Authors: Ken Follett
Como coartada no podía ser más inexpugnable.
¿Cómo era posible?
—Bien, señor Stattner —dijo Mish—, no es preciso que le robemos más tiempo.
—¿Qué pensaban que pude haber hecho?
—Investigamos una violación que tuvo lugar en Baltimore el domingo por la noche.
—Yo no estaba —dijo Wayne.
Mish miró la crucifixión y el muchacho siguió la dirección de sus ojos.
—Todas mis víctimas son voluntarias —declaró Wayne, y dedicó a Mish una larga y sugestiva mirada.
La detective se sonrojó y dio media vuelta.
Jeannie estaba desolada. Todas sus esperanzas se habían volatilizado. Pero su cerebro continuaba trabajando y cuando se disponían a salir, dijo:
—¿Puedo preguntarle una cosa?
—Faltaría más —accedió Wayne, siempre atento.
—¿Tiene hermanos o hermanas?
—Soy hijo único.
—En la época en que usted nació, su padre estaba en el ejército ¿me equivoco?
—No, era instructor de pilotos de helicóptero en Fort Bragg. ¿Cómo pudo adivinarlo?
—¿Sabe usted si su madre tenía dificultades para concebir?
—Son preguntas muy extrañas para una agente de policía.
—La doctora Ferrami —explicó Mish— es una científica de la Universidad Jones Falls. Sus investigaciones están directamente relacionadas con el caso en que trabajo.
—¿Le dijo alguna vez su madre —preguntó Jeannie— que recibiera tratamiento de fertilidad?
—A mí no.
—¿Le importaría si se lo preguntara?
—Está muerta.
—Lo lamento. ¿Y su padre?
Wayne se encogió de hombros.
—Podría usted llamarle.
—Me gustaría.
—Reside en Miami. Le daré el número.
Jeannie le tendió una pluma. Wayne escribió un número en una página de la revista People y rasgó la esquina.
Fueron hacia la puerta.
—Gracias por su colaboración, señor Stattner —dijo Herb.
—A su disposición en todo momento.
Mientras bajaban en el ascensor, Jeannie dijo desconsolada:
—¿Crees en su coartada?
—La comprobaré —repuso Mish—. Pero tiene todo el aspecto de ser sólida.
Jeannie sacudió la cabeza.
—No puedo creer que sea inocente.
—Es tan culpable como Satanás... pero no de esto.
Steve aguardaba junto al teléfono. Permanecía sentado en la amplia cocina de la casa de sus padres en Georgetown y, a la espera de la llamada de Jeannie, se dedicó a observar como preparaba su madre el rollo de carne picada. Steve se preguntó si Jeannie y la sargento Delaware encontrarían a Wayne Stattner en sus señas de Nueva York. Se preguntó también si el sospechoso confesaría haber violado a Lisa Hoxton.
La madre cortaba cebollas. Se había quedado aturdida y atónita cuando le dijeron por primera vez lo que le hicieron en la Clínica Aventina en diciembre de 1972. En realidad no acababa de creérselo, pero lo había aceptado provisionalmente, para no estropear el argumento, mientras hablaban con el abogado. La noche anterior, Steve estuvo hasta muy tarde sentado con sus padres, comentando la extraña historia. La madre se indignó; el que unos médicos experimentasen con pacientes sin permiso de éstos era algo que la ponía furiosa. Uno de los caballos de batalla de su columna, al que aludía con frecuencia, era el derecho de las mujeres a controlar su propio cuerpo.
Sorprendentemente, el padre se lo tomó con más calma. Steve hubiera esperado de él una reacción más enérgica ante el aspecto descabellado de todo aquel asunto. Pero el padre se manifestó infatigablemente racional, le dio vueltas y vueltas a la lógica de Jeannie, especuló con otras explicaciones posibles del fenómeno de los trillizos y al final llegó a la conclusión de que probablemente la muchacha estaría en lo cierto. No obstante, reaccionar con tranquilidad formaba parte del código del padre. No le indicaba a uno necesariamente lo que el hombre sentía o pensaba en su fuero interno. En aquel preciso instante, el hombre estaba en el jardín, regando apaciblemente un macizo de flores, pero por dentro podía estar a punto de estallar.
La madre empezó a freír las cebollas y a Steve se le hizo la boca agua al percibir el olor.
—Rollos de carne picada con puré de patatas y salsa de tomate —comentó—. Uno de mis platos favoritos.
La mujer sonrió.
—Cuando tenías cinco años me lo pedías a diario.
—Ya me acuerdo. En aquella pequeña cocina de Hoover Tower.
—¿Te acuerdas de eso?
—Sí. Me acuerdo de la mudanza y de lo extraño que me resultó tener una casa en vez de un piso.
—Eso fue en cuanto empecé a ganar dinero con mi primer libro, Qué hacer cuando una no puede quedar embarazada. —Suspiró—. Si sale a la luz la verdad acerca de como quedé embarazada, ese libro va a parecer un camelo de pronóstico.
—Confío en que todas las personas que lo compraron no te exijan que les devuelvas el dinero.
