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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (40 page)

Con el brazo derecho, Jeannie le asestó un golpe con el codo, seguido de un puñetazo, pero eran intentos carentes de fuerza, ya que al mismo tiempo manejaba el volante, y lo único que consiguió fue distraerle durante unos pocos segundos más.

¿Cuánto tiempo podía durar aquello? ¿Es que no hay coches patrulla en esta ciudad?

Observó por el rabillo del ojo que en aquel momento pasaban por una salida de la autopista. Por el borde de la calzada, unos metros detrás de ella, circulaba un antiguo Cadillac azul celeste. En el último momento, Jeannie torció el volante de golpe. Rechinaron los neumáticos, el Mercedes se inclinó sobre dos ruedas y Steve cayó encima de ella sin poderlo evitar. El Cadillac azul se desvió para eludir el choque, se elevó en el aire un coro de bocinas ultrajadas y Jeannie oyó acto seguido el estrépito de carrocerías que se estrellaban unas contra otras y el sonido como de xilófono que producían los cristales al romperse. Las ruedas de su costado descendieron de nuevo y aterrizaron sobre el asfalto con un ruido sordo que lanzó estremecimientos a lo largo y ancho del esqueleto de la muchacha. Ya estaba en la rampa de salida de la autopista. El automóvil coleó, amenazando con chocar contra los parapetos de hormigón de ambos lados, pero Jeannie consiguió enderezarlo.

Aceleró por la larga rampa de salida. En cuanto el coche recuperó la estabilidad Steve coló la mano entre las piernas de Jeannie y trató de introducir los dedos por debajo de las bragas. Ella se retorció, con la intención de impedírselo. Le lanzó un vistazo a la cara. Steve sonreía, desorbitados los ojos, jadeando y sudando a causa de la excitación sexual. Se lo estaba pasando en grande. Aquello era demencial.

No se veía ningún coche por delante ni por detrás. La rampa concluía en un semáforo que en aquellos momentos estaba verde. A la izquierda había un cementerio. Jeannie vio una señal que indicaba hacia la derecha y decía: «Bulevar del Municipio». Tomó esa dirección, con la esperanza de llegar a un centro urbano con las aceras llenas de gente. Consternada, descubrió que aquella calle era un desolado desierto de casas y zonas de servicio abandonadas. Por delante, el semáforo cambio a rojo. Si se detenía, estaba lista.

Steve ya tenía la mano por debajo de las bragas.

—¡Para! —ordenó.

Lo mismo que ella, comprendía que, si la violaba allí, existían muchas probabilidades de que nadie interviniese.

Ahora le estaba haciendo daño, empujaba y le pinchaba con los dedos, pero mucho peor que el dolor era el miedo a lo que le esperaba. Aceleró furiosamente, rumbo a la luz roja.

Por la izquierda surgió una ambulancia, que dobló delante del Mercedes. Jeannie pisó el freno con todas sus fuerzas y giró el volante para esquivarla, al tiempo que pensaba frenéticamente: «Si ahora chocase, al menos tendría ayuda al alcance de la mano».

De súbito, Steve retiró las manos del cuerpo de Jeannie. La muchacha disfrutó de un instante de bendito alivio. Pero Steve cogió la palanca del cambio de marchas y puso el motor en punto muerto. El coche perdió velocidad repentinamente. Jeannie volvió a meter la marcha, pisó a fondo el pedal del acelerador y adelantó a la ambulancia.

¿Cuánto tiempo vamos a seguir así?, se preguntó Jeannie. Tenía que llegar a algún lugar habitado, donde hubiese gente en la calle, antes de detener el coche o antes de estrellarse. Pero Filadelfia parecía haberse convertido en un paisaje lunar.

Steve agarró el volante y trató de desviar el automóvil hacia la acera. Jeannie dio un tirón rápido para devolverlo a su dirección original. Patinaron las ruedas traseras y la bocina de la ambulancia protestó indignada.

