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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (38 page)

Dick tenía un tic nervioso que le hacía pestañear violentamente cada cuatro o cinco segundos; a Jeannie le dio lástima.

La condujo hacia una escalera.

—¿A qué se debe su petición de informes, si me permite la pregunta?

—Un misterio clínico —explicó Jeannie—. Los hijos de las dos mujeres parecen ser gemelos idénticos, y sin embargo todo indica que no tienen ningún parentesco. La única relación que he podido descubrir es que ambas mujeres fueron tratadas aquí antes de su embarazo.

—¿Ah, sí? —articuló el hombre como si no la hubiese estado escuchando.

A Jeannie le sorprendió; esperaba que el individuo se sintiera intrigado.

Entraron en un despacho.

—Se puede acceder por ordenador a todos nuestros archivos, siempre que se disponga de la clave correspondiente —dijo Dick Minsky. Se sentó ante una pantalla—. Los pacientes que le interesan, ¿son?...

—Charlotte Pinker y Lorraine Logan.

—No nos llevará ni un minuto.

Procedió a teclear los nombres.

Jeannie contuvo su impaciencia. Era posible que aquellos archivos no le revelasen absolutamente nada. Echó un vistazo a la estancia. Era un despacho demasiado amplio y suntuoso para un simple archivero. Dick debía de ser algo más que un simple «colega» del señor Ringwood, pensó.

—¿Qué función desempeña usted aquí, en la clínica, Dick? —dijo.

—Soy el director general.

Jeannie enarcó las cejas, pero el hombre no levantó la vista del teclado. ¿Por qué le atendía en su gestión una persona de las altas esferas? Al preguntárselo, una sensación de inquietud caracoleó en su ánimo como una voluta de humo.

Dick Minsky frunció el entrecejo.

—Qué extraño. La computadora dice que no hay ningún historial que corresponda a los nombres que me ha dado.

La intranquilidad de Jeannie cobró cuerpo. Están a punto de pegármela, pensó. La perspectiva de dar con la solución al rompecabezas volvía a perderse en la lejanía. Una oleada de desencanto se abatió sobre ella, hundiéndola en una hondonada de depresión.

El hombre hizo girar la pantalla para que Jeannie pudiera verla.

—¿Ha deletreado los nombres correctamente?

—Sí.

—¿Cuándo cree que ingresaron esas pacientes en la clínica?

—Hace veintitrés años, aproximadamente.

Alzó la cabeza para mirarla.

—Ah, querida —dijo Dick Minsky, y parpadeó—. En ese caso mucho me temo que haya hecho usted el viaje en balde.

—¿Por qué?

—No conservamos historiales tan antiguos. Es norma de nuestra empresa, según la política de la dirección en cuanto a documentos.

Jeannie le miró con los párpados entrecerrados.

—¿Tiran a la basura los historiales antiguos?

—Rompemos las fichas, si, transcurridos veinte años, a menos, claro, que se readmita al paciente, en cuyo caso su historial se transfiere al ordenador.

Era una desilusión que dejaba hundido el ánimo de Jeannie y era también una pérdida de un tiempo precioso, que necesitaba para preparar su defensa en la audiencia de disciplina del día siguiente.

—Resulta muy extraño —expresó con amargura— que el señor Ringwood no me lo dijera cuando hablé anoche con él.

—La verdad es que debió hacerlo. Quizá no hizo usted ninguna alusión a las fechas.

—Estoy segura de que le especifiqué que las dos mujeres recibieron aquí tratamiento hace veintitrés años.

Jeannie recordaba que había añadido un año a la edad de Steve para que el periodo fuese el correcto.

—Entonces cuesta trabajo entenderlo.

Sin saber exactamente por qué, a Jeannie no le sorprendía demasiado el giro que tomaba el asunto. Con su exagerada afabilidad y su pestañeo nervioso, Dick Minsky era la personificación caricaturesca del hombre con una conciencia culpable.

El director de la clínica volvió a colocar la pantalla del ordenador en su posición original. Puso cara de lamentarlo profundamente y dijo:

—Me temo que no puedo hacer nada más por usted.

—¿Podría hablar con el señor Ringwood y preguntarle por qué no me dijo que las fichas se destruían?

—Me temo que Peter se ha puesto enfermo y hoy no ha venido.

—¡Qué extraordinaria coincidencia!

Minsky trató de parecer ofendido, pero el resultado fue una parodia lastimosa.

—Espero que no esté insinuando que intentamos ocultarle algo.

—¿Por qué iba yo a pensar tal cosa?

—No tengo ni idea. —Minsky se levantó—. Y ahora, me temo que no dispongo de más tiempo que dedicarle.

Jeannie se puso en pie y le precedió hacia la puerta. Dick Minsky la siguió escaleras abajo, hasta el vestíbulo.

—Buenos días —deseó, rígido el tono.

—Adiós —se despidió Jeannie.

Una vez en la calle titubeó. Rebosante de combatividad, sentía la testación de hacer algo provocativo, de demostrarles que no podían manipularla hasta la anulación. Decidió curiosear un poco por allí.

