Authors: Ken Follett
La dirección de Harvey era el 5B, que estaba en el último piso. Llamó a la primera puerta de la planta baja. Un hombre con cara de sueño, pelo largo y barba enmarañada salió descalzo a abrir.
Jeannie le mostró la foto. El hombre sacudió negativamente la cabeza y cerró de un portazo. Le recordó al residente del edificio de Lisa que le había dicho: «¿Dónde te crees que estás, joven... en la aldea de Hicksville? Ni siquiera se que aspecto tiene esa vecina».
Jeannie apretó los dientes y subió a pie los cuatro pisos, hasta la última planta de la casa. En la puerta del apartamento 5B había un marquito de metal con una tarjeta que decía simplemente «Jones». La puerta no tenía ningún otro rasgo distintivo.
Jeannie permaneció unos segundos allí quieta, atento el oído. Lo único que pudo percibir fueron los asustados latidos de su propio corazón. Ningún ruido llegaba del interior del piso. Probablemente no estaba allí.
Llamó con los nudillos a la puerta del 5A. Se abrió al cabo de un momento y en el hueco apareció un hombre blanco muy entrado en años. Llevaba un traje a rayas que en otro tiempo debió de ser elegante y su pelo tenía un color tan rojizo que por fuerza tenía que ser producto del tinte. El anciano parecía cordial.
—Hola —dijo.
—Hola. ¿Está su vecino en casa?
—No.
Jeannie se sintió aliviada y decepcionada a la vez. Sacó la foto de Steve que le había dado Charles.
—¡Se parece a este chico?
El hombre tomó la foto y la contempló con los párpados entornados.
—Sí, es él.
«¡Tenía razón! ¡Estaba en lo cierto! ¡Mi programa informático de búsqueda funciona!»
—Guapísimo, ¿verdad?
El vecino era homosexual, supuso Jeannie. Un viejo gay elegantón. Jeannie sonrió.
—Opino lo mismo. ¿Tiene usted idea de dónde puede estar esta mañana?
—Se va casi todos los domingos. Suele marcharse hacia las diez y vuelve pasada la hora de la cena.
—¿Salió el domingo pasado?
—Sí, señorita, creo que sí.
«Es él, tiene que ser él.»
—¿Sabe usted adónde va?
—No.
«Pero yo sí. Va a Baltimore.»
El hombre continuó: —No habla mucho. A decir verdad, no habla nada. ¿Es usted detective?
—No, aunque me siento como si lo fuera.
—¿Qué ha hecho el mozo?
Jeannie vaciló. Luego pensó: «¿Porqué no contarle la verdad?».
—Creo que es un violador.
El hombre no dio muestras de sorprenderse.
—No me cuesta nada creerlo. Es un chico extraño. He visto jovencitas salir de ahí llorando. Ha sucedido en dos ocasiones.
—Me gustaría poder echar un vistazo al interior. Tal vez encontrase algo que lo relacionara con la violación.
El vecino le dirigió una mirada pícara.
—Tengo la llave.
—¿De veras?
—Me la dio el inquilino anterior. Éramos buenos amigos. Después de que dejara el piso, no la devolví. Y este muchacho no cambió la cerradura cuando se mudo aquí. Supongo que se figura que es demasiado alto y fuerte para que intenten robarle.
—¿Me dejaría usted entrar?
Titubeó el hombre.
—También yo siento cierta curiosidad por echar una mirada. Pero ¿y si vuelve mientras estamos dentro? Es bastante corpulento... No me gustaría nada que se pusiera furioso conmigo.
La idea también le puso a Jeannie la piel de gallina, pero la curiosidad era más fuerte aún que el temor.
—Correré el riesgo si lo corre usted —dijo.
—Espere aquí. Enseguida vuelvo.
¿Qué iba a encontrar dentro? ¿Un templo dedicado al sadismo como en el piso de Stattner? ¿Un antro repelente lleno de comida a medio consumir y ropa sucia? ¿La limpieza llevada a las últimas consecuencias por una personalidad obsesiva?
Reapareció el vecino.
—A propósito, me llamo Maldwyn.
—Yo, Jeannie.
—Mi verdadero nombre es Bert, la verdad, pero es un nombre que tiene muy poca gracia, ¿no le parece? Siempre me he llamado a mi mismo Maldwyn.
Introdujo una llave en la cerradura de la puerta del 5B y entró.
Jeannie hizo lo propio.
Era el típico apartamento de un estudiante, un estudio con cocina americana y cuarto de baño minúsculo. Estaba amueblado con un diverso surtido de trastos de desecho; un aparador de pino, una mesa pintada, tres sillas de distintos juegos, un sofá hundido y un televisor grande, viejo, de modelo antiguo. Hacía bastante tiempo que no se limpiaba y la cama estaba revuelta. Era decepcionantemente típico.
Jeannie cerró tras de sí la puerta del apartamento.
—No toque nada, sólo mire... —advirtió Maldwyn—, no quiero que sospeche que he entrado aquí.