Steve volvió a intentarlo. Esa vez fue más hábil. Llevó la palanca de cambios a punto muerto con la mano izquierda y aferró el volante con la derecha. El automóvil redujo la velocidad y subió por el bordillo de la acera.

Jeannie retiró las manos del volante, las apoyó en el pecho de Steve y le empujó con todas sus fuerzas. La potencia física de la mujer sorprendió a Steve, que se vio impulsado hacia atrás. Jeannie puso la marcha y hundió el pedal del acelerador. El Mercedes volvió a salir disparado hacia delante como un cohete, pero Jeannie se daba cuenta de que no podría mantener aquella lucha durante mucho tiempo más. En cualquier segundo, Steve conseguiría detener el coche y ella se encontraría atrapada allí dentro con él. Steve recobró el equilibrio mientras Jeannie entraba en una curva por la izquierda. El muchacho agarró el volante con ambas manos y Jeannie pensó: «Esto es el fin, ya no puedo aguantar más». Luego el automóvil acabó de doblar la curva y el paisaje urbano cambió radicalmente.

Se encontraron frente a una calle muy concurrida, con un hospital ante el que se congregaba un numeroso grupo de personas, una hilera de taxis y, junto a la acera, un puesto de comida china.

—¡Sí! —exclamo Jeannie triunfalmente.

Pisó el freno. Steve tiró del volante y ella volvió a colocarlo en su posición anterior. El Mercedes dio un coletazo y se detuvo en mitad de la calzada. Una docena de taxistas que se encontraban ante el puesto de comida china se volvieron a mirar.

Steve abrió la portezuela, se apeó y huyó a la carrera.

—¡Gracias a Dios! —susurró Jeannie.

Segundos después, Steve había desaparecido.

Jeannie continuó sentada, jadeante. El violador se había marchado. La pesadilla había concluido.

Uno de los taxistas se acercó y asomó la cabeza por la ventanilla del asiento del pasajero. Precipitadamente, Jeannie compuso su vestimenta.

—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó el hombre.

—Supongo que sí —respondió ella, sin resuello.

—¿A qué diablos venía todo esto?

Jeannie sacudió la cabeza.

—Le aseguro que me gustaría saberlo —dijo.

36

Sentado en lo alto de una pequeña tapia, junto al domicilio de Jeannie, Steve aguardaba la llegada de la muchacha. Hacía calor, pero el joven aprovechaba la sombra de un gigantesco arce. Jeannie vivía en un tradicional barrio obrero de hileras de casas adosadas. Adolescentes que acababan de salir de un colegio cercano volvían a casa, riendo, peleándose y comiendo caramelos. No había pasado mucho tiempo desde que el era también como ellos: ocho o nueve años.

Pero ahora estaba inquieto y desesperado. Aquella tarde, su abogado había ido a hablar con la sargento Delaware de la Unidad de Delitos Sexuales. La detective le dijo que tenía ya los resultados de la prueba de ADN. Las muestras de ADN del esperma extraído de la vagina de Lisa Hoxton coincidían exactamente con el ADN de la sangre de Steve.

Estaba destrozado. Había tenido la absoluta certeza de que la prueba de ADN iba a poner fin a aquella angustia.

Se daba cuenta de que su abogado ya no le creía inocente. Mamá y papá sí, pero estaban desconcertados; ambos tenían suficientes conocimientos como para comprender que las pruebas de ADN eran extraordinariamente fiables.

En sus peores momentos se preguntaba si no tendría alguna clase de doble personalidad. Tal vez existía otro Steve que tomaba las riendas, violaba mujeres y luego le devolvía su cuerpo. De ese modo, él ignoraría lo que había hecho. Recordó, alarmado, que durante su pelea con Tip Hendricks, hubo unos cuantos segundos en los que perdió el control de la razón. Y también había estado decidido a hundir los dedos en el cerebro de Gordinflas Butcher. ¿Era su alter ego quien hacía esas cosas? En realidad, no lo creía así. Debía existir otra explicación.