La madre echó la carne picada en la sartén, junto con las cebollas, y se secó las manos.
—Me he pasado toda la noche pensando en todo este asunto y ¿sabes una cosa? Me alegro de que me hicieran lo que me hicieron en la Clínica Aventina.
—¿Cómo es eso? Anoche estabas que te subías por las paredes.
—Y en cierto sentido aún me tiene furiosa el que me manipularan como a un chimpancé de laboratorio. Pero he comprendido algo sencillo. Si no hubiesen hecho experimentos conmigo, no te habría alumbrado. Aparte de eso, no importa ninguna otra cosa.
—¿No te importa el que no sea realmente tuyo?
Ella le rodeó con los brazos.
—Eres mío, Steve. Eso nada puede cambiarlo.
Sonó el teléfono y Steve lo arrancó de la horquilla.
—¡Dígame!
—Aquí, Jeannie.
—¿Cómo ha ido todo? —preguntó Steve casi sin aliento—. ¿Estaba allí?
—Sí, y es tu doble, salvo que lleva el pelo teñido de negro.
—Dios mío... somos tres.
—Sí. La madre de Wayne ha muerto, pero acabo de hablar con el padre, que vive en Florida, y me confirmó que su mujer recibió tratamiento en la Clínica Aventina.
Era una buena noticia, pero la voz de Jeannie irradiaba desánimo y Steve controló su euforia.
—No pareces todo lo animada que deberías.
—Tiene una coartada para el domingo.
—¡Mierda! —Las esperanzas de Steve naufragaron de nuevo—. ¿Cómo es posible? ¿Qué clase de coartada?
—A toda prueba. Estaba en la entrega de los Emmy en Los Ángeles. Hay fotografías.
—¿Se dedica al cine?
—Es propietario de clubes nocturnos. Es una celebridad de segunda.
Steve comprendió por qué estaba Jeannie tan abatida. Su descubrimiento de Wayne había sido algo genial..., pero no les permitía avanzar un solo metro. Steve se sintió tan desconcertado como alicaído.
—¿Quién violó a Lisa, pues?
—¿Recuerdas lo que dice Sherlock Holmes? «Una vez has eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que resulte, tiene que ser la verdad.» ¿O quizás es Hércules Poirot quien lo dice?
A Steve, el corazón se le había congelado. ¿No creería Jeannie que fue él, Steve, quien violó a Lisa?
—¿Y cuál es la verdad?
—Hay cuatro gemelos.
—¿Cuatrillizos? Jeannie, esto es para volverse loco.
—Exactamente cuatrillizos, no. Me resulta imposible creer que este embrión se dividiera en cuatro por accidente. Tuvo que ser deliberado, parte del experimento.
—¿Eso es posible?
—Lo es en la actualidad. Habrás oído hablar de la clonación. En el decenio de los setenta no pasaba de ser una idea. Pero parece que la Genético iba varios años por delante del resto de los que trabajaban en ese campo... tal vez porque actuaban en secreto y podían experimentar con seres humanos.
—Estás diciendo que soy un clon.
—Tienes que serlo. Lo lamento, Steve. Ya sé que te estoy dando una noticia desastrosa. Es una suerte que tengas los padres que tienes.
—Sí. ¿Cómo es ese chico, Wayne?
—Horroroso. Está pintando un cuadro que representa a Salina Jones crucificada y desnuda. Yo no veía la hora de salir de aquel apartamento.
Steve guardó silencio. «Uno de mis clones es un asesino; otro, un sádico, y el hipotético número cuatro es un violador. ¿Eso dónde me sitúa a mi?»
—El concepto clónico —dijo Jeannie— explica también por que tenéis todos distintas fechas de nacimiento. Los embriones se guardaban en el laboratorio durante diversos periodos de tiempo antes de implantarlos en el útero de las mujeres.
«¿Por qué tuvo que ocurrirme esto a mí? ¿Por qué no podía ser yo como todos los demás?»
—Están cerrando el vuelo, tengo que irme.
—Quiero verte. Me daré un paseo en coche hasta Baltimore.
—Conforme. Adiós.
Steve colgó el teléfono.
—Lo has pillado, ¿no? —le dijo a su madre.
—Sí. Ese chico se parece a ti, pero tiene una coartada, de modo que ella cree que debéis de ser cuatro y que, por lo tanto, sois clones.
—Si somos clones, he de ser como ellos.
—No. Tú eres distinto, porque tú eres mío.
—Pero no lo soy. —Vio la contracción que el dolor disparó a través de las facciones de su madre, pero el también sufría—. Soy hijo de dos perfectos desconocidos seleccionados por los investigadores científicos al servicio de la Genético. Esa es mi estirpe.
—Tienes que ser distinto a los demás, puesto que te comportas de una manera distinta.
—Pero ¿qué demuestra que mi naturaleza sea distinta a la de ellos? ¿O es que he aprendido a disimularlo, como un animal domesticado? Lo que soy ¿es obra tuya? ¿O de la Genético?
—No lo sé, hijo mío —dijo la madre—. Sencillamente, no lo sé.