Jeannie se preguntó qué esperaba encontrar. ¿Un plano del edificio del gimnasio, el cuarto de la sala de máquinas de la piscina con la anotación de «La violé aquí»? No se había llevado ninguna prenda interior de Lisa como recuerdo grotesco. Tal vez la estuvo acechando y fotografiando durante semanas antes de lanzarse. Cabía la posibilidad de que tuviese una pequeña colección de artículos birlados: un lápiz de labios, una cuenta de un restaurante, el envoltorio de una barrita de caramelo, propaganda de la que se envía por correo, con la dirección en el sobre.
Mientras examinaba el cuarto, empezó a entender con cierto detalle la personalidad de Harvey. En una pared había un encarte central, arrancado de una revista masculina, en el que aparecía la imagen de una mujer desnuda, con el vello púbico afeitado y la carne de los labios de la vagina atravesados por un aro. Jeannie se estremeció.
Inspeccionó la librería. Vio Los 120 días de Sodoma, del marqués de Sade, y una serie de cintas de video clasificadas X, con títulos como Dolor y Extremo. Había también algunos textos sobre economía y temas comerciales; al parecer Harvey cursaba un master de administración de empresas.
—¿Puedo echar un vistazo a su guardarropa? —preguntó. No deseaba que Maldwyn se molestase.
—Claro, ¿por qué no?
Abrió cajones y armarios. Las ropas de Harvey eran como las de Steve, un tanto conservadoras para su edad: pantalones clásicos y polos, chaquetas deportivas de tweed, camisas, zapatos de cordones y mocasines. El frigorífico estaba vacío de alimentos, pero tenía dos paquetes de seis botellines de cerveza y una botella de leche: Harvey comía fuera. Debajo de la cama encontró una bolsa de deporte con una raqueta de squash y una toalla sucia.
El desencanto cundió en Jeannie. Allí era donde vivía el monstruo, pero no era ningún palacio de perversión, sólo una estancia sucia y desordenada, con cierta repugnante pornografía.
—Se acabó —le dijo a Maldwyn—. No estoy segura de lo que buscaba, pero no está aquí.
Y entonces la vio. Colgada de un gancho, detrás de la puerta del apartamento, había una gorra roja de béisbol.
La moral de Jeannie se elevó hacia la estratósfera. «Tenía razón, he pillado a este hijo de puta ¡y ahí está la prueba! Se acercó. La palabra SEGURIDAD figuraba impresa con letras blancas en la parte frontal de la gorra. Jeannie no pudo resistir la tentación de ejecutar una victoriosa danza de guerra por el apartamento de Harvey Jones.
—Ha encontrado algo, ¿eh?
—El muy canalla llevaba puesta esa gorra cuando violó a mi amiga. Salgamos de aquí.
Abandonaron el apartamento y cerraron la puerta. Jeannie estrechó la mano de Maldwyn.
—No puedo agradecérselo lo suficiente. Esto es importante de verdad.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó el hombre.
—Volver a Baltimore y llamar a la policía —respondió Jeannie.
Mientras regresaba a casa por la I95, se puso a pensar en Harvey Jones. ¿Por qué iba a Baltimore los domingos? ¿A ver a una novia? Tal vez, pero la explicación más probable era que sus padres viviesen allí. Muchos estudiantes llevaban a casa la ropa sucia los fines de semana. Seguramente estaría ahora en la ciudad, degustando la carne asada que hubiese preparado la madre o viendo por la tele un partido de fútbol junto a su padre. ¿Asaltaría a otra chica por el camino de vuelta a su casa?
¿Cuántas familias Jones había en Baltimore: mil? Ella conocía a un Jones, claro: su antiguo jefe, el profesor Berrington Jones...
«Oh, Dios mío. Jones.»
La impresión resultó tan fuerte que tuvo que hacerse a un lado de la interestatal y parar.
«Harvey Jones podía ser hijo de Berrington.»
Recordó de súbito el pequeño gesto que Harvey hizo en la cafetería de Filadelfia, la primera vez que se lo encontró. Se había atusado las cejas con la yema del dedo índice. En aquel momento le intrigó un poco, porque le pareció que aquel gesto lo había visto antes. No logró recordar a quien le vio realizarlo y pensó vagamente que debió de ser Steve o Dennis, dado que los clones suelen tener ademanes idénticos. Pero ahora se acordaba. Era Berrington. Berrington se alisaba las cejas con la yema del dedo índice. En aquel acto había algo que irritaba a Jeannie, algo fastidiosamente presuntuoso o quizá vanidosamente arrogante. No era un gesto que todos los clones tuviesen en común, como cerrar las puertas con el talón cuando entraban en un cuarto. Harvey lo había aprendido de su padre, como expresión de autosuficiencia.
Probablemente, Harvey estaría en aquellos instantes en casa de Berrington.
Preston Barck y Jim Proust llegaron a casa de Berrington hacia el mediodía y se sentaron en el estudio con unas cervezas. Ninguno había dormido gran cosa, y su aspecto era lamentable. Marianne, el ama de llaves, preparaba el almuerzo dominical y el aroma apetitoso de sus guisos llegaba a ráfagas desde la cocina, pero nada podía levantar el alicaído ánimo de los tres socios.