El rayo de esperanza lo representaba el misterio que los envolvía a él y a Dennis Pinker. Dennis tenía el mismo ADN que Steve. Algo no encajaba allí. Y la única persona que podía poner en claro el enigma era Jeannie Ferrami.

Los chicos de la escuela desaparecieron dentro de sus casas y el sol se ocultó tras la hilera de viviendas del otro lado de la calle. Hacia las seis de la tarde, el Mercedes rojo aparcó en un hueco, a unos cincuenta metros de distancia, y Jeannie se apeó del vehículo. De momento no vio a Steve. Abrió el maletero y sacó del mismo una gran bolsa de basura de plástico negro. Después cerró el automóvil y echó a andar por la acera, en dirección a Steve. Iba vestida más bien elegante, con traje sastre de falda negra, pero estaba despeinada y Steve notó en sus andares un cansino abatimiento que le llegó al alma. Se preguntó qué le habría ocurrido para que ofreciese aquel aspecto de derrota. Aunque aún resultaba espléndida y la contempló con el ánimo saturado de deseo.

Cuando la tuvo cerca de si, Steve se irguió, sonriente, y avanzó un paso hacia ella.

Jeannie le miró, fijó la vista y le reconoció. Una expresión de horror apareció en el rostro de la mujer.

Se quedo boquiabierta y luego emitió un grito.

Steve se detuvo en seco. Preguntó hecho un lío:

—¿Qué ocurre, Jeannie?

—¡Apártate de mí! —chilló Jeannie—. ¡No me toques! ¡Ahora mismo llamo a la policía!

Anonadado, Steve alzó las manos en gesto defensivo.

—Claro, claro, lo que tú digas. No voy a tocarte, conforme? ¿Qué diablos te pasa?

En la puerta del domicilio de Jeannie apareció un vecino de la casa compartida. Debía de ser el ocupante del apartamento de la planta baja, se figuró Steve. Era un anciano de color, que llevaba camisa de cuadros y corbata.

—¿Todo va bien, Jeannie? —dijo—. Me pareció oír gritar a alguien.

—Fui yo, señor Oliver —dijo Jeannie con voz temblona—. Este sinvergüenza me agredió en mi propio coche, en Filadelfia.

—¿qué te agredí? —exclamó Steve, incrédulo—. ¡Yo no haría semejante cosa!

—Lo hiciste hace un par de horas, hijo de Satanás.

Steve se sintió dolido. Que le acusaran de brutalidad le molestaba.

—Vete a hacer gárgaras. Hace años que no he estado en Filadelfia.

Intervino el señor Oliver.

—Este joven caballero lleva más de dos horas sentado en esa tapia, Jeannie. Esta tarde no ha estado en Filadelfia.

Jeannie parecía indignada y a punto de tildar de embustero a su bonachón vecino.

Steve observo que no llevaba medias; sus piernas al aire resaltaban de modo extraño entre la formal indumentaria que vestía. Un lado del rostro estaba ligeramente hinchado y enrojecido. El enfado de Steve se evaporó. Alguien la había atacado. Deseaba con toda el alma abrazarla y consolarla. El hecho de que ella le tuviese miedo aumentaba la aflicción del muchacho.

—Te hizo daño —dijo—. El malnacido.

Cambió la cara de Jeannie. La expresión de terror desapareció. Se dirigió al vecino:

—¿Llegó aquí hace dos horas?

El hombre se encogió de hombros.

—Hace una hora y cuarenta minutos, quizá cincuenta.

—¿Está seguro?

—Jeannie, si estaba en Filadelfia hace dos horas ha tenido que volver aquí en el Concorde.

Jeannie miró a Steve.

—Debió de ser Dennis.

Steve anduvo hacia ella. Jeannie no retrocedió. Steve alargó el brazo y con la yema de los dedos rozó la mejilla hinchada.

—Pobre Jeannie —compadeció.

—Creí que eras tú. —Las lágrimas afluyeron a los ojos de Jeannie.

