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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (65 page)

Lisa llego a las nueve, con un montón de comunicados de prensa, y luego partió rumbo al aeropuerto para recibir a George Dassault y a cualquier otro de los clones que pudieran presentarse.

Ninguno de los tres había llamado.

Steve telefoneó a las nueve y media.

—He de darme prisa —dijo—. Berrington está en el cuarto de baño. Todo va bien, iré a la conferencia de prensa con él.

—¿No sospecha nada?

—No... Aunque he pasado por algunos momentos con el corazón en un puño. ¿Cómo está mi doble?

—En plan sumiso.

—Tengo que colgar.

—¿Steve?

—¡Rápido! ¿Qué?

—Te quiero.

Jeannie colgó. ¿No debería haberlo dicho; se supone que una chica ha de hacerse rogar un poco. Bueno, al diablo.

A las diez efectuó una batida de reconocimiento por la Sala Regencia. La estancia se encontraba en un rincón, tenía un pequeño recibidor y una puerta que daba a una antecámara. Ya había allí una relaciones públicas, que disponía un telón de fondo con el logotipo de la Genético destinado a los objetivos de las cámaras de televisión. Jeannie echó una rápida ojeada por la sala y volvió a la habitación.

Llamó Lisa desde el aeropuerto.

—Malas noticias —dijo—. El vuelo de Nueva York llegará con retraso.

—¡Oh, Dios! —lamentó Jeannie—. ¿Han dado señales de vida los demás, Wayne o Hank?

—No.

—¿Cuánto retraso lleva el avión de George?

—Se le espera a las once treinta.

—Aún puedes llegar a tiempo.

—Si conduzco como el rayo...

Berrington salió de su cuarto a las once, terminando de ponerse la chaqueta. Vestía traje azul de rayas blancas, con chaleco, sobre una camisa blanca de puños con gemelos, pasada de moda pero impresionante.

—En marcha —dijo.

Steve se había puesto una chaqueta deportiva de tweed perteneciente a Harvey. Le caía a la perfección, naturalmente, el propietario lo mismo podía ser el propio Steve.

Salieron. Llevaban encima demasiada ropa para aquella época del año. Subieron al Lincoln plateado y encendieron el aire acondicionado. Berrington condujo a bastante velocidad, rumbo al centro urbano. Con gran alivio por parte de Steve, no se habló mucho durante el trayecto. Berrington aparcó en el garaje del hotel.

—La Genético ha contratado un equipo de relaciones públicas para este acontecimiento —comunicó a Steve mientras se dirigían al ascensor—. Nuestro departamento de publicidad interno nunca ha tenido que llevar un asunto tan importante como éste. Cuando se encaminaban a la Sala Regencia les salió al paso una mujer elegantemente tocada y vestida con traje de chaqueta negro.

—Soy Caren Beamish, de Comunicación Total —saludó radiante—. ¿Quieren pasar a la sala de personalidades?

Les mostró una salita en la que se servían canapés y bebidas.

Steve se sentía ligeramente inquieto; le hubiera gustado echar un vistazo a la disposición de la sala de conferencias. Pero quizá diese lo mismo. Mientras Berrington siguiera pensando, hasta la aparición de Jeannie, que él era Harvey, ninguna otra cosa tenía importancia.

Seis o siete personas se encontraban ya en la sala de personalidades, Proust y Barck entre ellas. A Proust le acompañaba un joven musculoso de traje negro con todo el aspecto de guardaespaldas. Berrington presentó Steve a Michael Madigan, jefe de operaciones de la Landsmann en América del Norte.

Nerviosamente, Berrington se bebió una copa de vino blanco de un trago. Steve se hubiera tomado un martini —tenía más razones que Berrington para estar asustado—, pero no le quedaba más remedio que mantener las ideas claras y no podía bajar la guardia un segundo. Consultó el reloj que había retirado de la muñeca de Harvey. Eran las doce menos cinco. «Sólo cinco minutos más. Y cuando esto haya terminado, entonces me tomaré el martini a gusto.»

Caren Beamish dio unas palmadas para reclamar atención y dijo:

—¿Dispuestos, caballeros? —Se produjo una serie de murmullos aquiescentes e inclinaciones de cabeza—. Entonces les agradeceré que, salvo quienes hayan de ocupar el estrado, se dirijan todos a sus asientos, por favor.

«Eso es. Lo he conseguido. Se acabó.» Berrington volvió la cabeza hacia Steve y dijo:

—Hasta pronto, Moctezuma.

Se le quedó mirando, expectante.

—Claro —repuso Steve.

Berrington sonrió.

—¿Qué quieres decir con eso de «claro»? Completa la respuesta.

Steve se quedó helado. Ignoraba por completo a que se refería Berrington. Al parecer se trataba de alguna especie de estribillo como «Hasta luego, cocodrilo», pero era una broma privada. Evidentemente, existía una contestación, pero no era «Hasta luego, cocodrilo» ¿qué podría ser? Steve soltó una maldición para sus adentros. La conferencia de prensa estaba a punto de iniciarse... necesitaba mantener su ficción sólo unos pocos segundos más!

