de búsqueda desean operar?

—Tenemos nuestro propio programa de búsqueda.

—Sí, señor. Me encantará introducírselo.

El padre miró a Steve. El muchacho se encogió de hombros y tendió los disquetes a la mujer.

—Mientras cargaba el programa, la teniente miró a Steve con curiosidad.

—¿Quién hizo este programa?

—Una profesora de Jones Falls.

—Muy inteligente —dijo la mujer—. En la vida había visto nada parecido. —Alzó los ojos hacia el coronel, que miraba la pantalla por encima del hombro de la teniente—. ¿Y usted, coronel?

El hombre denegó con la cabeza.

—Ya está cargado. ¿Ordeno la búsqueda?

—Adelante.

La teniente Gambol pulso la tecla de Intro.

49

Una corazonada impulsó a Berrington a arrancar en pos del negro Lincoln Mark VIII cuando el coche del coronel Logan emergió del camino de entrada a la casa de Georgetown. No estaba muy seguro de que Jeannie estuviese en aquel coche; sólo había podido ver al coronel y a Steve en los asientos delanteros, pero se trataba de un cupe y era harto posible que la muchacha viajase en la parte de atrás.

Se alegraba de tener algo que hacer. La combinación de inactividad y tensa angustia era algo de lo más tedioso. Le dolía la espalda y tenía las piernas entumecidas. Le costaba trabajo aguantarse las ganas de abandonarlo todo y marcharse. Podía estar sentado en un restaurante con una buena botella de vino o en casa, regalándose los oídos con la Novena Sinfonía de Mahler, versión compact disc, o entregado a la gozosa tarea de desnudar a Pippa Harpenden. Pero luego pensó en las recompensas que le reportaría la venta de la Genético. Para empezar, el dinero: sesenta millones de dólares era su parte. Después la posibilidad del poder político, con Jim Proust en la Casa Blanca y él mismo desempeñando el cargo de jefe de la sanidad militar. Por último, si el éxito los acompañaba, una Norteamérica nueva y distinta para el siglo XXI, unos Estados Unidos como solían ser, fuertes, valientes y puros. De modo que rechinó los dientes y perseveró en el sucio ejercicio del fisgoneo a escondidas.

Durante cierto tiempo le fue relativamente fácil seguir a Logan a través del escaso y lento tránsito de Washington. Se mantuvo dos coches por detrás del que perseguía, como en las películas de detectives. El Mark VIII es elegante, pensó Berrington por pensar algo. Tal vez debiera cambiarlo por su Town Car. El sedán tenía presencia, pero era un típico coche para la gente de edad mediana: el cupe era más dinámico. Luego recordó que el lunes por la noche sería rico. Podría comprar un Ferrari, si lo que deseaba era parecer dinámico.

El Mark VIII dejó atrás un semáforo, dobló una esquina, el semáforo se puso rojo, el coche que iba delante de Berrington se detuvo y Berrington perdió de vista el automóvil de Logan. Soltó una palabrota y se inclinó sobre la bocina. Le había ocurrido por estar pensando en las musarañas. Sacudió la cabeza para despabilarse un poco. El aburrimiento de tanto vigilar socavaba su concentración.

Cuando el semáforo cambió a verde, dobló la esquina, chirriantes las ruedas, y pisó el acelerador a fondo.

Al cabo de un momento avistó al cupe negro, que esperaba a que cambiase un semáforo, y respiró más tranquilo.

Rodearon el Lincoln Memorial y cruzaron luego el Potomac por el puente de Arlington. ¿Se dirigían al Aeropuerto Nacional? Tomaron el Bulevar Washington y Berrington comprendió que su destino debía de ser el Pentágono.

Los siguió por el desvío y entró tras ellos en el inmenso aparcamiento del Pentágono. Encontró un hueco en el siguiente carril, apagó el encendido del motor y observó. Steve y su padre se apearon del coche y se encaminaron al edificio.

Echó un vistazo al Mark VIII. No quedaba nadie en su interior. Sin duda Jeannie se quedó en la casa de Georgetown. ¿Qué se llevarían entre manos Steve y su padre? ¿Y Jeannie?

Recorrió treinta o treinta y cinco metros por detrás de los dos hombres. Odiaba aquello. Le aterraba la posibilidad de que le descubriesen. ¿Qué pasaría si se daba de bruces con Steve y su padre? Sería insoportablemente humillante.

Agradeció el que ninguno de ellos mirase hacia atrás. Subieron un tramo de escalones y entraron en el edificio. Berrington continuó tras ellos hasta que llegaron a una barrera de seguridad y no tuvo más remedio que volver sobre sus pasos.

Encontró un teléfono público y llamó a Jim Proust.

—Estoy en el Pentágono. Seguí a Jeannie hasta la casa de Logan y luego a Steve Logan y a su padre hasta aquí. Esto me preocupa, Jim.

—El coronel trabaja en el Pentágono, ¿no?

—Sí.

—Podría ser algo inocente.

—Pero ¿por qué ir a su despacho el sábado por la tarde?

—Para jugar al póquer en la oficina general, si recuerdo bien mis días en el ejército.

—Uno no se lleva a su chico para jugar una partida de póquer, no importa la edad que tenga el chico.

—¿Qué daño puede hacernos el Pentágono?

—Archivos.

—No —dijo Jim—. El ejército no llevaba registro alguno de lo que hacíamos. Tengo la absoluta certeza de ello.