—Jeannie habló con Hank King y con la madre de Per Ericson —informó Berrington, hundido en el pesimismo—. No he tenido ocasión de comprobar si también lo hizo con algún otro, pero los habrá localizado antes de mucho tiempo.
—Seamos realistas —dijo Jim—: Exactamente, ¿qué puede haber hecho esa chica antes de mañana a estas horas?
Preston Barck estaba con el ánimo por los suelos.
—Te diré lo que haría yo en su lugar —dijo—. Me encantaría montar una demostración pública de lo que hubiese descubierto, de forma que, si pudiera, cogería a dos o tres de los muchachos, me los llevaría a Nueva York y me plantaría en el programa Buenos días, América. A la televisión le vuelven loca los gemelos.
—Dios no lo permita —dijo Berrington.
Se detuvo un coche fuera. Jim miró por la ventana y anuncio: —Un viejo Datsun herrumbroso.
—Empieza a gustarme la idea original de Jim —dijo Preston—. Hacerlos desaparecer.
—¡No habrá ninguna muerte! —chilló Berrington.
—No grites, Berry —dijo Jim con sorprendente calma—. A decir verdad, supongo que fanfarroneaba un poco al hablar de hacer que eliminasen a la gente. Quizás hubo una época en la que tenía poder para ordenar que matasen a alguien, pero realmente ahora ya no es así. En los últimos días he pedido algunos favores a viejos amigos, y aunque me los han prestado sin poner pegas, comprendo que todo tiene un límite.
Berrington pensó: «Gracias a Dios».
—Pero tengo otra idea —dijo Jim.
Sus dos socios se lo quedaron mirando.
—Nos acercamos discretamente a cada una de las ocho familias. Confesamos los errores que cometimos en la clínica durante los primeros días. Decimos que no se causó ningún daño pero que deseamos evitar la publicidad sensacionalista. Les ofrecemos un millón de dólares como compensación. Será pagadero en diez años y les diremos que los pagos se suspenderán en el momento en que hablen..., en cuanto se lo cuenten a alguien: a la prensa, a Jeannie Ferrami, a los científicos, a cualquiera.
Berrington afirmó despacio con la cabeza.
—Santo Dios, eso sí que puede salir bien. ¿Quién va a decir no a un millón de dólares?
—Lorraine Logan —replicó Preston—. Quiere demostrar la inocencia de su hijo.
—Exacto. No lo haría ni por diez millones.
—Todo el mundo tiene su precio —dijo Berrington, que había recuperado su característica prepotencia—. De todas formas, poco podemos hacer sin la colaboración de uno o dos de los otros.
Preston decía que sí con la cabeza. También Berrington vislumbraba una nueva esperanza. Podía haber un modo de hacer callar los Logan. Pero existía un obstáculo más serio.
—¿Y si Jeannie se presenta al público antes de las veinticuatro horas? —sugirió—. Lo más probable sería que la Landsmann aplazase la toma de posesión en tanto se investigaban los alegatos. Y entonces no dispondríamos de ningún millón de dólares para ir repartiéndolo.
—Tenemos que enterarnos de sus intenciones: cuánto ha descubierto hasta ahora y qué planes está tramando.
—No se me ocurre ningún modo de hacerlo —dijo Berrington.
—A mí sí —afirmó Jim, sonriendo—. Conocemos una persona que: podría fácilmente ganarse su voluntad y averiguar con exactitud qué le bulle en la cabeza.
La rabia empezó a crecer dentro de Berrington.
—Sé lo que estas pensando...
—Ahí llega ya —dijo Jim.
Sonaron unos pasos en el vestíbulo y segundos después entraba el hijo de Berrington.
—¡Hola, papá! —saludó—. ¿qué tal, tío Jim? ¿Cómo te va, tío Preston?
Berrington le contempló con una mezcla de orgullo y pesar. Parecía un chico maravilloso con sus pantalones de pana azul marino y su jersey de algodón azul celeste. De cualquier modo, ha heredado mi estilo de vestir, pensó Berrigton. Dijo:
—Tenemos que hablar, Harvey.
Jim se puso en pie.
—¿Quieres una cerveza, chico?
—Claro —aceptó Harvey.
Jim Proust tenía una fastidiosa tendencia a alentar en Harvey las malas costumbres.
—Olvida la cerveza —saltó Berrington—. Jim, ¿por qué no os vais Preston y tú al salón y nos dejáis a nosotros dos echar unas parrafadas?
El salón era una estancia rigurosamente protocolaria que Berrington jamás utilizaba.
Salieron Preston y Jim. Berrington se puso en pie y abrazó a Harvey.
—Te quiero, hijo —declaró—. Incluso aunque seas malvado.
—¿Soy malvado?
—Lo que le hiciste a esa pobre chica en el sótano del gimnasio fue una de las cosas más infames que puede hacer un hombre.
Harvey se encogió de hombros.
Santo Dios, no he logrado inculcarle el sentido del bien y del mal, pensó Berrington. Pero era demasiado tarde para tales lamentaciones.
—Siéntate y escúchame un momento —dijo.