El tercer gemelo (51 page)

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Authors: Ken Follett

Steve se retiró para mirarla. Contempló el rostro de Jeannie como si quisiera grabar a fuego en su memoria las facciones de la muchacha.

Pasó la yema de los dedos por las cejas, los pómulos, la punta de la nariz y los labios de Jeannie con tanta suavidad como si temiera romper algo. Sacudió la cabeza ligeramente de un lado a otro, como si no pudiera creer lo que veía.

Jeannie percibió en su mirada un profundo anhelo. Aquel hombre la deseaba con todo su ser. Y el mismo afán se apoderó de ella. La pasión estalló como un repentino viento del sur, abrasador y tempestuoso. Jeannie tuvo la sensación de que se fundía en su ser, algo que no experimentaba desde hacia año y medio. De pronto, lo deseó todo: el cuerpo de Steve encima del suyo, la lengua de Steve dentro de su boca y las manos de Steve por todas partes.

Tomó la cabeza del muchacho, atrajo su rostro y le besó de nuevo, esa vez con la boca abierta. Se echó hacia atrás en el sofá hasta que el cuerpo de Steve se encontró medio tendido sobre el suyo, con el peso del chico oprimiéndole el pecho.

Al cabo de un momento, Jeannie le empujó, jadeante, y dijo:

—Al dormitorio.

Se zafó de él y le precedió camino de la alcoba. Se quitó el jersey pasándoselo por encima de la cabeza y lo arrojó al suelo. Steve entró en el cuarto y cerró la puerta a su espalda con el talón. Al verla desnuda, se desprendió de la camiseta con rápido movimiento.

Todos hacen lo mismo, pensó Jeannie. Todos cierran la puerta con el talón.

Steve se descalzó, se soltó el cinturón y se quitó los pantalones azules. Su cuerpo era perfecto, hombros anchos, pecho, músculos y caderas estrechas enfundadas en calzoncillos blancos.

«Pero ¿cuál de ellos es?»

Steve avanzó hacia ella y Jeannie retrocedió dos pasos.

Aquel individuo dijo por teléfono: «Puedo volver a visitarte».

Steve frunció el entrecejo.

—¿Qué ocurre?

Jeannie estaba repentinamente asustada.

—No puedo hacerlo —dijo.

Steve respiró hondo y expulsó el aire con fuerza.

—¡Estupendo! —exclamó. Desvió la mirada—. ¡Esta sí que es buena!

Jeannie cruzó los brazos sobre el pecho, cubriéndose los senos.

—No sé quién eres.

Steve comprendió.

—¡Oh, Dios mío! —Se sentó en la cama, de espaldas a ella, y sus amplios hombros se inclinaron con desánimo. Pero podía tratarse de una actuación teatral—. Crees que soy el que conociste en Filadelfia.

—Creí que él era Steve.

—Pero ¿por qué iba a fingir que era yo?

—Eso no importa.

—Él no lo hubiera hecho sólo con la esperanza de echar un polvo furtivo —dijo Steve—. Mis dobles tienen modos muy peculiares de gozarla, pero este no figura en su repertorio. Si él quisiera follarte te amenazaría con un cuchillo, te rasgaría las medias o prendería fuego al edificio, ¿no te parece?

—Recibí una llamada telefónica —explicó Jeannie, temblorosa— Anónima. Dijo: «El que te abordó en Filadelfia se suponía que iba a matarte. Se embarulló un poco y estropeó el asunto. Pero puede volver a visitarte». Por eso tienes que marcharte ahora.

Recogió el jersey del suelo y se lo puso precipitadamente. No la hizo sentirse ni tanto así más segura.

Había compasión en los ojos de Steve.

—Pobre Jeannie —dijo—. Esos cabrones te han metido el miedo en el cuerpo. Lo siento. Se levantó y se puso los pantalones.

