Authors: Ken Follett
Se detuvo delante de las puertas de cristal. Dentro había varias personas, incluidos un general y dos miembros armados de la policía militar. El general estaba discutiendo con el padre de Steve, y el coronel del bigote que parecía un trazo de lapicero parecía hablar al mismo tiempo que ellos. Aquel lenguaje corporal puso a Steve en guardia. Algo malo ocurría. Entró en la sala y se mantuvo junto a la puerta. El instinto le aconsejó que no llamara la atención sobre sí.
Oyó decir al general:
—Tengo mis órdenes, coronel Logan, y está usted bajo arresto.
Steve se quedó helado.
¿Cómo habían llegado a ese punto? No se trataba sólo de que hubieran descubierto que su padre curioseaba los historiales médicos de determinadas personas. Eso podía ser una cuestión bastante seria, pero difícilmente un delito lo bastante grave como para provocar el arresto. Allí había algo más. De una manera o de otra, aquello lo había montado la Genético.
¿Qué debo hacer?
Su padre manifestaba, irritado:
—¡No tiene ningún derecho!
El general vociferó:
—¡No me venga con lecciones acerca de mis malditos derechos, coronel!
No se iba a ganar nada si Steve irrumpía dispuesto a participar en la discusión. Tenía en el bolsillo el disquete con la lista de nombres. Su padre estaba en dificultades, pero sabía cuidar de sí mismo. Steve comprendió que lo que debía hacer era retirarse de allí con la información. Dio media vuelta y franqueó las puertas de cristal.
Anduvo con paso vivo, tratando de dar la impresión de que sabía adónde iba. Se sentía como un fugitivo. Se estrujó la memoria, tratando de recordar el camino que había seguido en la ida por aquel laberinto. Dobló un par de esquinas y cruzó un control de seguridad.
—¡Un momento, señor! —le dio el alto el guardia.
Steve se detuvo y dio media vuelta, con el corazón lanzado a toda velocidad.
—¿Sí? —articuló, intentando que su voz sonara como la de alguien atareado e impaciente por volver a su trabajo.
—Debo registrar su salida en la computadora. ¿Me permite su identificación?
—Naturalmente. —Steve le tendió el pasaporte.
El guardia comprobó que la fotografía coincidiese con la efigie de Steve y tecleó su nombre en el ordenador.
—Gracias, señor —dijo, al tiempo que le devolvía el pasaporte.
Steve se alejó pasillo adelante. Un control más y estaría fuera. Oyó a su espalda la voz de Caroline Gambol:
—¡Señor Logan! ¡Un momento, por favor!
Steve miró por encima del hombro. La mujer corría hacia el pasillo, rojo el semblante, entre resoplidos.
—¡Oh, mierda!
Dobló una esquina del pasillo a todo correr y encontró una escalera. Se precipitó peldaños abajo hasta el piso siguiente. Tenía los nombres susceptibles de librarle del cargo de violación; no iba a permitir que nadie le impidiera salir de allí con los datos, ni siquiera el ejército de Estados Unidos.
Para abandonar el edificio era preciso llegar al círculo E, el exterior. Apretó el paso por uno de los corredores radiales y atravesó el círculo C. Un carrito de golf cargado con artículos de limpieza se acercaba desde la dirección contraria. Cuando se hallaba a medio camino del circulo D, Steve oyó de nuevo la voz de la teniente Gambol.
—¡Señor Logan! —Aún le seguía. La mujer gritó por el amplio pasillo—: ¡El general quiere hablar con usted! Un hombre de las fuerzas aéreas miró con curiosidad desde el lado interior de la puerta de una oficina. Por suerte eran relativamente pocas las personas que se encontraban por allí en sábado por la tarde. Steve vio una escalera y subió por ella. Eso debería rezagar a la más que gordezuela teniente.
En el piso inmediatamente superior corrió por el pasillo hacia la planta circular D, dejó atrás dos esquinas, y descendió de nuevo. Ni rastro de la teniente Gambol. Steve pensó, con alivio, que se la había quitado de encima.
Tenía casi la plena certeza de que se encontraba en el nivel de salida. Anduvo por el círculo D en dirección contraria a la de las agujas de reloj, hacia el siguiente pasillo. Le pareció familiar: por allí había pasado. Siguió el corredor rumbo al exterior y llegó al control de seguridad por el que había entrado. Casi estaba libre.
Entonces vio a la teniente Gambol. Se encontraba con el guardia en el puesto de control, arrebolada y sin resuello.
Steve dejó escapar una maldición. No le había dado esquinazo después de todo. La mujer se limitó a ir directamente a la salida y llegar antes que él.
Decidió echarle desfachatez a la situación. Se acercó al guardia y se quitó el distintivo de visitante.
—Siga conservándolo —dijo la teniente Gambol—. Al general le gustaría hablar con usted.
Steve dejó el distintivo encima del mostrador. Disimulando el miedo bajo un falso despliegue de confianza en sí mismo, declaró:
—Me temo que no dispongo de tiempo. Adiós, teniente, y gracias por su colaboración.