La zona de aparcamiento estaba repleta de automóviles de médicos, BMW y Cadillac último modelo. Dobló la esquina por un lado del edificio. Un negro de barba canosa limpiaba la basura con una ruidosa barredera. Por allí no había nada digno de atención o interés. Acabó delante de una tapia que cortaba la salida y volvió sobre sus pasos.

A través del cristal de la puerta de la fachada vio a Dick Minsky, todavía en el vestíbulo, que decía algo a la desenvuelta secretaria. Miraba con inquieta ansiedad mientras Jeannie pasaba por delante de la puerta.

Jeannie rodeó el edificio por la dirección contraria a la de la primera vez y fue a dar con el depósito de desechos. Tres hombres con las manos protegidas por gruesos guantes cargaban la basura en un camión. Esto es estúpido, pensó Jeannie. Se estaba comportando como un detective de novela dura de misterio. Iba a dar media vuelta cuando algo le llamo la atención. Los hombres levantaban sin esfuerzo las enormes bolsas de basura, de plástico marrón, como si no pesaran gran cosa. ¿Qué podía tirar la clínica que abultase tanto y pesara tan poco?

¿Papel cortado en tiras?

Oyó la voz de Dick Minsky. Parecía asustado.

—¿Tendría la bondad de marcharse ya, doctora Ferrami?

Jeannie dio media vuelta. Dick Minsky doblaba la esquina del edificio, acompañado de un hombre ataviado con el uniforme estilo policía que usaban los guardias de seguridad.

Ella se acercó con paso rápido al montón de bolsas.

—¡Eh! —gritó Dick Minsky.

Los basureros se la quedaron mirando, pero Jeannie prescindió de ellos. Rasgó una de las bolsas, introdujo la mano por el boquete y sacó un puñado de su contenido.

Comprobó que sostenía en la mano un fajo de tiras delgadas de tarjetas de color pardo. Al mirar con más atención aquellas tiras vio que tenían cosas escritas, unas con pluma, otras a máquina. Eran las fichas destrozadas de los historiales del hospital.

Sólo podía haber un motivo para que se llevaran tantas bolsas precisamente aquel día. Habían destruido los archivos aquella mañana... sólo horas después de que ella hubiese llamado. Dejó caer en el suelo los jirones de papel y se alejó. Uno de los basureros le chilló algo, indignado, pero Jeannie no le hizo caso. Ya no había duda.

Se plantó delante de Dick Minsky, con las manos apoyadas en las caderas. Había estado mintiéndola y de ahí que ahora fuese una nerviosa calamidad humana.

—Tienen aquí un secreto vergonzoso, ¿verdad? —gritó Jeannie—. ¿Algo que tratan de ocultar por el sistema de destruir estos archivos?

El hombre estaba absolutamente aterrorizado.

—Claro que no —pudo articular—. Y esa sugerencia es ofensiva.

—Naturalmente que lo es —convino Jeannie. Su genio sacaba a la superficie lo mejor de ella. Apuntó al hombre con el enrollado folleto de la Genético que aún llevaba en la mano—. Pero esta investigación es muy importante para mí, y obraría usted muy sensatamente convenciéndose de que quienquiera que me mienta va a acabar jodido, pero bien jodido, antes de que yo haya terminado.

—Por favor, lárguese —dijo Dick Minsky.

El guardia de seguridad la cogió del codo izquierdo.

—Ya me voy —se avino Jeannie—. No es preciso que me agarre.

El guardia no la soltó.

—Por aquí, tenga la bondad —dijo.

Era un hombre de edad mediana, con el pelo gris y una barriga voluminosa. Jeannie no estaba dispuesta a dejarse maltratar por él. Cerró la mano derecha sobre el brazo que la sujetaba. Los músculos del guardia eran más bien fofos.

—Haga el favor de soltarme —dijo Jeannie, y apretó. Sus manos eran más potentes y su presa era más fuerte que la de la mayoría de los hombres. El guardia intentó mantenerla cogida por el codo, pero el dolor que le producía la mano de Jeannie era excesivo para su capacidad de resistencia y al cabo de un momento la soltó—. Gracias —dijo Jeannie.

Se alejó. Se sentía mejor. Estuvo en lo cierto al suponer que en aquella clínica había una pista. Los esfuerzos que hicieron para impedir que ella averiguase allí algo constituían la confirmación más sólida posible de que ocultaban un secreto inconfesable. La solución al misterio se relacionaba directamente con aquel lugar. Pero ¿adónde la conducía eso?

Llegó a su coche, pero no subió en él. Eran las dos y media y aún no había almorzado. Estaba demasiado sobre ascuas para comer mucho, pero le hacía falta una taza de café. En la acera de enfrente se abría una cafetería, al lado de un centro evangélico. Parecía limpia y barata. Cruzó la calle y entró.

La amenaza que dirigió a Dick Minsky era mero farol; no podía hacer nada para perjudicarle. Irritarle tampoco le había servido de gran cosa. A decir verdad, se delató a sí misma al dejar claro que sabía que la estaban engañando. Los puso sobre aviso y ahora tendrían alta la guardia.