Tras ducharse y lavarse la cabeza, Jeannie se pintó los ojos detenidamente. Decidió no pintarse los labios ni aplicarse colorete. Se puso un jersey de color púrpura y cuello en uve y unos ceñidos pantalones grises. Nada de ropa interior ni de calzado. Se colocó su joya nasal favorita, un pequeño zafiro engastado en plata. La imagen que reflejó el espejo era de sexo en oferta.
—¿A la iglesia, señorita? —dijo en voz alta. Se dedicó un guiño pícaro y pasó a la sala de estar.
Su padre había vuelto a marcharse. Prefería estar en casa de Patty, donde contaba con sus tres nietos para entretenerse. Patty había ido a recogerle mientras Jeannie estaba en Nueva York.
Ella no tenía nada que hacer, excepto esperar a Steve. Trató de no pensar en la gran desilusión de la jornada. Era suficiente. Tenía hambre; durante todo el día lo único que tomó fue café. Dudaba entre comer algo o esperar a que llegase Steve. Sonrió al recordar la voracidad con que se desayunó los ocho bollos de canela. ¿Eso había ocurrido el día anterior? Sólo parecía haber pasado una semana.
De pronto se dio cuenta de que no tenía nada en el refrigerador. ¡Sería espantoso que llegase Steve y ella no pudiera darle de comer! Se calzó apresuradamente un par de botas Doc Marten y se precipitó a la calle. Condujo hasta el 7-Eleven de la esquina de Falls Road y la calle 36 y compró huevos, tocino, leche, una hogaza de pan de siete cereales, ensalada preparada, cerveza Dos Equis, un helado Ben &: Jerry's Rainforest Crunch y cuatro paquetes más de bollos de canela congelados.
Cuando se encontraba en la caja se le ocurrió que cabía la posibilidad de que Steve se presentase mientras ella estaba ausente. ¡Incluso podía marcharse otra vez! Salió de la tienda con los brazos cargados de comestibles y condujo de vuelta a casa como una posesa, imaginándose a Steve aguardándola impaciente en la puerta del edificio.
No había nadie delante de su casa ni el menor rastro del herrumbroso Datsun. Subió al piso y puso en el refrigerador todo lo que había comprado. Sacó los huevos del envase de cartón y los colocó en la bandeja, abrió el paquete de seis botellines de cerveza, llenó el depósito de la cafetera y la dejó a punto de preparar el café. Luego volvió a quedarse sin nada que hacer.
Se le ocurrió que estaba comportándose de una manera atípica. Hasta entonces, nunca se había preocupado de si un hombre pudiera tener o no tener hambre. Su actitud normal, incluso con Will Temple, consistió siempre en dar por supuesto que si él tenía apetito, con prepararse algo personalmente, listo, y si la nevera estaba vacía, él mismo debería bajar a la tienda y, si la encontraba cerrada, buscar otra que estuviese abierta. Pero ahora se veía dominada por un ataque de espíritu casero. Steve le había causado un impacto mucho mas fuerte que ningún otro hombre, a pesar incluso de que sólo lo conocía desde hacia poco...
El timbre de la puerta de la calle retumbó como un estallido.
Jeannie se puso en pie de un salto, con el corazón bailándole en el pecho, y articuló por el interfono:
—¿Si?
—¿Jeannie? Soy Steve.
Apretó el botón que abría la puerta. Permaneció inmóvil un momento, sintiéndose muy tonta. Se comportaba como una adolescente. Vio a Steve subir la escalera con su camiseta de manga corta y sus holgados pantalones. El rostro del muchacho reflejaba el dolor y la decepción de las últimas veinticuatro horas. Le echó los brazos al cuello y lo oprimió con fuerza contra sí. El robusto cuerpo del chico estaba rígido y tenso.
Le condujo al salón. Steve se sentó en el sofá y Jeannie encendió la cafetera. Se sentía muy unida a él. No habían hecho lo que se considera normal: salir, ir a restaurantes y al cine juntos, que era el plan que siempre se había trazado Jeannie para conocer a un hombre. En vez de eso, lucharon hombro con hombro en varias batallas, trataron de resolver misterios juntos y juntos se vieron acosados por enemigos medio ocultos. Lo cual hizo que su amistad se fraguara con extraordinaria rapidez.
—¿Quieres café?
—Preferiría hacer manitas —dijo Steve.
Jeannie se sentó a su lado en el sofá y le tomo la mano. Steve se inclinó hacia ella. La muchacha alzo la cara y Steve la besó en la boca. Era su primer beso auténtico. Jeannie le apretó la mano y entreabrió los labios. El sabor de la boca de Steve le hizo pensar en humo de madera. Durante unos segundos, su pasión se extravió mientras ella trataba de determinar si se había limpiado los dientes; pero enseguida recordó que si lo había hecho y entonces se relajó. Steve le acariciaba los pechos por encima de la lana del jersey: aquellas manos enormes eran sorprendentemente delicadas. Jeannie le imitó, deslizando las palmas de sus manos sobre el pecho de Steve.
Se calentó el ambiente a velocidad de vértigo.