Berrington frunció el entrecejo, confundido, con la vista clavada en él.

Steve notó que la frente se le perlaba de sudor.

—No puedes haberlo olvidado —dijo Berrington.

Steve vio surgir la sospecha en sus pupilas.

—Claro que no —respondió Steve precipitadamente..., con demasiada precipitación, porque al instante se dio cuenta de que se había comprometido.

El senador Proust era ya todo oídos.

—Pues completa la frase —instó Berrington.

Steve observó que lanzaba un rápido vistazo al escolta de Proust y que el hombre se ponía visiblemente tenso.

A la desesperada, Steve aventuró:

—Hasta dentro de una hora, Eisenhowver.

Sucedió un momentáneo silencio.

—¡Esa sí que es buena! —exclamó entonces Berrington, y soltó una carcajada.

Steve se relajó. Aquel debía de ser el juego: dar una respuesta distinta cada vez. Dio gracias al cielo. Para disimular su alivio, se retiró un paso.

—Empieza el espectáculo, todo el mundo a su sitio —manifestó la relaciones públicas.

—Por aquí —le indicó Proust a Steve—. Tú no te sientas en el estrado.

Abrió una puerta y Steve cruzó el umbral.

Se encontró en unos lavabos. Dio media vuelta y dijo:

—No, esto es...

El guardaespaldas de Proust estaba inmediatamente detrás de Steve. Antes de que el muchacho supiese lo que ocurría, el escolta le había aplicado una dolorosa llave de cuello.

—Al menor ruido que hagas, te rompo el jodido brazo —amenazó.

Berrington entró en los servicios detrás del gorila. Jim Proust le siguió y cerró la puerta. El guardaespaldas mantenía inmovilizado al muchacho.

A Berrington le hervía la sangre.

—Joven desgraciado de mierda —siseó—. ¿Quién eres tú? Steve Logan, supongo.

El chico pretendió mantener el engaño.

—Pero ¿qué haces, papá?

—Olvídalo, el juego ha terminado... Veamos ahora, ¿dónde está mi hijo?

El chico no respondió.

—¿Qué diablos está pasando, Berry? —quiso saber Jim.

Berrington trató de imponer calma.

—Este no es Harvey —le dijo a Jim—. Es alguno de los otros, probablemente el chico de Logan. Debe de haber estado suplantando a Harvey desde ayer por la noche. Y Harvey sin duda está encerrado en alguna parte.

Jim palideció.

—¿Eso significa que lo que nos dijo acerca de las intenciones de Jeannie Ferrami era un cuento para embaucarnos!

Berrington asintió, torvo.

—Probablemente, Jeannie Ferrami ha proyectado alguna clase de protesta durante la conferencia de prensa.

—¡Mierda! —exclamó Proust—. ¡Delante de las cámaras no!

—Eso es lo que haría yo en su lugar... ¿tú no?

Proust reflexionó durante un momento.

—¿No se vendrá abajo Madigan?

Berrington sacudió la cabeza.

—No podría decirlo. Parecería un tanto ridículo, cancelar la absorción en el último minuto. Por otra parte, aun parecería más estúpido pagar ciento ochenta millones de dólares por una empresa a la que van a demandar judicialmente, reclamándole hasta el último penique que tenga. Puede optar por cualquiera de los dos caminos.

—¡Entonces es cuestión de encontrar a Jeannie Ferrami y cortarle el paso!

—Puede que se haya registrado en el hotel. —Berrington arrebató de la horquilla el teléfono que se encontraba junto al sanitario—. Aquí, el profesor Jones. Llamo desde la Sala Regencia donde se celebra la conferencia de prensa de la Genético —habló con el tono de voz más autoritario de su amplio registro—. Estamos esperando a la doctora Ferrami..., ¿podría decirme qué habitación ocupa?

—Lo siento, señor, pero no se nos permite dar por teléfono el número de las habitaciones. —Berrington estaba a punto de estallar, cuando la telefonista añadió—: ¿Desea que le pase con ella?

—Sí, desde luego. —Oyó el zumbido del tono. Al cabo de un momento le llegó una voz que parecía pertenecer a un hombre de edad. Berrington improvisó.

—La ropa que entregó usted para la lavandería esta lista, señor Blemkinsop.

—No he dado ropa alguna a la lavandería.

—Oh, lo siento, señor... ¿cuál es su habitación?

Berrington contuvo el aliento.

—La ochocientos veintiuno.

—Buscaba la ochocientos doce. Perdone.

—No pasa nada.

Berrington colgó.

—Están en la habitación ochocientos veintiuno —anunció, emocionado—. Apuesto a que encontraremos allí a Harvey.

—La conferencia de prensa está a punto de empezar —dijo Proust.

—Es posible que lleguemos demasiado tarde. —Berrington titubeó, indeciso. No deseaba retrasar un sólo segundo el anuncio de la operación, pero no tenía más remedio que anticiparse a los planes que pudiera haber tramado Jeannie. Al cabo de un momento se dirigió a Jim—. ¿Por qué no vas al estrado y te sientas allí con Madigan y Preston? Yo haré lo posible por encontrar a Harvey y detener a Jeannie Ferrami.