De pronto, Jeannie tuvo la certeza de que estaba equivocada. El clon de Filadelfia, el violador, nunca hubiera vuelto a vestirse en aquella situación. La habría arrojado encima de la cama, le habría arrancado la ropa e intentado tomarla por la fuerza. Este hombre era diferente. Era Steve. Sintió un casi irresistible deseo de echarse en sus brazos y hacer el amor con él.

—Steve...

Él sonrió.

—Soy yo.

Pero ¿no sería ese el propósito de su actuación? Una vez hubiera ganado su confianza, estuviesen desnudos en la cama y el tendido encima, ¿no cambiaría y revelaría su verdadera naturaleza, la naturaleza que se perecía por ver a las mujeres aterrorizadas y sumidas en el dolor? La sacudió un estremecimiento de pánico.

No estaba bien. Desvió la mirada.

—Vale más que te vayas —dijo.

—Podrías preguntarme cosas.

—Vale. ¿Dónde vi a Steve por primera vez?

—En la pista de tenis.

Era la contestación correcta. Pero los dos, Steve y el violador, estaban aquel día en la Universidad Jones Falls.

—Pregúntame otra cosa.

—¿Cuántos bollos de canela se comió Steve el viernes por la mañana?

Steve sonrió.

—Ocho. Me avergüenza confesarlo.

Jeannie sacudió la cabeza, desconfiadamente. —Puede que hayan puesto micrófonos ocultos en esta casa. Registraron mi despacho y descargaron mi correo electrónico. Es posible que nos estén escuchando en este momento. No es bueno. No conozco a Steve Logan hasta ese punto, y lo que yo sé otros también pueden saberlo.

—Supongo que tienes razón —convino Steve, y se puso de nuevo la camiseta de manga corta.

Se sentó en la cama y se calzó los zapatos. Jeannie se fue al salón, ya que no deseaba seguir en el dormitorio viendo como se vestía. ¿Estaba cometiendo un terrible error? ¿O era el acto más inteligente de cuantos jamás había realizado? Sintió el dolor de la privación en los riñones; deseaba desesperadamente hacer el amor con Steve. Sin embargo, el pensamiento de encontrarse en la cama con alguien como Wayne Stattner la hacía temblar de miedo.

Steve salió del dormitorio, completamente vestido. Jeannie le miró a los ojos, buscó en ellos algo, algún detalle que aclarara sus dudas, pero no lo encontró. “No sé quién eres, ¡sencillamente no lo sé!”

Steve le leyó el pensamiento. —Es inútil, no puedo sacarte de dudas. La confianza es la confianza, y cuando se pierde se ha perdido. —Dejó ver momentáneamente su resentimiento—. ¡Qué jarro de agua fría, que jodido jarro de agua fría!

Su rabia aterró a Jeannie. Ella era fuerte, pero Steve lo era más. Deseo verle fuera del piso, y rápido.

Steve noto su perentoriedad.

—De acuerdo, ya me voy —dijo. Se encaminó a la puerta—. Te darás cuenta de que él no se marcharía.

Ella asintió con la cabeza.

—Pero hasta que no haya salido de aquí —Steve expresó en palabras lo que Jeannie estaba pensando— no puedes estar segura. Y si me voy y luego vuelvo, eso tampoco contaría. Para que sepas que soy yo, tengo que marcharme de verdad.

Ahora tenía la plena certeza de que aquél era Steve, pero las dudas reaparecerían a menos que se fuera real y definitivamente.

—Necesitamos una clave secreta, para que sepas que soy yo.

—Exacto.

—Pensaré algo.

—Muy bien.

—Adiós —se despidió Steve—. No intentaré besarte.

Bajó la escalera. —Telefonéame —alzó la voz por encima del hombro.

Jeannie continuó inmóvil, como petrificada, hasta que oyó el golpe de la puerta de la calle al cerrarse.