—Debo insistir —repuso ella.
Steve fingió impaciencia:
—No está en situación de insistir —dijo—. Soy civil; usted no puede darme órdenes. No llevo encima ninguna propiedad militar, como puede ver. —Confío en que el disquete que guardaba en el bolsillo trasero no asomara y quedase a la vista—. Sería ilegal por su parte intentar detenerme.
La teniente se dirigió al guardia, hombre de unos treinta años, ocho o diez centímetros más bajo que Steve.
—No le deje salir —ordenó.
Steve sonrió al guardia.
—Si me toca, soldado, será agresión. Justificaría el que yo le golpeara con mis puños y, créame, lo haré.
La teniente Gambol miró en torno, a la busca de refuerzos, pero las únicas personas que andaban por allí eran dos mujeres de la limpieza y un electricista que trabajaba en la instalación.
Steve anduvo hacia la entrada.
La teniente Gambol gritó:
—¡Alto!
A su espalda, Steve oyó vocear al guardia:
—¡Alto o disparo!
Steve se volvió y vio que el guardia empuñaba una pistola y le encañonaba con ella.
El personal de la limpieza y el electricista se inmovilizaron, a la expectativa.
Al guardia le temblaban ostensiblemente las manos mientras apuntaba a Steve con la pistola.
Steve notó que se le agarrotaban los músculos mientras bajaba la vista sobre el cañón del arma. Logró salir de su parálisis mediante un esfuerzo. Estaba seguro de que un guardia del Pentágono no dispararía contra un civil desarmado.
—No me disparará —dijo—. Sería un asesinato. Dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta.
Fue el paseo más largo de su vida. La distancia era sólo de tres o cuatro metros, pero tuvo la impresión de que tardaba años en recorrerla. Le pareció que la piel de la espalda le ardía de esperanzada anticipación. En el momento en que su mano tocaba la puerta retumbó un disparo.
Alguien lanzó un alarido.
Por el cerebro de Steve centelleó un pensamiento: «Ha disparado por encima de mi cabeza», pero no miró hacia atrás. Se lanzó a través del vano de la puerta y bajó a todo correr los peldaños del largo tramo de escalera. Mientras estaba dentro del edificio había caído la noche y las farolas encendidas iluminaban la zona de aparcamiento. Oyó gritos a su espalda, y luego otro disparo. Llegó al pie de la escalera y se desvió, abandonando el camino para adentrarse entre los arbustos.
Salió a una calzada y siguió corriendo. Llegó a una hilera de paradas de autobús. Dejó de correr para ir al paso. Un autobús se detenía en una de las paradas. Se apearon dos soldados y una mujer de paisano subió al vehículo. Steve lo abordó inmediatamente detrás de la mujer.
El autobús arrancó.
El autobús abandonó la zona de aparcamiento, desembocó en la autopista y dejó atrás el Pentágono.
En cuestión de un par de horas Jeannie concibió una simpatía enorme por Lorraine Logan.
La madre de Steve era bastante más corpulenta de lo que parecía en la foto que coronaba la columna periodística de su consultorio sentimental. Sonreía de modo casi permanente, lo que prodigaba las arrugas en su mofletudo rostro. Para apartar de la imaginación de Jeannie y de la suya las preocupaciones que inquietaban a ambas, habló de los problemas de las personas que le escribían al consultorio: suegras dominantes, maridos violentos, novios impotentes, jefes de manos largas, hijas que consumían drogas. Fuera cual fuese el tema, Lorraine siempre se las arreglaba para decir algo que inducía a Jeannie a pensar: «Claro..., ¿cómo no me había dado cuenta antes?»
Sentadas en el patio, mientras el día refrescaba, aguardaban impacientes el regreso de Steve y su padre. Jeannie le contó el caso de la violación de Lisa.
—Durante todo el tiempo que le sea posible, tratará de comportarse como si no hubiera ocurrido nada —dijo Lorraine.
—Sí, precisamente es lo que hace ahora.
—Esa fase puede durar seis meses. Pero tarde o temprano comprenderá que ha de dejar de negarse que ha sucedido y acostumbrarse a vivir con ello. Esta etapa suele iniciarse cuando la mujer trata de reanudar su vida sexual y descubre que no siente lo mismo que sentía. Entonces es cuando me escriben.
—¿Qué les aconsejas?
—Asesoramiento, asistencia psicológica. La solución no es fácil. La violación lastima el alma de la mujer y hay que reparar el daño.
—Es lo que le recomendó la policía.
Lorraine enarcó las cejas.
—Un detective listo.
—Una detective —sonrió Jeannie.
Lorraine se echó a reír.
—Luego reprochamos a los hombres que adopten posiciones sexistas. Te lo pido por favor, no le cuentes a nadie el lapsus que se me acaba de escapar.
—Lo prometo.
Hubo un breve silencio, al cabo del cual dijo Lorraine:
—Steve te quiere.
Jeannie asintió.
—Sí, creo que sí.