—De acuerdo.

Berrington miró a Steve. —Me sentiría más feliz si pudiese llevar conmigo a tu escolta.

Pero no podemos dejar suelto a Steve.

Terció el guardaespaldas:

—No hay problema, señor. Puedo esposarle a una cañería.

—Magnífico. Hágalo.

Berrington y Proust regresaron a la salita de personalidades. Madigan les contempló con cierta curiosidad en la mirada.

—¿Ocurre algo malo, caballeros?

—Una insignificante cuestión de seguridad, Mike —dijo Proust—. Berrington se encargará de solucionarla mientras nosotros seguimos adelante con el anuncio de la operación.

Madigan no se sentía satisfecho del todo.

—¿Seguridad?

—Una mujer a la que despedí la semana pasada, Jean Ferrami, está en el hotel —informó Berrington—. Es posible que intente poner alguna clase de impedimento. Voy a cortarle el paso.

Eso fue suficiente para Madigan.

—Está bien, continuemos con lo nuestro.

Madigan, Barck y Proust pasaron a la sala de conferencias. El guardaespaldas salió de los servicios. Berrington y él apresuraron el paso por el corredor y pulsaron el botón de llamada del ascensor. La aprensión y la inquietud dominaban a Berrington. No era hombre de acción..., nunca lo había sido. La clase de combate a la que estaba acostumbrado era la que tenía lugar en el seno de las comisiones universitarias. Confió en que no tuviera que enzarzarse en una pelea a puñetazo limpio.

Llegaron a la planta octava y corrieron hasta la habitación ochocientos veintiuno. Berrington llamó a la puerta. Se oyó una voz masculina:

—¿Quién es?

—Servicio de habitaciones —respondió Berrington.

—Todo está bien, gracias, señor.

—Tengo que revisar su cuarto de baño, abra, por favor.

—Vuelva más tarde.

—Hay un problema, señor.

—Estoy muy ocupado en este momento. Vuelva dentro de una hora.

Berrington miró al guardaespaldas.

—¿Puede echar la puerta abajo a patadas?

El hombre puso cara de sentirse complacidísimo. Después miro por encima del hombro de Berrington y vaciló. Al seguir la dirección de su mirada, Berrington vio a una pareja de edad que salía del ascensor cargada con bolsas de compras. La pareja anduvo despacio por el pasillo en dirección a la ochocientos veintiuno.

Berrington aguardó a que pasaran. Se detuvieron delante de la ochocientos treinta. El marido dejó las bolsas en el suelo, buscó la llave, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. Por fin, la pareja desapareció dentro de la habitación.

El guardaespaldas descargó una patada contra la puerta. El bastidor crujió y se astilló. Dentro del cuarto sonaron pasos rápidos.

El escolta de Proust repitió la patada y la puerta se abrió.

Irrumpió el hombre en la habitación, seguido de Berrington. Se detuvieron en seco a la vista de un negro de edad que los apuntaba con un pistolón anticuado.

—Levanten las manos, cierren la puerta y échense al suelo, boca abajo, si no quieren que los deje secos a tiros —ordenó el hombre de color—. Por el modo en que han invadido este cuarto, no habrá jurado en Baltimore que me considere culpable de haberles matado.

Berrington alzó las manos.

De súbito, una figura salió catapultada desde la cama. Berrington tuvo el tiempo justo de ver que se trataba de Harvey, con las muñecas ligadas y alguna clase de mordaza sobre la boca. El viejo desvío el cañón de la pistola hacia él. A Berrington le aterró la posibilidad de que descerrajase un tiro a su hijo. Gritó:

—¡No!

El viejo actuó con una fracción de segundo de retraso. Las atadas muñecas de Harvey golpearon la pistola, que se le cayó de la mano al hombre. El gorila se lanzó de un salto sobre ella y la recogió de la alfombra. Se enderezó y apuntó al viejo.

Berrington volvió a respirar.

El anciano levantó los brazos despacio.

El guardaespaldas cogió el teléfono de la habitación.

—Envíen a alguien de seguridad a la habitación ochocientos veintiuno —dijo—. Hay aquí un huésped con una pistola.

Berrington echó una mirada por el cuarto. No había ni rastro de Jeannie.

Jeannie se apeó del ascensor, vestida con su blusa blanca y su falda negra y cargada con una bandeja en la que llevaba el té que había pedido al servicio de habitaciones. Los latidos de su corazón le sonaban como el redoble sobre un bombo. Entró en la Sala Regencia con el paso vivaz de una camarera.

En el pequeño vestíbulo, dos mujeres con las listas de invitados permanecían sentadas al otro lado de sus mesitas. Era de suponer que nadie iba a entrar sin invitación, pero Jeannie daba por supuesto que tampoco se le iba a ocurrir a nadie poner pegas a una camarera con una bandeja. Se obligó a sonreír al portero mientras se encaminaba a la puerta interior.

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