Se mordió el labio. Tenía ganas de llorar. Fue al mostrador de la cocina y se sirvió una taza de café. Levantó la taza hacia sus labios, pero se le resbaló entre los dedos, cayó y fue a estrellarse contra las baldosas del suelo, donde se hizo añicos.

—¡Joder! —exclamó Jeannie.

Se le doblaron las piernas y se desplomó encima del sofá. Tenía la sensación de haber estado en terrible peligro. Ahora comprendía que tal peligro era imaginario, pero, a pesar de todo, agradecía profundamente el que hubiera quedado atrás. Sentía el cuerpo henchido de un deseo insatisfecho. Se tocó la entrepierna: los pantalones estaban húmedos.

—Pronto jadeó—. Pronto. Pensó en cómo se desarrollarían las cosas la próxima vez que se encontraran, como le abrazaría, le besaría y le pediría perdón; y cómo la perdonaría él, derrochando ternura. Y mientras se imaginaba todo aquello, las yemas de los dedos pulsaron los puntos debidos y al cabo de unos instantes un espasmo de placer recorrió todo su cuerpo.

Luego durmió un rato.

46

Humillación era el sentimiento que agobiaba a Berrington.

Había derrotado a Jeannie Ferrami una y otra vez, pero en ningún momento pudo sentirse satisfecho de ello. Jeannie le obligó a moverse sigilosamente como un ladrón de tres al cuarto. Había tenido que filtrar vergonzosamente a un periódico una historia abyecta, colarse rastrero como una serpiente en el despacho de la mujer y registrar los cajones de su mesa. Ahora espiaba su casa. El miedo le obligaba a actuar así. Su mundo parecía desmoronarse en torno suyo. Estaba desesperado.

Jamás hubiera pensado que estaría haciendo aquello unas semanas antes de cumplir los sesenta años: sentado en su automóvil, aparcado junto a la acera, dedicado a vigilar la puerta de la casa de otra persona como un mugriento detective particular. ¿Qué pensaría su madre? Aún vivía, era una dama esbelta, elegante y bien vestida, de ochenta y cuatro años, que residía en una pequeña población de Maine, escribía cartas al periódico local y se mostraba firmemente decidida a mantenerse en su puesto de encargada de arreglar las flores de la Iglesia episcopaliana. Se estremecería de bochorno si se enterara de la situación a que se veía reducido su hijo.

Que Dios no permitiera que le viese algún conocido. Tenía buen cuidado en evitar cruzar su mirada con la de los peatones que pasaban por allí. Por desgracia, su coche era realmente llamativo. Lo consideraba un automóvil sólo discretamente distinguido, pero no había muchos Lincoln Town Cars aparcados en la calle donde estaba: los coches favoritos de los vecinos de aquel barrio eran provectos utilitarios japoneses y Pontiac Firebirds amorosamente conservados. Con su peculiar cabellera gris, el propio Berrington no era la clase de persona que se fundía en el paisaje y pasaba inadvertida. Durante cierto tiempo tuvo ante sí un plano de la ciudad, desplegado encima del volante, a guisa de camuflaje, pero aquel vecindario era amable y dos personas golpearon suavemente el cristal de la ventanilla y se ofrecieron a indicarle la dirección que estuviese buscando, así que Berrington volvió a guardar el plano. Se consoló diciéndose que en una zona de rentas tan bajas resultaba poco probable que viviera alguien importante.

En aquellos instantes no tenía la menor idea de lo que Jeannie pudiera estar tramando. El FBI no había logrado encontrar la lista en su apartamento. Berrington tuvo que imaginar lo peor: la lista había conducido a Jeannie a otro clon. En tal caso, el desastre no estaba muy lejos. Berrington, Jim y Preston contemplaban de cerca el inmediato desenmascaramiento público, la deshonra y la ruina.

Fue Jim quien sugirió que Berrington espiase el domicilio de Jeannie.