—Hay que enterarse de lo que están haciendo. ¿Tienes algún modo de averiguarlo?

—Supongo que sí. Si no tengo amigos en el Pentágono, no los tengo en ninguna parte. Haré algunas llamadas. Mantente en contacto.

Berrington colgó y se quedó mirando el teléfono. La frustración era enloquecedora. Todo por lo que había batallado en la vida estaba ahora en peligro y ¿qué hacía él? Seguir a unas personas como un vulgar y sórdido detective. Pero es que no podía hacer ninguna otra cosa. Rabiando de impaciencia, dio media vuelta y regresó hacia el punto donde le aguardaba el coche.

50

Sumido en una fiebre expectante, Steve esperaba. Si aquello salía bien, conocería la identidad del violador de Lisa Hoxton y tendría la oportunidad de demostrar su inocencia. Pero ¿y si no funcionaba? Era posible que la búsqueda no diera resultado, que los archivos médicos se hubiesen perdido o los hubieran borrado de la base de datos. Los ordenadores siempre están dando mensajes decepcionantes: «No se encuentra el archivo», «Fuera de memoria» o «Fallo de protección generalizado».

La terminal emitió un timbrazo. Steve miró la pantalla. La búsqueda había concluido. En la pantalla apareció una lista de nombres y direcciones relacionados por parejas. El programa de Jeannie funcionaba. Pero ¿estaban los clones en la lista?

Dominó su impaciencia. La prioridad máxima era sacar una copia de la lista.

Encontró una caja de disquetes vírgenes preformateados e introdujo uno en la disquetera. Copió la lista en el disquete, lo extrajo de la máquina y se lo guardó en el bolsillo posterior de los vaqueros.

Sólo entonces empezó a leer los nombres.

Ninguno de ellos le era conocido. Los fue desplazando por la pantalla: parecía haber varias páginas. Sería más fácil mirarlos impresos en papel. Llamó a la teniente Gambol.

—¿Puedo imprimir desde esta terminal?

—Desde luego —accedió ella, amablemente—. Puede utilizar esa impresora de láser.

La teniente Gambol se acercó a la impresora y le indicó el modo de hacerlo.

Steve permaneció ante la impresora de láser y observó ávidamente las páginas a medida que iban saliendo. Esperaba ver su propio nombre relacionado junto con otros tres: Dennis Pinker, Wayne Stattner y el del individuo que había violado a Lisa Hoxton.

El padre miraba también la lista por encima del hombro de Steve.

La primera página contenía parejas, no grupos de tres o cuatro. El nombre «Steven Logan» apareció hacia la mitad de la segunda página. El padre lo localizó al mismo tiempo que Steve.

—Ahí estás —dijo con emoción contenida.

Pero algo no iba bien. Había demasiados nombres formando un grupo. Junto con «Steve Logan», «Dennis Pinker» y «Wayne Stattner» figuraban también «Henry Invin King», «Per Ericson», «Murray Claud», «Harvey John Jones» y «Georges Dassault». La euforia de Steve se convirtió en frustración.

El padre frunció el entrecejo.

—¿Quiénes son todos esos?

—Hay ocho nombres —contó Steve.

—¿Ocho? —repitió el padre—. ¿Ocho?

Steve lo comprendió entonces.

—Son los que creó la Genético. Ocho.

—¡Ocho clones! —exclamó el padre asombrado—. ¿Qué diablos creían que estaban haciendo?

—Me pregunto por medio de qué clave los ha localizado el programa de búsqueda —dijo Steve.

Miró la última hoja salida de la impresora. Al pie de la misma decía: «Característica común: Electrocardiograma».

—Exacto, ahora me acuerdo —dijo Charles Logan—. Te hicieron un electrocardiograma cuando tenías una semana. Nunca supe porqué.

—Nos lo hicieron a todos. Y los gemelos idénticos tienen corazones similares.

—Aún no puedo creerlo —articuló el padre—. Hay en el mundo ocho chicos exactamente iguales a ti.

—Mira estas direcciones —observó Steve—. Todas corresponden a bases del ejército.

—La mayor parte de esas personas no residirán ahora en esas señas. ¿Proporciona el programa alguna otra información?

—No. Tal como está no viola la intimidad de las personas.

—¿Cómo los localizaremos, entonces?

—Se lo preguntaré a Jeannie. En la universidad tienen en CD-ROM todas las guías telefónicas. Si eso falla, recurren a los registros de permisos de conducir, referencias de las agencias de crédito y otras fuentes.

—Al diablo con la intimidad —dijo el padre—. Voy a sacar los historiales clínicos completos de todos estos chicos, a ver si nos proporcionan alguna pista más.

—A mí me vendría bien una taza de café —dijo Steve—. ¿Se puede conseguir aquí?

—En el centro de datos no se permiten bebidas. Los líquidos suelen causar estragos en los ordenadores. Hay una pequeña área de servicio con cafetera automática y máquina de Coca-Cola al doblar la esquina.

—Enseguida vuelvo.

Steve salió del centro de datos; dedicó una inclinación de cabeza al centinela de guardia en la puerta. El área de servicio tenía un par de mesas y unas cuantas sillas, así como diversas máquinas automáticas expendedoras de refrescos y golosinas. Se engulló dos barritas de Snicker, se bebió una taza de café y emprendió el regreso al centro de datos.

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