—Una madre puede adivinar esas cosas.
—Así que ha estado enamorado antes.
—No se te escapa nada, ¿eh? —sonrió Lorraine—. Si, lo estuvo. Pero sólo una vez.
—Háblame de la chica... si crees que a él no le importaría.
—Conforme. Se llamaba Fanny Gallaher. Tenía ojos verdes y rizada cabellera pelirroja. Vivaracha y un poco irresponsable, era la única chica del instituto a la que Steve «no le hacía tilín». Él la anduvo persiguiendo, y ella insistiendo en resistirse, a lo largo de varios meses. Pero al final Steve acabó conquistándola y estuvieron saliendo durante cosa de un año.
—¿Crees que se acostaban juntos?
—Sé que lo hicieron. Solían pasar aquí la noche. No soy partidaria de obligar a los chicos a darse achuchones en los aparcamientos.
—¿Y los padres de ella?
—Hablé con la madre de Fanny. Opinaba lo mismo que yo.
—Yo perdí la virginidad a la edad de catorce años en el callejón que había detrás de un sórdido club de rock. Fue una experiencia tan deprimente que no volví a mantener relaciones sexuales hasta los veintiuno. Me gustaría que mi madre se hubiese parecido más a ti en ese aspecto.
—No creo que tenga mucha importancia, en realidad, el que los padres sean rígidos o de manga ancha, en tanto mantengan una actitud coherente. Los chicos pueden adaptarse a unas reglas más o menos estrictas, siempre y cuando las conozcan y sepan hasta donde pueden llegar. La tiranía arbitraria es lo que los confunde.
—¿Por qué rompieron Steve y Fanny?
—Él tuvo un problema... Probablemente debería contártelo él personalmente.
—¿Te refieres a la pelea con Tip Hendricks?
Lorraine alzó las cejas.
—¡Te lo ha contado! Dios mío, realmente confía en ti.
Oyeron detenerse un coche delante de la casa. Lorraine se levantó y fue hasta la esquina del edificio para mirar hacia la calle.
—Steve ha venido en taxi —informó en tono cargado de perplejidad.
Jeannie se puso en pie.
—¿Qué aspecto tiene?
Antes de que Lorraine pudiese responder, Steve ya estaba en el patio.
—¿Dónde está tu padre? —le preguntó Jeannie.
—Han arrestado a papá.
—¡Oh, Dios! —exclamó Jeannie—. ¿Por qué?
—No lo sé seguro. Creo que los individuos de la Genético averiguaron, o supusieron, nuestras intenciones, y tocaron algunas teclas. Enviaron a dos números de la policía militar para detenerle. Pero yo conseguí escapar.
—Steve, hay algo que te callas —dijo Lorraine, recelosa.
—Un guardia hizo dos disparos.
Lorraine emitió un leve grito.
—Creo que apuntó por encima de mi cabeza. De todas formas, estoy bien.
Jeannie tenía la boca seca. Le horrorizaba la idea de las dos balas silbando por encima de la cabeza de Steve. ¡Podía haber muerto!
—No obstante, el barrido funcionó. —Steve extrajo el disquete de su bolsillo de atrás—. Aquí está la lista. Y espera a ver y oír lo que hay.
Jeannie tragó saliva.
—¿Qué?
—No hay cuatro clones.
—¿Cómo es eso?
—Son ocho.
Jeannie se quedó boquiabierta.
—¿Sois ocho?
—Hemos encontrado ocho electrocardiogramas idénticos.
La Genético había dividido el embrión siete veces e implantó en ocho mujeres, sin informarlas de ello, hijos de desconocidos. Era una prepotencia increíble.
Pero se habían confirmado las sospechas de Jeannie. Aquello era lo que Berrington trataba de ocultar tan desesperadamente. Cuando se hiciese pública aquella noticia, la deshonra caería sobre la Genético y se reivindicaría a Jeannie. Y Steve quedaría libre de toda acusación.
—¡Lo conseguiste! —exclamó. Le echó los brazos al cuello. Y entonces se le ocurrió una pega—. Pero ¿cuál de los ocho cometió la violación?
—Tendremos que descubrirlo —dijo Steve—. Y no va a ser fácil. La dirección que tenemos de cada uno de ellos es la del lugar donde vivían sus padres en la fecha en que los chicos nacieron. Casi con toda seguridad habrán cambiado.
—Podemos rastrearlas. Esa es la especialidad de Lisa. —Jeannie se puso en pie—. Será mejor que vuelva a Baltimore. Esto va a llevar casi toda la noche.
—Iré contigo.
—¿Y tu padre? Tienes que arrancarlo de las manos de la policía militar.
—Haces falta aquí, Steve —corroboró Lorraine—. Ahora mismo llamo a nuestro abogado, tengo su número particular, pero tú tendrás que contarle lo sucedido.
—Está bien —se avino Steve de mala gana.
—Tengo que llamar a Lisa antes de salir, para que esté a punto —dijo Jeannie. El teléfono descansaba encima de la mesa del patio—. ¿Puedo?