La acogió en sus brazos. Poco a poco, el cuerpo de Jeannie fue perdiendo rigidez y acabó por apoyarse en Steve confiadamente. Él le acarició la cabeza y después enroscó los dedos entre las ondas de la espesa mata de pelo oscuro. Cerró los ojos y pensó en lo fuerte y esbelto que era el cuerpo de Jeannie. Apuesto a que Dennis también se llevo alguna magulladura, pensó. Así lo espero.

El señor Oliver tosió.

—¿Les apetecería una taza de café, jóvenes?

Jeannie se despegó de Steve.

—No, gracias —declinó—. Voy a cambiarme de ropa.

La tensión estaba escrita en su rostro, pero eso la hacía aparecer más encantadora. Me estoy enamorando de esta mujer, pensó Steve. No es sólo que desee acostarme con ella... aunque eso también. Quiero que sea mi amiga. Quiero ver la tele con ella, acompañarla al supermercado y darle cucharadas de jarabe cuando esté resfriada. Quiero contemplarla mientras se cepilla los dientes, se pone los vaqueros y unta la mantequilla en la tostada. Quiero que me pregunte que tono naranja de lápiz de labios le sienta mejor y qué hojas de afeitar debería comprar y a qué hora volveré a casa.

Se preguntó si tendría valor para decirle todo eso.

Jeannie cruzó el porche hacia la puerta. Steve titubeó. Se moría por seguirla, pero necesitaba que ella le invitase.

Jeannie dio media vuelta en el umbral.

—Venga, vamos —dijo.

La siguió escaleras arriba y entró tras ella en el vestíbulo. Jeannie dejó caer encima de la alfombra la bolsa negra de plástico. Entró en la minúscula cocina, se sacudió los zapatos de los pies y luego, ante los atónitos ojos de Steve, los soltó dentro del cubo de la basura.

—Jamás volveré a ponerme estas malditas prendas —afirmó en tono furibundo.

Se quitó la chaqueta y la arrojó al mismo sitio que los zapatos Después, mientras Steve la miraba incrédulo, se desabotonó la blusa, se la quitó y la echó también al cubo de la basura.

Llevaba un sencillo sostén negro de algodón. Steve pensó que no iría a quitárselo delante de él. Pero Jeannie se llevó las manos a la espalda, lo desabrochó y también lo tiró a la basura. Tenía unos pechos firmes, más bien pequeños, de erectos pezones castaños. Se veía una tenue señal roja en la parte de los hombros donde lo tirantes del sostén habían apretado un poco más de la cuenta. Steve se le secó la garganta.

Jeannie se bajó la cremallera y dejó que la falda fuese a parar al suelo. Llevaba sólo unas bragas tipo bikini. Steve la contempló boquiabierto. Aquel cuerpo era perfecto: hombros firmes, senos estupendos, vientre liso y piernas largas y bien torneadas. Jeannie se quitó las bragas, hizo un fardo junto con la falda y lo metió todo en el cubo de la basura. Su vello púbico era una espesa masa de rizos negros.

Miró a Steve durante unos segundos, con incertidumbre en la expresión, casi como si no estuviese segura de lo que pudiera estar haciendo allí. Luego dijo:

—Tengo que ducharme.

Desnuda, pasó por su lado. Steve volvió la cabeza y se la comía con los ojos, observó vorazmente su espalda y absorbió los detalles de los omóplatos, la estrecha cintura, la rotundez curvilínea de las caderas y los músculos de las piernas. Era tan adorable que hacía daño.

Jeannie salió de la estancia. Al cabo de un momento Steve oyó el rumor del agua corriente.

—¡Jesús! jadeo. Se sentó en el sofá tapizado de negro. ¿Qué significaba aquello? ¿Era alguna clase de prueba? ¿Qué trataba Jeannie de decir? Sonrió. Vaya cuerpo maravilloso, tan fuerte y esbelto, tan armonioso y perfectamente proporcionado. Ocurriera lo que ocurriese, jamás olvidaría aquella magnifica figura.

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