El silencio reinaba en el local, salvo en la parte donde unos cuantos estudiantes terminaban de almorzar. Jeannie pidió café y una ensalada. Mientras esperaba, abrió el folleto que había cogido en el vestíbulo de la clínica. Leyó:

La Clínica Aventina fue fundada en 1972 por Genético S.A., como centro pionero para la investigación y desarrollo de la fertilización humana in vitro, la creación de lo que la prensa llamó «niños probeta».

Y, de pronto, todo estuvo claro.

34

Jane Edelsborough era una viuda de cincuenta y poco años. Mujer escultural, pero desaliñada, vestía normalmente holgadas prendas étnicas y calzaba sandalias. Poseía un intelecto impresionante, pero nadie lo hubiera supuesto al verla. Era la clase de persona que a Berrington le resultaba incomprensible. Si uno era inteligente, pensaba, ¿porqué disimularlo presentándose como un idiota al vestir de modo tan zafio? Sin embargo, las universidades estaban llenas de personas así..., en realidad, él era una auténtica excepción, siempre tan de punta en blanco, tan esmerado y pulcro.

Hoy su aspecto era especialmente elegante, con su chaqueta de hilo hecha a la medida, el chaleco a juego y los pantalones ligeros de pata de gallo. Le dio un minucioso repaso a su imagen en el espejo de detrás de la puerta, antes de salir del despacho para el encuentro con Jane.

Se dirigió al Gremio de Estudiantes. Los profesores casi nunca comían en aquel establecimiento —Berrington no había entrado una sola vez en el local—, pero Jane estaba almorzando allí, según la parlanchina secretaria de física.

El vestíbulo estaba lleno de muchachos en pantalones cortos formando cola en los cajeros automáticos. Berrington entró en la cafetería y miró en torno. Jane ocupaba una mesa en un rincón del fondo. Leía un periódico y comía patatas fritas con los dedos.

El lugar era un complejo alimentario, como los que Berrington había visto en aeropuertos y centros comerciales, con su Pizza Hut, el mostrador donde servían helados y su Burger King, así como un restaurante de comidas rápidas convencional. Berrington cogió una bandeja y entró en el autoservicio de cafetería. Dentro de una vitrina con cristal delantero había unos pocos bocadillos exánimes y varios pastelillos lastimosos. Se estremeció; en circunstancias normales se hubiera puesto al volante y conducido hasta el siguiente estado antes que comer allí.

Aquella maniobra iba a resultarle difícil. Jane no era su clase de mujer favorita. Lo cual hacía aún más probable que ella dirigiese la audiencia disciplinaria hacía una ruta inconveniente. Tendría que ganarse su amistosa voluntad en muy breve espacio de tiempo. Para ello habría de recurrir al poder de seducción de todos sus encantos.

Adquirió una porción de pastel de queso y una taza de café y se encaminó hacia la mesa de Jane. No le llegaba la camisa al cuerpo, pero hizo cuanto pudo para parecer y sonar relajado.

—¡Jane! —exclamó—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Puedo acompañarte?

—Faltaría más —aceptó la mujer amablemente, y puso el periódico a un lado. Se quitó las gafas, lo que dejó al descubierto unos ojos de tono castaño oscuro con regocijadas patas de gallo, pero su pinta era un desastre: llevaba el largo pelo canoso atado con una especie de trapo descolorido y vestía una deformada blusa verde gris con manchas de sudor en las axilas—. No recuerdo haberte visto jamás por estos lares —dijo.

—Es la primera vez que vengo. Pero a nuestra edad es importante no dejarse dominar por la rutina de las costumbres... ¿no estás de acuerdo?

—Yo soy más joven que tú —hizo constar Jane sosegadamente—. Aunque supongo que nadie lo supondría.

—Seguro que sí. —Berrington le dio un mordisco al pastel de queso. La base era dura como una lámina de cartón y el relleno sabía a crema de afeitar sazonada al limón. Lo tragó con esfuerzo— ¿Qué opinas de la biblioteca de biofísica que ha propuesto Jack Budgen?

—¿Has venido a verme para hablar de eso?

—No he venido aquí a verte, vine para probar la comida, y estoy arrepentido. Es una bazofia terrible. ¿Cómo puedes comer aquí?

Jane hundió la cuchara en lo que parecía alguna incógnita clase de postre.

—Ni siquiera me doy cuenta de lo que como, Berry, pienso en mi acelerador de partículas. Háblame de esa nueva biblioteca.

En otro tiempo, Berrington había sido igual que ella: un obseso del trabajo. Nunca se permitió ir por ahí con aspecto de vagabundo, debido a ello, pero si fue un joven científico que había vivido por la emoción del descubrimiento. Sin embargo, su existencia tomó otro rumbo. Sus libros fueron trabajos de divulgación de obras ajenas; en quince o veinte años no había escrito nada original. Se preguntó fugazmente si habría sido más feliz de elegir otra opción. La zarrapastrosa Jane, que engullía comida barata mientras le daba vueltas en la cabeza a problemas de física nuclear, tenía un aire de tranquilidad y satisfacción que Berrington jamás llegó a conocer.

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