—Tenemos que saber que se lleva esa mujer entre manos, quien entra y sale de su casa —había dicho Jim, y Berrington se mostró de acuerdo, aunque a regañadientes.

Se había apostado allí temprano y no sucedió nada hasta alrededor del mediodía, cuando fue a recoger a Jeannie una mujer de color en la que Berrington reconoció a uno de los detectives que investigaban la violación. El lunes le había entrevistado a él brevemente. A Berrington le pareció atractiva. Consiguió recordar su nombre: sargento Delaware.

Había llamado a Proust desde el teléfono público del McDonald's de la esquina y Proust le prometió ponerse en contacto con su amigo del FBI para averiguar a quién habían ido a ver. Berrington se imaginó al hombre del FBI diciendo: «La sargento Delaware entró en contacto hoy con un sospechoso al que mantenemos bajo vigilancia. Por razones de seguridad no puedo revelar más detalles, pero nos resultaría de gran utilidad saber con exactitud qué hizo la sargento esta mañana y en qué caso está trabajando».

Cosa de una hora después, Jeannie salió a toda prisa, tan provocativamente sexual con su jersey púrpura que a Berrington se le partió el corazón. No siguió al coche de la mujer; pese al miedo que le abrumaba no se atrevió a caer en semejante indignidad. Pero la vio volver al cabo de unos minutos cargada con un par de bolsas de papel de las que utilizan las tiendas de comestibles. A continuación llego uno de los clones, presumiblemente Steve Logan.

No permaneció mucho tiempo en el piso. De haber estado en su piel, pensó Berrington, con Jeannie vestida como iba vestida, él, Berrington, se hubiera quedado toda la noche y la mayor parte del domingo.

Consultó el reloj del coche por vigésima vez y decidió llamar de nuevo a Jim. Era posible que hubiese recibido ya noticias del FBI.

Berrington se apeó del automóvil y anduvo hasta la esquina. El olor de las patatas fritas le hizo notar que tenía hambre, pero le repateaba los hígados comer hamburguesas en envases de polietileno. Se proveyó de una taza de café negro y se llegó al teléfono público.

—Fueron a Nueva York —le informó Jim.

Era lo que se temía Berrington.

—Wayne Stattner —dijo.

—Sí.

—Mierda. ¿Qué hicieron?

—Le pidieron cuentas de sus movimientos durante el domingo pasado y cosas por el estilo. Él estuvo en los Emmy. Su retrato había aparecido en la revista People. Fin de la historia.

—¿Alguna indicación acerca de lo que Jeannie pueda estar planeando hacer en el futuro inmediato?

—No. ¿Qué pasa por ahí?

—No gran cosa. Desde aquí veo la puerta. La chica hizo unas compras, Steve Logan vino y se marchó, nada. Tal vez se les hayan agotado las ideas.

—Y tal vez no. Todo lo que sabemos es que tu plan de despedirla no le ha cortado las alas; sigue dando guerra.

—Está bien, Jim, no hace falta que me lo restriegues por las narices. Un momento..., ahora sale.

Jeannie se había cambiado de ropa: vestía pantalones blancos y una espléndida blusa azul sin mangas que dejaba al aire sus fuertes brazos.

—Síguela —dictó Jim.

—Al diablo con esto. Está subiendo a su coche.

—Tenemos que saber adónde va, Berry.

—¡No soy ningún poli, maldita sea!

Una niña que se dirigía al lavabo de señoras con su madre dijo:

—Ese hombre grita, mamá.

—Chist, cariño —la acalló la madre.

Berrington bajó la voz:

—Acaba de arrancar.

—¡Sube a tu condenado coche!

—Que te zurzan, Jim.

—¡Síguela! —Jim cortó la comunicación.

Berrington colgó el teléfono.

El Mercedes rojo de Jeannie pasó por delante de él y torció hacia el sur por la Falls Road.

Berrington echó a correr hacia su automóvil.

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